Hoy, mientras estaba en el baño, pensaba en la gran cantidad de sugerencias que he dado a la Iglesia y a mi iglesia particular.
—sugerencias para la revitalización de cabildo de la catedral de mi
diócesis
—para una renovación estética del sagrario de la catedral
—para mejorar el acceso de los turistas a la Basílica de San Pedro del
Vaticano sin que haya filas de espera, y toda una reforma de la organización
para convertirlo en un lugar de oración y visitas a la vez
—reformas en los criterios para elegir a los obispos
—revitalización de la función de los arzobispos
—cambios en la composición del colegio cardenalicio
—planes arquitectónicos para catedrales, para un edificio de la Curia
Romana y otros edificios eclesiásticos
—la creación de casas de reclusión eclesiástica
—la reforma de los procesos matrimoniales canónicos (escrito inédito)
—cambios en la función de los arciprestes
—varias sugerencias de tipo litúrgico recogidas unas en mi obra Sacras
ceremonias mitradas, y otras en obras como La Catedral de San Abán.
Creo que la
lista es completa. ¡Madre mía!, la cantidad
de sugerencias que he dado a lo largo de mi vida. Eso sí, con una sonrisa en la
boca reconozco que no he logrado que se lleve a cabo ni una sola de
ellas.
Pensaréis
que no he luchado por alguna de ellas. Pues no es así. En algunas de ellas, las
más fáciles de conseguir, sí que me he empeñado. Por ejemplo, llegué a hablar
con el laico encargado de la vialidad del Vaticano. Le di explicaciones en su
despacho, le hice dibujos.
A estas
alturas Athanasius Kircher es mi santo patrón. Patrón de los que dejamos como
herencia no un libro, sino una catedral de
escritos que parece más un lugar
de paseo con estética de Piranesi. De hecho, a mis más entusiastas lectores les
puedo pedir muchas cosas, pero no que lean la obra integral. No conozco ni a
una sola persona que lo haya hecho, ni siquiera al más enloquecido de mis
admiradores. Y eso que mi obra integral parece hecha a medida para los más
enloquecidos lectores que pueda contar autor alguno. Pero las dimensiones de mi
obra vencen cualquier obsesión por tenaz que sea. He vencido como Rusia a
Napoleón. En mi obra el espacio vence al tiempo. Cualquier lector-napoleónico
será vencido, derrotado y hasta humillado por las dimensiones de las estepas
literarias. “Ja, ja. ¡Solo has leído mis obras
sobre demonología!”.
Este post no
es de soberbia. Me parece que es lo más parecido a una autojustificación de mi
subconsciente.
Con toda
sinceridad, siendo yo bastante cruel crítico de mí mismo, creo que ha valido la
pena. Ha valido la pena sacar de la nada todas esas llanuras y algunas montañas
literarias (Cuando amanezca la ira, Las leyes
del infierno...), aunque la mayor parte de ellas sigan inexploradas,
conocidas por pocos.
Todo el
mundo leyó El Caballo de Troya, o Nada de Laforet o tantos otros... Más veces he
hablado de que sin llegar a una masa crítica, los libros... desaparecen. A
pesar de todo, valió la pena.
Pocos
acompañaron a Tutmosis en su camino hacia las tierras del Delta en mis páginas,
pocos acompañaron a don Argemiro camino hacia Cataluña, pocos contemplaron las
cascadas trinitarias de mis escritos de teología, pocos vieron la coronación
papal de mi Neovaticano, pocos
llegaron al final de mi Libro cuadrado.
Pero siendo
estricto, nada amable, casi cruel, sí, valió la pena. No perseguí un espejismo
al extender esas regiones de palabras. Mi parte la he cumplido. Ahora, ya,
puedo resbalarme en la bañera con tranquilidad.
Otros autores seguro que en su lecho de
muerte se lamentan de no haberse podido despedir. Yo me llevo despidiendo no
menos de un lustro.
P. FORTEA
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