martes, 20 de agosto de 2019

(378) DEL BIEN COMÚN CONFUNDIDO, Y LA DESAVENENCIA ENTRE INDIVIDUO Y PERSONA


El fin último del ser humano es Dios. Pero Dios no como bien meramente particular, sino sobre todo como bien común. Bien común, incluso, ¡de todo el universo! Sólo bajo esta perspectiva, la del bien común, entendemos mejor el sentido del castigo divino, de la distribución irregular de gracias, de la permisión del mal para la obtención del bien (no extrayéndolo del mal, ojo, sino con ocasión de éste).
El bien particular no tiene supremacía sobre el bien común. Y es que la distinción maritainiana, en un mismo sujeto, de individualidad y personalidad, ha deformado el concepto de bien común y, con ello, de la providencia divina. En consecuencia, y por desgracia, la espiritualidad cristiana se ha vuelto menos providencialista y más voluntarista.
La individualidad, a ojos del personalismo — lo comprobamos en Maritain, Guardini o Ratzinger, por ej.— es lo que el hombre tiene en común con el animal, con la especie, con lo biológico, con las sustancias, con el mundo físico. Según Teilhard de Chardin, está en evolución. Por eso las antiguas “disciplinas", como el derecho natural, que leen lo justo en el orden de las sustancias, dejan de tener validez para el mundo evolucionado de hoy; se precisa un sistema conceptual nuevo, moderno, fenomenológico; el de los derechos humanos. (Recuérdese que fue ésta la tesis mantenida por Ratzinger en su debate con Habermas, para justificar su no elección del recurso al derecho natural en aquella leve disputa”).
La personalidad, sin embargo, a ojos del personalismo, es otra cosa bien distinta, que nada tiene que ver con la individualidad. Es la dimensión espiritual del hombre, que le distingue de los animales. Romano Guardini, por ejemplo, basa su estudio sobre ética en dejar bien clara esta distinción: ¡cuánto se diferencia la persona de los animales! Los animales ni siquiera existen, dice en otra parte, siguiendo, cómo no, a Heidegger. 
La personalidad, en la idiosincrasia personalista, no forma parte del orden consista de las sustancias ni del mecanismo de lo objetivo. (La distinción sujeto/objeto está más que superada. Todo es misteriosísimo. ¡No seamos objetivistas!) Es algo totalmente diferente. Y es que, para esta mentalidad, estando el concepto de sustancia tan pasado de moda debido al evolucionismo; estando el concepto de sustancia tan anclado en la cosmovisión escolástica, y siendo un concepto tan cosista, mejor es no utilizarlo ni siquiera para hablar de la transusbtanciación, preferible es relacionar ésta con la Encarnación; ni del concepto de persona, como hace Mounier, (que sin embargo, aun estando contra el concepto de sustancia, no es anti-sustancialista, como se explica en los manuales de personalismo; es que, simplemente, no le gusta utilizarlo, porque es cosista, y Dios nos libre de la (como diría Guardini) dictadura de pensamiento cosista.

Es que, para la mentalidad personalista, ¡hasta el concepto de alma es cosista! Mejor hablar de dimensión espiritual, esa a la que el hombre se autodetermina para llegar a ser lo que quiera en el campo espiritual. Eso sí, dentro de unos límites normativos y administrativos. O no, depende, porque el mundo atómico, si seguimos a Chardin, está en proceso evolutivo de espiritualización, de personalización, de cristificación. Quién sabe si lo que hoy es una situación irregular, con el debido discernimiento, puede llegar a no serlo. Todo es cuestión de tiempo.
El caso es que el rollo éste de la distinción de individuo y persona confundió hasta el mismísimo Garrigou-Lagrange. Suerte que andaba el P.Meinvielle estudiándolo, y pudo convencer al famoso tomista de que se equivocaba.

La desavenencia introducida entre la individualidad y la personalidad nos remite a Kant y a su Crítica de la razón práctica. Y es que, como sabemos, la idiosincrasia personalista es kantiana hasta la médula, hasta cuando pretende ser antikantiana.Y hegeliana, aunque combata, aparentemente, a Hegel. Una vez sumergidos en el Maelstrom del pensamiento moderno, las diferencias se desvanecen y, o se es moderno, o se es tradicional.
Sigamos. En la cosmovisión comunitaria y personalista, el sujeto humano, que es naturaleza, sustancia, cosa, es opuesto al sujeto humano que es espiritualidad, libertad y autodeterminación axiológica. Dos almas viven en su pecho. No es descabellado, por eso, calificar de verdaderamente  fáustica, (como diría Spengler), es decir, verdaderamente moderna, esta distinción, que tanta angustia produciría en Kierkegaard, y que tan decisiva ha sido para la configuración del nuevo orden mundial.

La mentalidad personalista, siguiendo las huellas del comunitarismo de Maritain/Mounier, no quiere una sociedad caótica y desordenada, sino de chicos buenos; por eso no duda en someter al individuo al Estado, y abrumarlo con normas. Pero, ojo, que no se pase el Estado. Para prevenir el totalitarismo, quede claro que en cuanto persona el hombre no está sujeto a nada, es dueño y señor de su vida, se puede incluso autodeterminar sin que el Estado tenga que decir ni , todo lo contrario, debe incluso garantizar jurídicamente, y por qué no, económicamente, sus proyectos personales de autodeterminación espiritual, y para ello conviene defender la libertad religiosa.
Lo resumía el gran Leopoldo Eulogio Palacios en su ya clásico estudio sobre la primacía del bien común. Para Maritain, «el hombre como individuo se somete al Estado, y así evita los excesos del anarquismo; pero a su vez el Estado se rinde y sujeta al hombre como persona, y elude las enormidades del totalitarismo.»
Y sintetiza Palacios, de forma muy ilustrativa, la errónea conclusión comunitaria y personalista del bien comun: «el individuo, para el bien común; el bien común, para la persona». La contradicción de la tesis salta a la vista, porque si el bien común está subordinado al de cada persona única e irrepetible, que diría Rahner, entonces ni es un bien común ni tiene la primacía.

La primacía, en esta cosmovisión falsamente comunitaria, y ocultamente individualista, la tiene la persona particular. No hace falta ser un lince para darse cuenta de que estamos moviéndonos en las aguas territoriales del Leviatán, es decir, del liberalismo. No el liberalismo malvado, de primer o de segundo grado, no; contra ese se oponen Maritain y Mounier y compañía, faltaba más. Sino el liberalismo de tercer grado, diría León XIII, ese que es, en definitiva, el liberalismo de la persona particular absolutizada, la ideología que proclama la primacía del bien particular sobre el bien común.
¿Cuál será, entonces, el concepto de bien común que se desprende de esta perspectiva? Pues la de considerar el bien común como una suma de bienes privados y personales, de medios y recursos para todos los particulares, de humanismo integral y promoción de bienes materiales globales al servicio de cada ente privado. La consecuencia de esta mentalidad es que el bien común es considerado un valor o principio más entre otros valores o principios reclamados y contrarreclamados (diría Turgot) al Estado a título particular.
Pero esta no es la visión católica tradicional del bien común. De la cual, si Dios, quiere, trataremos en otro capítulo.

David Glez. Alonso Gracián

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