Desde
el momento en que el nuevo rito de la misa fue introducido en 1969, se han
seguido batallas sobre liturgia.
Pero algo
ha cambiado: hemos alcanzado un momento crítico en
la historia de la Iglesia, a saber, el muy extendido reconocimiento de que
simplemente el hecho de que un papa diga o haga una cosa, no significa
necesariamente que ello sea en el mejor interés de la Iglesia o de los fieles. Es
por lo tanto un tiempo oportuno para que volvamos a considerar si los cambios
de la misa, a los que se forzó a la Iglesia en 1969, fueron en efecto buenos
simplemente porque el Papa nos los dio.
Los confusos términos de forma “ordinaria” y
“extraordinaria” -que proceden del motu proprio Summorun
Pontificum de Benedicto XVI en 2007- dan una
cobertura eufemística a una disonancia litúrgica sin precedentes dentro del
Rito Romano: dos liturgias, una sagrada y
confirmada por el tiempo como el fruto de un desarrollo orgánico; otra creada
por un comité con un claro propósito retórico en desacuerdo con el
entendimiento de lo que es la liturgia de la Iglesia a lo largo de dos mil
años.
Soy
consciente de que muchos lectores en este punto continúan, sea por elección
propia o porque no les queda otra opción, asistiendo al llamado “Novus Ordo” o “forma
ordinaria” de la misa. Leen nuestros artículos y comparten nuestras
inquietudes sobre el estado de la Iglesia en muchos respectos; pero, para
algunos, nuestra preocupación por el aspecto de la liturgia existe como bloque
que se tambalea. Y pido a esos lectores en particular que se queden conmigo, si
lo desean, para que pueda explicarles mejor porqué gastamos tantos de nuestros
esfuerzos en este campo de batalla.
En días
recientes me he encontrado en un número de conversaciones sobre varios temas.
Cosa rara, parece que el punto de vista católico “tradicionalista”
sobre la importancia de la liturgia a menudo termina por ser parte del
debate. Por ejemplo, como parte de una discusión más amplia sobre la corrupción
en la Iglesia institucional, un hombre me dijo: “Te
pareces mucho a un querido sacerdote amigo al que le encanta la Misa Latina
Tradicional y cree que su vuelta resolverá los problemas humanos de la Iglesia.
Su amargura tiene el peligro de aplastar su fe. La tuya está en peligro por la
misma razón.”
No
estábamos hablando de la liturgia, así que ¿por qué
tantos temas de forma ineludible se hacen camino hasta ella?
Sin duda han oído el parecer a que se refería mi interlocutor: “Salvada la liturgia, salvado el mundo”. Esta es,
claro está, una excesiva simplificación, pero no burda. Sería un error crítico
infravalorar el significado de la liturgia en nuestras vidas. Como escribí en
mi ensayo “Por qué la liturgia
es de verdad la clave de todo”, “Un adecuando
entendimiento de la liturgia nos da base para un correcto conocimiento de
nuestro lugar en el Universo. La liturgia que pone el énfasis en el Sacrificio
de Nuestro Señor y nos coloca, mental y espiritualmente, ante la Cruz en el
Calvario nos humilla y nos vuelve receptivos a nuestra absoluta dependencia de
Dios para todo lo bueno, especialmente nuestra salvación. La liturgia en la que
el sacerdote y los fieles están orientados del mismo modo hacia el Cielo, y en
la que las cosas sagradas están veladas, cubiertas y reverenciadas en un modo
apropiado, nos enseña quienes somos -y las obligaciones que tenemos- en
relación con Aquel del que proceden todas las cosas buenas y en Quien debemos
confiar cuando no tenemos otra opción que caminar basados en la fe antes que en
la vista. La liturgia debería hacernos sentir pequeños, como al entrar en los
grandes edificios de la Cristiandad”.
