viernes, 9 de agosto de 2019

CUANDO EL LAICO SE ENFADA COMO UN OSO PANDA EN EL DESPACHO DEL PÁRROCO. TAMBIÉN ENTONCES TIENE LA RAZÓN.


Hoy, casualmente, haciendo limpieza de carpetas en mi ordenador, he encontrado algunas citas del libro autobiográfico del doctor Vicente Pozuelo Escudero acerca de paciente que trató en sus últimos años de vida. Ese paciente era Francisco Franco. Su libro nos revela la faceta humana de ese personaje de la Historia del que tanto se habla. Ya sabéis que yo soy neutral. Ante todo, neutralidad. Yo ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor.

Hoy en este post coloco todas las citas de una sola vez, todas las que me quedaban por poner. Desde aquí, son textos del doctor Pozuelo:

Cuando el médico le comunicó que su madre había muerto, Franco le dijo:
-No venga -me dijo.
-Sí, sí. Ella, desgraciadamente, ya no me necesita. Pero yo sé que a usted le gusta que venga todos los días.

Terminé de explorarle y me marché a casa de mi madre para estar con mi familia y arreglar los últimos asuntos. Mi sorpresa se produjo al día siguiente. Cuando me encontré -mi madre vivía en Donoso Cortés, 15- con que la Policía Municipal había despejado la calzada y las aceras. Tenían órdenes de dejar la calle libre para la hora del entierro. Nosotros no habíamos dado ninguna publicidad del fallecimiento, porque ella no quería y porque, además, constituimos una familia sencilla y deseábamos un entierro de la misma condición.

Se dijo una misa a la que asistió Carmen Franco con sus hijas, los ayudantes del Generalísimo y muchos amigos -yo ya los consideraba como tales- que trabajaban en las diferentes dependencias del palacio del Pardo, y, luego, llevamos el cuerpo de mi madre hasta su sepultura. Aunque me imaginaba algo, no sabía a ciencia cierta de quién había partido la idea de ofrecer para el entierro todas aquellas facilidades de tráfico. Hasta el cementerio habían ido los motoristas abriendo paso. Cuando llegué me comunicaron que Franco había dicho:

-Pozuelo es un hombre muy querido. Su madre requiere un entierro ejemplar. Es preciso que no exista complicación alguna y que todo esté perfectamente organizado. Dio, pues, orden personal de que la Policía Municipal de Madrid se ocupara de todo.
Cuando le di las gracias, me contestó:
-Era lo menos que se merecía su madre.

Recuerdo muchas anécdotas que aclaran hasta qué punto Franco tenía admirables detalles de humanidad. y los tenía con todo el mundo, con todas las personas de su entorno, desde luego. En una ocasión, un ordenanza que actuaba como mayordomo en las audiencias, me comentó que había estado tres días sin acudir al palacio porque su madre había muerto. Franco se enteró de ello y le mandó llamar:

«Cuando salí de aquel despacho, tenía los ojos llenos de lágrimas», me dijo.

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Después de un atentado terrorista con bomba, en 1974, en el que murieron muchas personas y hubo más de setenta heridos, Franco quedó muy impresionado y le comentó a su médico:
-Porque están totalmente equivocados. Consideran, y así lo repiten, que estas salvajadas son políticas, y no; son sólo asesinatos. Hablan y hablan de derechos humanos, pero, naturalmente, no se acuerdan de los derechos de las víctimas inocentes que mueren alevosamente. Dígame usted por qué se van a respetar los derechos humanos de los asesinos, de unos seres crueles que han violado los de sus víctimas. A estos desintegradores de la sociedad hay que tratarlos con la máxima energía. O se acaba con ellos, o ellos acaban con nosotros.
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Respecto a las prácticas de vocalización que hacían:
Para mí era admirable la humildad del Generalísimo. El rigor y la disciplina con que se sometía a mis sugerencias. Admitía siempre todas las correcciones que le hacía. Casi nunca quedaba satisfecho de sí mismo.
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Cuando en 1974, después del alta, recibió al equipo de médicos que le habían atendido, cuenta esta anécdota:

Fuimos recibidos en el despacho oficial por el Generalísimo, que expresó su gratitud por la cariñosa y eficaz asistencia que había recibido de todo el grupo. Pidió la cuenta y dijo que estaba seguro de que se hubiera arruinado de haber tenido que pagar, en todo lo que valían, las atenciones que nuestro grupo le había dispensado, con arreglo a la categoría profesional de cada uno.
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Al día siguiente de la concesión de estas condecoraciones tuve ocasión de darle personalmente las gracias y me atreví a preguntarle por qué la Gran Cruz del Mérito
Militar y no otra. Me contestó:
-Su padre era militar. Es, por tanto, un tributo al hombre que usted dice que ha querido más. Que su padre vea, desde su eterno descanso, que su hijo ha recibido la máxima condecoración que el Ejército concede a un español.

