Todo ser humano en realidad tiene luz propia, una chispa divina que lo acredita como hijo de Dios.
Por: Alejandro Ortega Trillo | Fuente: Catholic.net
Hay personas que brillan; personas “solares” –las llaman los italianos– que irradian
optimismo, espontaneidad y un inexplicable resplandor. Algo hay en su porte, en
sus modos y semblante que ilumina casi cualquier situación.
Todo ser humano en realidad tiene luz propia, una chispa divina que lo acredita
como hijo de Dios. Basta ver el brillo en los ojos de un bebé para percatarse
del sol que despunta en su alma y que promete iluminar el mundo con luces y
matices propios, hasta el ocaso de su vida.
Al pasar los años, sucede muchas veces que ese sol pierde su brillo, aun en las
casas más favorecidas. El amanecer diáfano y risueño de la infancia se va
contaminando poco a poco en una atmósfera hostil a la inocencia y la alegría.
Si a esto se añaden los inevitables nubarrones y tormentas que se ciernen sobre
toda existencia terrena, aquella luz primigenia titubea y se torna ambigua,
opaca, melancólica. Es cierto: no faltan quiénes, a pesar de todo, conservan la
mirada fresca y el rostro luminoso. También los hay que en la desgracia –como
dijo Lacordaire– descubren luces que en la prosperidad no veían. Muchos, sin
embargo, sucumben a la oscuridad y viven en un eclipse permanente.
Cuando Jesús se transfiguró en el Monte Tabor no dio sólo una prueba de su
condición divina; reveló también –me parece– un querer de Dios que concierne a
toda existencia humana: “¡Quiero que brilles!”. Él
quiere que cada persona sea un sol que ilumine el mundo, que dé figura y color
a todo lo que existe, y especialmente a la vida de los demás.
Pedro fue el primero que entró en la lógica de la transfiguración, cuando dijo:
“¡Qué bueno es estar aquí! Vamos a hacer tres
tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. En un
instante cambió su visión y su modo de existir: ya no necesitaba ni pedía nada
para sí; sólo vivía y pedía “para los demás”.
La transfiguración de nuestra vida supone entrar en esa misma lógica:
pensar y actuar a favor de los demás. Hay personas cuyo objetivo diario es
iluminar su entorno. Así se “transfiguran”
constantemente cambiando una actitud negativa por una positiva; abriendo una
puerta del corazón que estaba cerrada; transformando las cruces en ofrendas y
los legítimos lamentos en agradecimientos; trocando en sonrisa un acto de
vencimiento.
Toda transfiguración auténtica viene de dentro: de la conciencia de ser “hijo amado de Dios” –como declaró Dios Padre de
su Hijo transfigurado–. Quien así se sabe y reconoce, jamás será abatido por
ninguna oscuridad. El amor del Padre encenderá siempre de nuevo el corazón y
cambiará su modo de ver a los demás, de vivir los acontecimientos y de repasar
la propia historia.
Quien se transfigura por medio de la caridad ejerce hoy un apostolado muy
necesario. Pues así como la existencia del mal oscurece la fe de no pocas
personas, así también la presencia viva de la caridad hace creíble el Evangelio
y puede alumbrar, quizá sin pretenderlo, existencias muy sufridas. Quién quita
y Dios se sirva del fulgor de un acto de amor para iluminar los más profundos
entresijos de un alma.
Después de varios años, escuché hace poco un clásico de los setenta: “You light up my life” (“Tú iluminas mi vida”)
de Debby Boone. Sin buscar sacralizar esta canción, cabe muy bien aplicar sus
versos, antes que a nadie, a Jesús mismo, que ilumina nuestros días y llena
nuestras noches con su canción de amor; pero también a todo ser humano, llamado
a ser un “solar” para iluminar la vida de los
demás. Dios no quiere vidas apagadas y sombrías; quiere vidas radiantes que
reflejen su Luz; quiere vidas transfiguradas. El mundo necesita muchos soles,
no hoyos negros en su firmamento.
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