DIOS OCUPA EN NUESTRAS VIDAS EL MISMO LUGAR QUE LA ALEGRÍA.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Retiros y
homilías del Padre Nicolás Schwizer
1. Ser cristiano, es creer en la resurrección de Cristo. No
somos cristianos por el hecho de creer en la cruz, en el sufrimiento y en la
muerte. Somos cristianos porque creemos en la resurrección, en la liberación,
en la vida y en la alegría.
En el fondo de nuestro corazón hemos de tener la seguridad de que toda prueba
se transforma en gracia, toda tristeza en alegría, toda muerte en resurrección.
Si queremos, no habrá un solo instante de nuestra existencia que pueda librarse
de la alegría esplendorosa de Pascua. El verdadero cristiano es incapaz de
vivir al margen de la alegría. Por Cristo se ha visto introducido e instalado
en la alegría, entregado a la alegría. En su vida no puede ya existir el
fracaso; ni el pecado, ni el sufrimiento, ni la muerte son para él obstáculos
insuperables. Todo es materia prima de redención, de resurrección, ya que en el
centro mismo de su pecado, de sus sufrimientos y de su muerte le espera
Jesucristo vencedor. Por eso los mayores sufrimientos y las mejores alegrías
pueden coexistir, íntimamente unidos en el lecho de una misma vida.
2. Pero sentimos tantas tentaciones de resistir. Aceptar creer en la alegría es casi aceptar a
renunciar a nosotros mismos, a nuestra experiencia, a nuestra desconfianza, a
nuestras quejas. Y nuestra alegría es la medida de nuestro apego a Dios, a la confianza,
a la esperanza, a la fe. Nuestra negativa a la dicha es nuestra negativa a
Dios. Dios ocupa en nuestras vidas el mismo lugar que la alegría.
3. Los padres de la Iglesia decían que no hay más que un solo medio para
curar la tristeza: dejar de amarla.
Creer en Dios es creer que Él es capaz de hacernos felices, de darnos a conocer
una vida que deseamos prolongar por toda la eternidad. Porque, para muchos de
nosotros, la cuestión difícil no está en saber si tienen fe en la resurrección,
sino en saber si sienten ganas de resucitar, no en esta pequeña vida nuestra,
egoísta, dolorosa y ciega. Si esto hiciera, el prolongar indefinidamente esa
vida, sería más un castigo que una recompensa.
4. Por eso, la fe en la resurrección no puede brotar más que de un amor
verdadero. Cristo nos ha dado a
conocer ese amor que no pasa: “La fe y la esperanza
pasarán, pero la caridad vive para siempre”.
Nuestra fe, nuestra esperanza de resucitar para nosotros y para los
demás, depende estrechamente de nuestra capacidad de resurrección, están a la
medida de nuestra fuerza de amar.
5. Para que podamos experimentar una vida de amor y de fe, tenemos que
morir a nuestras faltas, a nuestras tristezas y a nuestros resentimientos. No existe Pascua para nosotros, si no aceptamos morir
en esa zona de nuestra propia alma en la que estamos demasiado vivos: en nuestras agitaciones, nuestros temores, nuestros
interesases, nuestro egoísmo. Y si no aceptamos resucitar en esa zona en
la que estamos demasiado muertos: resucitar a la paz, a la fe, a la esperanza,
al amor y la alegría.
No existe Pascua sin una buena confesión: un morir a
nosotros mismos, a nuestros caprichos que son nuestros pecados, para resucitar
a la voluntad de Cristo, que es amor, esperanza, renovación, cariño.
No existe Pascua sin una comunión pascual: un salir de nuestras
costumbres, de nuestro pan y nuestra vida, para saborear otro pan, otra vida,
un pan de la sinceridad, de entrega a los demás, una vida de amor, de fe
y de alegría.
Eso es la fiesta de Pascua: un cambio de vida, un pasar de esta vida nuestra a otra
admirable, maravillosa, que será nuestra vida para siempre, en la casa del
Padre celestial.
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