A
la inversa: “El ataque a la
liturgia, del que hemos sido testigos durante el medio siglo pasado, se puede
entender como nada menos que un intento diabólico de golpear en el corazón de
nuestra más importante e íntima conexión con nuestro Creador. Y también para
confundirnos y desorientarnos mediante esta pérdida de la perspectiva. Hemos
sido dados a la idolatría, la idolatría de uno mismo, del modo que vemos el
mundo sólo a través de la lente de nuestros propios deseos. El Sacrificio de
Cristo ha sido sustituido por comida y camaradería; su altar de oblación por
una mesa; su sacerdocio, adulterado por las personas que se cuelan en los
dominios del sacerdote pero no poseen la facultad de actuar in persona Christi; la universal orientación de sacerdote y
pueblo hacia Dios vuelta hacia adentro, de modo que estamos todos, en esencia,
hablando con nosotros mismos; y casi cada acto de reverencia por lo sagrado ha
sido hurtado.
Cristo sigue presente en esta liturgia reinventada, banalizada,
antropocéntrica, pero se le ignora, se le olvida, se abusa de él, se le
eclipsa. Como Caín, ya no ofrecemos a Dios lo mejor de nosotros, sino que nos
lo quedamos. Cualquiera que intente ofrecer a Dios lo que merece, como Abel, se
encuentra con envidia, desprecio e incluso violencia.
[…]
Los arquitectos de la “nueva y
mejorada” liturgia sabían exactamente lo que estaban haciendo.
Y han tenido éxito. Con un solo golpe, han llevado el edificio litúrgico entero
de la Iglesia a unos cimientos de arena. Y ahora que este edificio se tambalea
hasta el suelo, y la fe con él, arremeten diciendo que las otras verdades de
nuestra fe no son más que “ideales”, demasiado difíciles para vivirlos; que, ya
que las cosas han errado tan lejos, debemos encontrar maneras de aceptar y
trabajar con las situaciones “como son”. Destruyendo nuestro concepto de nuestra
relación con Dios a través del acto de oración central de la Iglesia, han
minado además todo el resto. Ahora, medio siglo después de la demolición, están
desmantelando lo que queda de la fe casi sin oposición.”
LA MISA: NO SE TRATA DE NOSOTROS
El humanismo
es incuestionablemente una de las características definitorias de la Iglesia
postconciliar. Y prioriza absolutamente los intereses del hombre sobre los de
Dios: exactamente de lo que Nuestro Señor acusó a
san Pedro cuando le dijo: “¡Aparta de mí, Satanás!” (Mt., 16, 23).
Por
ejemplo, ¿cómo se sentiría Ud. sobre esta opinión
si la oyera desde el púlpito? “Según la más unánime opinión tanto de creyentes
como de no creyentes, todas las cosas de la tierra deberían estar relacionadas
con el hombre como su centro y cumbre”.
¿Y si no fuera desde el púlpito? ¿Y si fuera desde
la Constitución
Pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno, Gaudium et Spes, párrafo 12, del Concilio Vaticano II?
¿Hay algo que le choque de esa afirmación como
raro? Si es así, no está usted solo. Cristo es el centro de todas las cosas,
incluso en la Tierra. No el hombre. Esta inversión el concepto filosófico ayuda
a explicar tantos de los problemas que vemos en la Iglesia hoy. Esta opinión,
expresada una y otra vez de palabra y de obra, con el paso de los años
solamente se ha hecho más fuerte. Estamos en el punto ahora mismo en el que un
documento papal –Evangelii Gaudium 161- dice que
el amor al prójimo es el primero y más grande de los mandamientos, cuando las
escrituras dejan absolutamente claro que es el amor a Dios el que es el primero
y más grande.
Estamos involucionando. Hemos empezado, lo queramos o no, a adorarnos
a nosotros mismos.
