jueves, 22 de agosto de 2019

DEJEMOS DE HABLAR DE POLÍTICA


Así, pues, dejemos de (solo) hablar de política para pasar a hacer política: cada uno desde su campo de acción: en el trabajo, en el vecindario, en las asociaciones, en el poder…
Aquí en InfoCatólica y en otros medios católicos muchas veces se «cuelan» artículos de opinión y noticias de asuntos eminentemente políticos. ¿Por qué? ¿No deberíamos los católicos dedicarnos exclusivamente a cuestiones del alma, a procurar la virtud y a informar de las obras de misericordia que se realizan en las periferias africanas y amazónicas? ¿Es que anhelamos un tiempo en que la Iglesia tenía poder sobre los gobernantes, y no podemos evitar inmiscuirnos donde ya no nos corresponde aparecer?
El asunto es que, incluso el cristiano menos interesado en temas de relación Iglesia-Estado o los derechos de Dios, la naturaleza humana, comunidades intermedias, libertad religiosa y un sinfín de cuestiones elementales en la concepción católica de la política; incluso él, si ha escuchado alguna vez eso de «henchid la tierra y sometedla», entenderá que el trabajo por la virtud de su alma no puede no ser social. Estamos llamados, todos, más o menos interesados en política, a colaborar con Dios en la construcción de un mundo santo, esto es: en procurar no solo nuestra virtud personal sino amar al prójimo y procurar en él lo mismo que para nosotros: el bien, el sumo Bien, que es Dios.
De este modo, es un deber cristiano ocuparse del medio más elevado y amplio para la promoción de la virtud de los que le rodean. Y esto no es otra cosa que la política, que por ello mismo el Papa Pío XI llamaba «el campo de la más alta caridad, del que se puede decir que ningún otro le es superior, salvo el de la religión.» No es que los católicos de vez en cuando nos pasemos a hablar de política. ¡Es que tenemos el imperativo de trabajar en ella por amor al prójimo!
De nuevo, ¿por qué? Porque la política, por medio de la ley, sí o sí, mueve al ciudadano a la virtud o al vicio. De nuevo citemos a Juan Fernando Segovia en un texto ya hemos comentado aquí y aquí, por su magnífica exposición del asunto:
«El gobernante ha de procurar la justicia por medio de las leyes y preceptos, las penas y los premios, que deben perseguir el propósito de apartar de la maldad a los ciudadanos y moverlos a la virtud. Dicho en otros términos: las leyes humanas han de promover la justicia y, por el ejemplo de esta, mover prudentemente a los hombres a la vida virtuosa. La justicia política es causa ejemplar de la vida virtuosa, pues procura y premia la vida buena y castiga y corrige el vicio y la maldad.»
El propósito de las leyes es, pues, la justicia, y esta procura la virtud de los ciudadanos porque las leyes, siendo justas, son ejemplo para el ciudadano, que se acerca a la virtud por impulso de la ley justa. Por poner un ejemplo, aunque sea muy básico y banal, si un ciudadano tiene la mala costumbre de dejar caer su basura en la acera de la calle, una ley que prohíba y sancione esto podrá mover al ciudadano a, llegado un día, echar la basura a la papelera, incluso si no piensa en esa ley. Y en un contexto desgraciadamente real y actual, si no se condena la usura, por ejemplo, se educa al ciudadano en que mentir es lícito si con eso sacas provecho para tu bolsillo. O si se castiga con mayor severidad un accidente de tránsito que un aborto, esto es, un asesinato culposo involuntario de otro voluntario, ¿a qué virtud se puede estar estimulando al ciudadano? Ya no prefiero hablar de si no se castiga sino que hasta se premia con subsidios… Ahí son la injusticia y el vicio los que resultan causa ejemplar.
Por otro lado, es cierto que la política no es el único campo de acción para la moción del prójimo hacia la virtud, y que el papel educador de la familia es el más incisivo y profundo. Pero no por ello debemos descartar la política y, más bien, debemos dedicarnos a ella pues es el de mayor campo de acción, desde el que se puede lograr mayor bien o mayor mal. No hay que poner ejemplos ficticios para ver cómo una política nefasta, como el comunismo, pudo deconstruir las familias y formatear el pensamiento de toda una sociedad antes cristiana.
Finalmente, valga aclarar que la ley como letra muerta no mueve a nadie a nada. El mejor sistema político será ineficaz si, quien concreta esa ley, es decir, el gobernante, no es ejemplo vivo de la virtud que la ley positiva promueve. Si los legisladores, los gobernantes y las fuerzas del orden que deberían velar por el cumplimiento de la ley dicen justicia y practican injusticia, proclaman santidad y se regodean en el pecado… en definitiva, si realizan a vista y paciencia de todos lo opuesto a lo que legislan y deberían guardar, ¿qué fuerza ejemplar puede tener esa ley? Es, literalmente, como ver a un policía decirles a unos niños traviesos que no boten basura al piso mientras se termina un sandwich, se limpia con la servilleta, la hace una bola y la tira por encima de su hombro sin sentir la menor vergüenza, y esperar que los niños vayan a cambiar su actuar.
Por eso no solo le es lícito a un católico hablar de política, sino que le es necesario interesarse por promover desde el campo de mayor acción la virtud de su prójimo: sea desde conocer a quién votar y a quién no, hasta considerar el sacrificio de procurar el poder para gobernar de acuerdo a Dios y a su ley, moviendo ejemplarmente a sus prójimos a la virtud, a la verdad y a la santidad. Y no solo le es lícito a un católico procurar santificar las legislaciones y las potestades de una sociedad, sino que le es necesario y un deber ser la causa intermedia que mantenga viva la ley, a imagen de Dios, que no crea el mundo y lo deja ser como un relojero sino que lo mantiene siendo en permanente cuidado y atención, gracias a su eterna Providencia.
Así, pues, dejemos de (solo) hablar de política para pasar a hacer política: cada uno desde su campo de acción: en el trabajo, en el vecindario, en las asociaciones, en el poder… Donde hayamos perdido batallas, peleemos por reconquistar ese terreno para Dios, y donde ganemos o donde estemos siendo atacados pero no nos hayan vencido aun, seamos, por la Gracia divina, los mejores soldados para fortificar y acrecentar las murallas de la ciudad católica, y para mantener viva la fuerza ejemplar de esa ley. No hay reino santo sin un rey santo: sirvan para demostrarlo San Fernando, conquistador de Sevilla, e Isabel la Católica, evangelizadora de América; y sean ellos modelo de nuestro amar a Dios por encima de todas las cosas.
¡Viva Cristo Rey!
Javier Gutiérrez Fernández-Cuervo

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