Salí abrumado, pensando lo que hubiera disfrutado mi padre con esa muestra de
cariño y respeto hacia su memoria, del hombre que él más había admirado en su vida.
Desde El Pardo fui al cementerio, a la tumba de mi padre.
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Después de la jornada del día anterior, que fue muy dura, consideré que Su Excelencia se había expresado muy bien, aunque se le notaba con menos tono.

Al terminar tuve una conversación con él.
-Considero -le dije- que las energías de Su Excelencia no se pueden malgastar. Hay que administrar más sus fuerzas y dedicarse a lo trascendente y sólo a eso. Excelencia, no es lo malo morirse; lo malo es convertirse en un medio hombre, para no poder seguir su obra y sentirse compadecido. El me miró y dijo:
-Eso no ocurrirá en mi caso.
-¿Por qué?
-Creo en Dios y pienso que cuando Él considere que mi obra ha terminado, me llevará y le he pedido muchas veces que si es posible sea con cierta rapidez.
Entonces yo le respondí:
-Coincidimos en eso. A mí, desde la guerra, me queda una oración.
-¿Usted qué pide a Dios?
-Que cuando considere que mi obra esté terminada me llame; no quiero que nadie sufra por mí. No me importa que sea joven. Pido, asimismo, ser mejor cada día, porque considero mis imperfecciones. Y que me dé fuerzas para poder servir a los demás en mi obra.
-Yo -respondió Su Excelencia- lo hago todo en una sola oración: «Señor, dame fuerzas para cumplir mi obra. No tengo prisa y no quiero pausas.»

Aquello me impresionó extraordinariamente, porque me di cuenta de que pensaba en la proximidad de la muerte y tenía prisa en realizar las cosas más necesarias. Por eso me atreví a indicarle:
-Para hacer esa obra lo mejor es administrar sus fuerzas, sin desaprovecharlas.
Me contestó:
-Yo no estoy cansado y el servicio es el servicio.
Como contestación sin palabras, el día 8 de enero recibió quince audiencias.
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Fue una Semana Santa para mí inolvidable. Pudimos, durante aquellos días de reposo espiritual, entablar una serie de conversaciones que me descubrieron, en muchas ocasiones, un Franco inédito e íntimo; un Franco que tenía perfecta conciencia de la misión histórica que le había tocado desempeñar. A este respecto, una vez me afirmó:
«Lo que estoy haciendo no tiene mérito alguno, porque cumplo con una misión providencial y es Dios el que me ayuda. Me concentro, pienso y medito en la capilla, o sin estar en ella. Medito ante Dios y, generalmente, los problemas me salen resueltos.»
Estas cosas me las decía Franco sin darles importancia, pero con énfasis preciso para que me diera cuenta de que no eran pensamientos improvisados.

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-Excelencia, ¿qué le resta en su vida por hacer?, ¿le apetecería cumplir algo que todavía no haya podido realizar? ¿Se ha quedado con ganas de llevar a cabo alguna idea propia?
Me respondió sonriente y rápido:
-Sí, desde luego. Desde hace diez años mi ilusión, que no sé si podré cumplir, es ingresar en una Cartuja, quedarme en una celda y permanecer solo; a las órdenes de un superior que me dicte el trabajo que debo efectuar; con un trozo de tierra pequeño para cultivar; con una biblioteca para leer y una simple mesa para escribir. Sin ver a nadie, rezando ante Dios y realizando un trabajo manual que me permita olvidarme de muchas cosas, de casi todo.

Me emocioné mucho. Ésta es la primera vez que recojo y que, desde luego, comento esta conversación, esta gran confidencia. Pero debo decir que tales palabras no sólo las oí de boca de Su Excelencia. Doña Carmen, su esposa, se las escuchó en cuatro o cinco ocasiones.

Muchas veces hemos vuelto a hablar de esto. Doña Carmen me asegura que la idea de hacerse cartujo no fue esporádica en el Caudillo. En sus últimos diez años era un pensamiento fijo, pensamiento que nunca pudo ver realizado.
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-Me encanta contemplar las tormentas -responde-, para admirar su grandeza. Quien teme a las tormentas es porque no las entiende. Siempre he creído que son una manifestación maravillosa de la majestad y de la grandeza de Dios.

P. FORTEA

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