Claro, que se nos avisó de que esto ocurriría. La Instrucción Permanente
de la Alta Vendita -un grupo italiano asociado de cerca a la masonería en el
siglo XIX- dejó claras
sus intenciones en 1859, cuando hablaron de sus
objetivos de infiltrarse en la Iglesia Católica: “En
unos pocos años el clero joven habrá invadido, por la fuerza de los hechos,
todas las funciones. Gobernarán, administrarán y juzgarán. Formarán el Consejo
de los Soberanos. Serán llamados para elegir al pontífice que ha de reinar:
y ese pontífice, como la mayor parte de
sus contemporáneos, estará necesariamente imbuido de… principios humanitarios
que están a punto de ponerse en circulación… Que el clero marche bajo
vuestra bandera en la creencia siempre de que marchan bajo la bandera de las
Llaves Apostólicas. ¿Queréis ser la causa de que el último vestigio de tiranía
y opresión desparezca? Echad vuestras redes como Simón Barjona. Echadlas en lo
profundo de las sacristías, seminarios y conventos, antes que en lo profundo
del mar… Os introduciréis como amigos alrededor de la Sede Apostólica. Habréis
pescado una Revolución en la Tiara y la Muceta, que marchará con Cruz y
estandarte, una Revolución que necesita solamente que se la espolee un poco
para prender fuego a los cuatro extremos del mundo”. [el subrayado es nuestro]
El Novus Ordo, por
designio, desnuda la liturgia del etos del
sacrificio y vuelve la atención hacia dentro, hacia el hombre. Hacia la
comunidad y el compartir la comida. Hacia convertir un altar de sacrificio en
una mesa para cenar. Hacia el aplacamiento de las diferencias teológicas entre
las religiones. Hacia la inclusión y otras preocupaciones humanas. En su forma
más pura -a la que se refieren los que dicen que puede “celebrarse
bien”- puede derramar algunos de los accidentes más problemáticos que
vemos con más frecuencia: versus populum,
completamente vernácula, laicidad en el santuario, música contemporánea banal
en lugar de la sagrada, comunión en la mano, comunión de pie, y así. No
obstante, incluso ofrecida casi toda en latín, ad
orientem, retiene los cambios hechos a las oraciones esenciales de
la misa, se desnuda de las rúbricas y gestos que promovían esa gran reverencia
sacramental, quita las súplicas del sacerdote (oraciones al pie del altar) y
del pueblo (los múltiples confiteor), diluye
el ofertorio y hace uso de oraciones no católicas entretejidas todo a lo largo
de la misa. Esencialmente -como dijo su arquitecto Annibale Bugnini que debía ser- elimina los
bloques vacilantes para que los no católicos encuentren la liturgia accesible.
Lo que significa que la distintiva identidad católica de la liturgia católica
ha sido extirpada quirúrgicamente. (Para los interesados en comparar las
oraciones de las dos formas, véanlas en este texto a dos columnas).
Digo esto no para ofender, sino porque creo que es inequívocamente
cierto: la llamada “forma ordinaria” es una
liturgia inferior no solo a la que buscaba reemplazar, sino a los demás ritos
de la Iglesia. Vayan a una parroquia bizantina, o ucraniana, o melquita, o
caldea y encontrarán liturgias que recuerdan una a otra, y a la antigua misa
romana. No encontrarán nada que les recuerde el Novus Ordo, pero encontrarán muchas reminiscencias de
muchas iglesias luteranas, algunas de las cuales usan variaciones del mismo
texto litúrgico.
No hay un modo fácil de decirlo: la misa nueva es un artificio; es un
constructo moderno creado de tela basta, no el fruto de un desarrollo teológico
orgánico a lo largo de los siglos. Es famoso que Ratzinger la caracterizó como
“una fabricación, un producto banal del momento”.
Pero incluso el papa Pablo VI, que fue el responsable directo de promulgarla,
implícitamente reconoció su naturaleza invasiva y contraintuitiva en su audiencia
general del 29 de noviembre de 1969: “Este cambio afectará a las ceremonias de la misa. Nos
daremos cuenta, quizá con una sensación de molestia, de que las ceremonias del
altar ya no se llevan a cabo con las mismas palabras y gestos a los que
estábamos acostumbrados, quizá tan acostumbrados que ya no nos damos cuenta de
ellos. Este cambio también toca a los fieles. Pretende interesar a cada uno de
los presentes, sacarlos de sus acostumbradas devociones personales o de su
torpor habitual.
