El
fin último del ser humano es Dios. Pero Dios no como bien meramente particular, sino sobre todo como bien
común. Bien común, incluso, ¡de todo el
universo! Sólo bajo esta perspectiva, la del bien común, entendemos
mejor el sentido del castigo divino, de la distribución irregular de gracias,
de la permisión del mal para la obtención del bien (no extrayéndolo del mal,
ojo, sino con ocasión de éste).
El bien particular no tiene
supremacía sobre el bien común. Y es que la distinción maritainiana, en un
mismo sujeto, de individualidad y personalidad,
ha deformado el concepto de bien común y, con ello, de la providencia divina.
En consecuencia, y por desgracia, la espiritualidad cristiana se ha
vuelto menos providencialista y más
voluntarista.
La
individualidad, a ojos del personalismo — lo comprobamos en Maritain, Guardini o Ratzinger, por ej.— es lo que
el hombre tiene en común con el animal, con la especie, con lo biológico, con
las sustancias, con el mundo
físico. Según Teilhard de Chardin, está en evolución. Por eso las antiguas “disciplinas", como el derecho natural, que
leen lo justo en el orden de las sustancias, dejan de tener validez para el
mundo evolucionado de hoy; se precisa
un sistema conceptual nuevo, moderno, fenomenológico; el de los derechos
humanos. (Recuérdese que fue ésta la tesis mantenida por Ratzinger en su debate
con Habermas, para justificar su no elección del recurso al derecho natural en
aquella leve “disputa”).
La personalidad, sin embargo,
a ojos del personalismo, es otra cosa bien distinta, que nada tiene que ver con
la individualidad. Es la dimensión espiritual del hombre, que le distingue de
los animales. Romano Guardini, por ejemplo, basa su estudio sobre ética en
dejar bien clara esta distinción: ¡cuánto se
diferencia la persona de los animales! Los animales ni siquiera existen,
dice en otra parte, siguiendo, cómo no, a Heidegger.
La
personalidad, en la idiosincrasia personalista, no forma parte del orden consista
de las sustancias ni del mecanismo de lo objetivo. (La distinción sujeto/objeto
está más que superada. Todo es misteriosísimo. ¡No
seamos objetivistas!) Es algo totalmente diferente. Y es que, para esta
mentalidad, estando el concepto de sustancia tan pasado de moda debido al
evolucionismo; estando el concepto de sustancia tan anclado en la cosmovisión
escolástica, y siendo un concepto tan cosista, mejor es no utilizarlo ni siquiera para hablar
de la transusbtanciación, preferible es relacionar ésta con la Encarnación; ni
del concepto de persona, como hace Mounier, (que sin embargo, aun estando
contra el concepto de sustancia, no es anti-sustancialista, como se explica en
los manuales de personalismo; es que, simplemente, no le gusta utilizarlo,
porque es cosista, y Dios nos libre de la (como diría Guardini) dictadura de pensamiento cosista.
Es que, para la mentalidad
personalista, ¡hasta el concepto de alma es
cosista! Mejor hablar de dimensión espiritual, esa a la que el hombre se
autodetermina para llegar a ser lo que quiera en el campo espiritual. Eso sí,
dentro de unos límites normativos y administrativos. O no, depende, porque el
mundo atómico, si seguimos a Chardin, está en proceso evolutivo de
espiritualización, de personalización, de cristificación. Quién sabe si lo que
hoy es una situación irregular, con el debido discernimiento, puede llegar a no
serlo. Todo es cuestión de tiempo.
El caso es que el rollo éste
de la distinción de individuo y persona confundió hasta el mismísimo
Garrigou-Lagrange. Suerte que andaba el P.Meinvielle estudiándolo, y pudo
convencer al famoso tomista de que se equivocaba.
La
desavenencia introducida entre la individualidad y la personalidad nos remite a
Kant y
a su Crítica de la razón práctica. Y es que,
como sabemos, la idiosincrasia personalista es kantiana hasta la médula, hasta
cuando pretende ser antikantiana.Y hegeliana, aunque combata, aparentemente, a
Hegel. Una vez sumergidos en el Maelstrom del pensamiento moderno, las
diferencias se desvanecen y, o se es moderno, o se es tradicional.
Sigamos. En la cosmovisión
comunitaria y personalista, el sujeto humano, que es naturaleza, sustancia,
cosa, es opuesto al sujeto humano que es espiritualidad, libertad y
autodeterminación axiológica. Dos almas viven en su pecho. No es descabellado,
por eso, calificar de verdaderamente fáustica,
(como diría Spengler), es decir, verdaderamente moderna,
esta distinción, que tanta angustia produciría en Kierkegaard, y que tan
decisiva ha sido para la configuración del nuevo orden mundial.
La
mentalidad personalista, siguiendo las huellas del comunitarismo de Maritain/Mounier, no quiere
una sociedad caótica y desordenada, sino de chicos buenos; por eso no duda en
someter al individuo al Estado, y abrumarlo con normas. Pero, ojo, que no se pase el Estado. Para
prevenir el totalitarismo, quede claro que en cuanto persona el hombre no está
sujeto a nada, es dueño y señor de su vida, se puede incluso autodeterminar sin
que el Estado tenga que decir ni mú, todo lo contrario, debe incluso garantizar
jurídicamente, y por qué no, económicamente, sus proyectos personales de
autodeterminación espiritual, y para ello conviene defender la libertad religiosa.
Lo resumía el gran Leopoldo
Eulogio Palacios en su ya clásico estudio sobre la primacía
del bien común. Para Maritain, «el
hombre como individuo se somete al Estado, y así evita los excesos del
anarquismo; pero a su vez el Estado se rinde y sujeta al hombre como persona, y
elude las enormidades del totalitarismo.»
Y sintetiza Palacios, de forma
muy ilustrativa, la errónea conclusión comunitaria y personalista del bien
comun: «el individuo, para el bien común; el
bien común, para la persona». La contradicción de la tesis salta a
la vista, porque si el bien común está subordinado al de cada persona única e irrepetible, que diría Rahner, entonces
ni es un bien común ni tiene la primacía.
La
primacía, en esta cosmovisión falsamente comunitaria, y ocultamente
individualista, la tiene la persona particular. No hace falta ser un lince
para darse cuenta de que estamos moviéndonos en las aguas territoriales del
Leviatán, es decir, del liberalismo. No el liberalismo malvado, de primer o de
segundo grado, no; contra ese se oponen Maritain y Mounier y compañía, faltaba
más. Sino el liberalismo de tercer grado, diría León XIII, ese que es,
en definitiva, el liberalismo de la persona particular absolutizada, la
ideología que proclama la primacía del bien
particular sobre el bien común.
¿Cuál será,
entonces, el concepto de bien común que se desprende de esta perspectiva? Pues la de considerar el bien
común como una suma de bienes privados y
personales, de medios y recursos para todos los particulares, de
humanismo integral y promoción de bienes materiales globales al servicio de cada ente privado. La consecuencia de
esta mentalidad es que el bien común es considerado un valor o principio más
entre otros valores o principios reclamados y contrarreclamados (diría Turgot)
al Estado a título particular.
Pero esta no es la visión
católica tradicional del bien común. De la cual, si Dios, quiere, trataremos en
otro capítulo.
David Glez.
Alonso Gracián
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