I. Los saduceos, que no creían en la
resurrección, se acercaron a Jesús para intentar ponerle en un aprieto. Según
la ley antigua de Moisés (1), si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano
debía casarse con la viuda para suscitar descendencia a su hermano, y al
primero de los hijos que tuviera se le debía imponer el nombre del difunto. Los
saduceos pretenden poner en ridículo la fe en la resurrección de los muertos,
inventando un problema pintoresco (2): si una mujer se casa siete veces al
enviudar de sucesivos hermanos, ¿de cuál de ellos será esposa en los cielos?
Jesús les responde poniendo de manifiesto la frivolidad de la objeción. Les
contesta reafirmando la existencia de la resurrección, valiéndose de diversos
pasajes del Antiguo Testamento, y al enseñar las propiedades de los cuerpos
resucitados se desvanece el argumento de los saduceos (3).
El Señor
les reprocha no conocer las Escrituras ni el poder de Dios, pues esta verdad
estaba ya firmemente asentada en la Revelación. Isaías había profetizado (4):
Las muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán:
unos para eterna vida, otros para vergüenza y confusión: y la madre de los
Macabeos confortaba a sus hijos en el momento del martirio recordándoles que el
Creador del universo (…) misericordiosamente os devolverá la vida si ahora la
despreciáis por amor a sus santos lugares (5). Y para Job, esta misma verdad
será el consuelo de sus días malos: Sé que mi Redentor vive, y que en el último
día resucitaré del polvo (…); en mi propia carne contemplaré a Dios (6).
Hemos de
fomentar en nuestras almas la virtud de la esperanza, y concretamente el deseo
de ver a Dios. «Los que se quieren, procuran verse.
Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El
corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto
el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré,
Señor, tu rostro» (7). Ese deseo se saciará, si permanecemos fieles,
porque la solicitud de Dios por sus criaturas ha dispuesto la resurrección de
la carne, verdad que constituye uno de los artículos fundamentales del Credo
(8), pues si no hay resurrección de los muertos, tampoco resucitó Cristo. Y si
Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es también nuestra fe
(9) «La Iglesia cree en la resurrección de los
muertos (…) y entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre» (10):
también a su cuerpo.
El
Magisterio ha repetido en numerosas ocasiones que se trata de una resurrección
del mismo cuerpo, el que tuvimos durante nuestro paso por la tierra, en esta
carne «en que vivimos, subsistimos y nos movemos»
(11). Por eso, «las dos fórmulas resurrección de
los muertos y resurrección de la carne son expresiones complementarias de la
misma tradición primitiva de la Iglesia», y deben seguirse usando los
dos modos de expresarse (12).
La
liturgia recoge esta verdad consoladora en numerosas ocasiones: En Él (en
Cristo) brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la
certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura
inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se
transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión
eterna en el Cielo (13). Dios nos espera para siempre en su gloria. ¡Qué
tristeza tan grande para quienes todo lo han cifrado en este mundo! ¡Qué
alegría saber que seremos nosotros mismos, alma y cuerpo, quienes, con la ayuda
de la gracia, viviremos eternamente con Jesucristo, con los ángeles y los
santos, alabando a la Trinidad Beatísima! Cuando nos aflija la muerte de una
persona querida, o acompañemos en su dolor a quien ha perdido aquí a alguien de
su familia, hemos de poner de manifiesto, ante los demás y ante nosotros
mismos, estas verdades que nos inundan de esperanza y de consuelo: la vida no
termina aquí abajo en la tierra, sino que vamos al encuentro de Dios en la vida
eterna.
II. Toda alma, después de la muerte, espera la
resurrección del propio cuerpo, con el que, por toda la eternidad, estará en el
Cielo, cerca de Dios, o en el infierno, lejos de Él. Nuestros cuerpos en el
Cielo tendrán características diferentes, pero seguirán siendo cuerpos y
ocuparán un lugar, como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen.
No sabemos dónde está, ni cómo se forma ese lugar: la tierra de ahora se habrá
transfigurado (14). La recompensa de Dios redundará en el cuerpo glorioso
haciéndolo inmortal, pues la caducidad es signo del pecado y la creación estuvo
sometida a ella por culpa del pecado (15). Todo lo que amenaza e impide la vida
desaparecerá (16). Los resucitados para la Gloria -como afirma San Juan en el
Apocalipsis- no tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol,
ni ardor alguno (17): esos sufrimientos que enumera el Apocalipsis fueron los
que más dañaron al pueblo de Israel mientras atravesaba el desierto: los
abrasadores rayos del sol caían como dardos, se desencadenaba con rapidez la
corrupción, y el viento seco del desierto consumía las fuerzas (18). Estas
mismas tribulaciones son símbolo de los dolores que tendría que soportar el
nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, mientras dure su peregrinación hasta la
Patria definitiva.
La fe y
la esperanza en la glorificación de nuestro cuerpo nos harán valorarlo
debidamente. El hombre «no debe despreciar la vida
corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio
cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día» (19).