Debemos prepararnos pare este inconveniente, que tiene muchas facetas.
Es la clase de trastorno causado por toda novedad que irrumpe en nuestros
hábitos. Notaremos que las personas piadosas son las más molestas, porque
tienen su propio y respetable modo de escuchar la misa, y se sentirán agitadas
fuera de sus pensamientos habituales y obligadas a seguir los de otros. Incluso
los sacerdotes pueden sentir algún enojo a este respecto.”
La verdad
es que muchos de los fieles no han cesado nunca de estar enojados, y los fieles
jóvenes que descubren la liturgia perenne de la Iglesia descubren este mismo
enojo como nuevo. De lo que se sacó a los fieles no fue de un “torpor”, sino de una auténtica devoción.
Reverencia. Súplica. Les dieron una piedra en vez de pan, un címbalo que
resuena, un símbolo estruendoso, no un signo de amor y expresión de la
verdadera adoración y devoción al Dios que nos amó tanto que ofreció todas las cosas
hasta Su muerte en la cruz para la expiación de nuestros pecados; un sacrificio
hecho presente en cada altar católico, pero no tratado con los mismos asombro y
maravilla por todas las liturgias.
Se han
esgrimido muchos argumentos sobre si este o ese aspecto de la nueva liturgia es
de hecho más tradicional, más en línea con la Cristiandad histórica. Siempre se
debatirá sobre estos argumentos, porque la información que tenemos de la
liturgia en los tiempos apostólicos está de algún modo limitada.
Pero, como escribe Martin Mosebach en su Herejía de la informidad: “Si,
no obstante, pensamos correcta e históricamente, deberíamos darnos cuenta de
que lo que es una expresión de veneración en un periodo puede ser una expresión
de blasfemia en otro. Si la gente que ha estado arrodillándose durante mil años
de repente se pone de pie, no piensan “Estamos haciendo esto como los primeros
cristianos, que estaban de pie durante la Consagración”; no son conscientes de
estar volviendo a alguna forma de adoración particularmente auténtica.
Simplemente se levantan, sacuden el polvo de las perneras de sus pantalones y
se dicen “Así que, después de todo, no era un asunto tan serio”. Todo lo que
tiene lugar en celebraciones de este tipo implica lo mismo: “Después de todo,
no era tan serio para nada”. Bajo tales circunstancias, antropológicamente
hablando, es casi imposible que la fe en la presencia de Cristo en el
Sacramento tenga una significación espiritual más profunda, incluso si la
Iglesia continúa proclamándola e incluso si los participantes en tales
celebraciones van tan lejos como para afirmarlo explícitamente”.
El
regreso de la liturgia sagrada a la Iglesia no resolverá todos “los problemas humanos de la Iglesia”, es verdad,
pero sería un paso significativo en esa dirección. Un pueblo que adora a Dios
en la manera adecuada es más probable que reconozca la importancia de honrar
Sus preceptos, que se extienden más allá de los confines de su obligación
dominical. No es una preocupación por una preferencia personal, o la lengua
latina, o el amor por la moda antigua por lo que los católicos tradicionales
-muchos de ellos demasiado jóvenes para recordar cuando la misa antigua era la
liturgia normativa del Catolicismo Romano- son atraídos así a lo que
representa. Es un baluarte contra las seducciones del mundo, una experiencia
que nos transporta desde nuestra existencia cotidiana a través del tiempo al
pie de la Cruz en el Calvario y nos deja temblando de asombro por lo que se
hizo por nosotros, motivándonos e inspirándonos para llevar a cabo esa misión
fuera de las parroquias y a un mundo roto, un mundo necesitado de todo el poder
y majestad el Sacrificio redentor de Cristo.
Steve Skojec
(Traducido por
Natalia Martín. Artículo original)
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