Durante un tiempo fui vecino de un médico cuyo pasatiempo era plantar árboles en el enorme patio de su casa.
Desde mi
ventana veía cómo día a día los plantaba.
Lo que
más me llamaba la atención era que no regaba los arbolitos.
Tanta era
mi curiosidad que fui a preguntarle.
Me dijo
que si regaba sus arbolitos, las raíces se acomodarían en la superficie y
quedarían siempre esperando el agua que él diariamente les daba.
Al no
regarlos, éstos tardarían más en crecer, pero sus raíces se verían obligadas a
profundizar en la tierra en busca del agua y de los nutrientes que se
encuentran en las capas más profundas del suelo.
Así, los
árboles tendrían raíces profundas y serían más resistentes.
Al cabo
de un tiempo fui a vivir a otro país, cuando después de varios años regresé a
mi antigua casa, noté que mi vecino había cumplido su sueño, tenía un hermoso
bosque.
De pronto
llegó el rigor del invierno y en un día muy ventoso, cuando todos los árboles
de la calle estaban arqueados por el viento, pude notar la solidez de los
árboles de mi vecino, que casi ni se movían.
Las
adversidades por las cuales aquellos árboles habían pasado, al ser privados de
agua, les había beneficiado mucho más, que el confort o un trato mucho más
delicado.
Todas las
noches antes de ir a acostarme doy siempre una mirada a mis hijos.
Les
observo y veo cómo ellos van creciendo.
“Siempre
pedimos que las cosas sean fáciles, pero en verdad lo que necesitamos es pedir
que en nuestro interior se formen raíces fuertes y profundas; de tal modo, que
cuando las tempestades lleguen, sin previo aviso y los vientos helados soplen,
seamos capaces de resistir en lugar de ser derrotados y destruidos como lo son
los árboles sin raíces profundas”
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