Sin embargo, qué lejos está de esta justa valoración el culto que hoy vemos
tributar tantas veces al cuerpo. Ciertamente tenemos el deber de cuidarlo, de
poner los medios oportunos para evitar la enfermedad, el sufrimiento, el
hambre…, pero sin olvidar que ha de resucitar en el último día, y que lo
importante es que resucite para ir al Cielo, no al infierno. Por encima de la
salud está la aceptación amorosa de la voluntad de Dios sobre nuestra vida. No
tengamos preocupación desmedida por el bienestar físico. Sepamos aprovechar
sobrenaturalmente las molestias que podamos sufrir -poniendo con serenidad los
medios ordinarios para evitarlas-, y no perderemos la alegría y la paz por
haber puesto el corazón en un bien relativo y transitorio, que sólo será
definitivo y pleno en la gloria.
En ningún
momento debemos olvidar hacia dónde nos encaminamos y el valor verdadero de las
cosas que tanto nos preocupa. Nuestra meta es el Cielo; para estar con Cristo,
con alma y cuerpo, nos creó Dios. Por eso, aquí en la tierra «la última palabra sólo podrá ser una sonrisa… un cántico
jovial» (20), porque más allá nos espera el Señor con la mano extendida
y el gesto acogedor.
III. Aunque
sea grande la diferencia entre el cuerpo terreno y el transfigurado, hay entre
ellos una estrechísima relación. Es dogma de fe que el cuerpo resucitado es
específica y numéricamente idéntico al cuerpo terreno (21).
La
doctrina cristiana, basándose en la naturaleza del alma y en diversos pasajes
de la Sagrada Escritura, muestra la conveniencia de la resurrección del propio
cuerpo y la unión de nuevo con el alma. En primer lugar, porque el alma es sólo
una parte del hombre, y mientras esté separada del cuerpo no podrá gozar de una
felicidad tan completa y acabada como poseerá la persona entera. También, por
haber sido creada el alma para unirse a un cuerpo, una separación definitiva
violentaría su modo de ser propio; pero, sobre todo otro argumento, es más
conforme con la sabiduría, justicia y misericordia divinas que las almas
vuelvan a unirse a los cuerpos, para que ambos, el hombre completo -que no es
sólo alma, ni sólo cuerpo-, participen del premio o del castigo merecido en su
paso por la vida en la tierra; aunque es de fe que el alma inmediatamente
después de la muerte recibe el premio o el castigo, sin esperar el momento de
la resurrección del cuerpo.
A la luz
de la enseñanza de la Iglesia vemos con mayor profundidad que el cuerpo no es
un mero instrumento del alma, aunque de ella recibe la capacidad de actuar y
con ella contribuye a la existencia y desarrollo de la persona. Por el cuerpo,
el hombre se halla en contacto con la realidad terrena, que ha de dominar,
trabajar y santificar, porque así lo ha querido Dios (22). Por él, el hombre
puede entrar en comunicación con los demás y colaborar con ellos para edificar
y desarrollar la comunidad social. Tampoco podemos olvidar que a través del
cuerpo el hombre recibe la gracia de los sacramentos: ¿No sabéis que vuestros
cuerpos son miembros de Cristo? (23).
Somos hombres
y mujeres de carne y hueso, pero la gracia ejerce su influjo incluso sobre el
cuerpo, divinizándolo en cierto modo, como un anticipo de la resurrección
gloriosa. Mucho nos ayudará a vivir con la dignidad y el porte de un discípulo
de Cristo considerar frecuentemente que este cuerpo nuestro, templo ahora de la
Santísima Trinidad cuando vivimos en gracia, está destinado por Dios a ser
glorificado. Acudamos hoy a San José para pedirle que nos enseñe a vivir con
delicado respeto hacia los demás y hacia nosotros mismos. Nuestro cuerpo, el
que tenemos en la vida terrena, también está destinado a participar para
siempre de la gloria inefable de Dios.
(1) Dt 24, 5 ss.- (2) Mc 12, 18-27.- (3) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos
Evangelios, 2ª ed., Pamplona 1985, comentarios a Mac 12, 18-27 y lugares paralelos.-
(4) Is 26, 19.- (5) 2 Mac 7, 23.- (6) Job 19, 25-26.- (7) J. ESCRIVA DE
BALAGUER, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso de beatificación, p. 5.- (8) Cfr. Symbolo Quicumque, Dz 40; BENEDICTO XII, Const. Benedictus
Deus, 29-I-1336.- (9) I Cor 15, 13-14.- (10) CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre algunas
cuestiones referentes a la escatología, 17-V-1979.- (11) CONC. XI DE TOLEDO,
año 675, Dz 287 (540); cfr. CONC. IV DE LETRAN, cap. I, Sobre la fe católica,
Dz 429(801); etc.- (12) CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración
acerca de la traducción del artículo «carnis resurrectionem» del Símbolo
Apostólico, 14-XII-1983.- (13) MISAL ROMANO, Prefacio I de Difuntos.- (14) Cfr.
M. SCHMAUS, Teología Dogmática, vol. VII, Los novísimos, p. 514.- (15) Rom 8,
20.- (16) Cfr. M. SCHMAUS, o. c. , vol. VII, p. 225 ss.- (17) Apoc
7, 16.- (18) Cfr. Eclo 43, 4; Sal 121, 6; Sal 91, 5-6.- (19) CONC. VAT. II,
Const. Gaudium et spes, 14.- (20) L. RAMONEDA MOLINS, Vientos que jamás ha roto nadie, Danfel,
Montevideo 1984, p. 41.- (21) Cfr. Dz 287, 427, 429, 464, 531.- (22) Gen 1,
28.- (23) 1 Cor 6, 15.
Francisco Fernández Carvajal
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