miércoles, 18 de abril de 2018

EL MATRIMONIO CRISTIANO



Introducción

En esta bitácora se ha tratado sobre diversos aspectos del matrimonio: sobre el matrimonio civil, sobre el divorcio, sobre el noviazgo y también de modo informal sobre algunas cualidades del matrimonio cristiano. Faltaba, no obstante, una recensión completa de las enseñanzas magisteriales de la Iglesia sobre el matrimonio. Y a ese objeto va dirigida esta serie de artículos, que considero necesaria en estos tiempos de confusión entre fieles y aún entre clérigos acerca de las características, derechos y obligaciones del matrimonio. Toda la doctrina aquí resumida proviene de documentos pontificios o conciliares, con sus referencias, de los recomendados en la página del sitio de la Santa Sede sobre la enseñanza de los papas acerca del matrimonio.
 
Para realizar este artículo nos hemos basado en las Sagradas Escrituras, cuya notación será la usual, en el Catecismo de la Iglesia Católica (que se citará como CIC), el Código de Derecho Canónico (CDC), los concilios (citados como C. de…) y en diversas encíclicas, abreviadas de la siguiente manera: Arcanum Divinae Sapientiae (AD), del papa León XIII, 1880; Casti Connubi (CC), del papa Pío IX, 1930; Ingruentum Malorum (IM), del papa Pío XII, 1951; Constitución pastoral Gaudium et Spes (GS) del Concilio Vaticano II, 1965; Humanae Vitae (HV), del papa Pablo VI, 1968; Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (EN), del papa Pablo VI, 1975; Motu Proprio Familia a Deo instituta  (FDI), del papa Juan Pablo II, 1981; Exhortación apostólica Familiaris Consortio (FC), del papa Juan Pablo II, 1981; Carta apostólica Mulieris Dignitatem (MD), del papa Juan Pablo II, 1988; y Evangelium Vitae (EV), del papa Juan Pablo II, 1995. El resto de fuentes con sus citas y abreviaturas normativas.

NATURALEZA DEL MATRIMONIO

Dios mismo es el autor del matrimonio, para la propagación del género humano por medio de sucesivas procreaciones. “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, a semejanza de Dios los creó, varón y mujer. Y les bendijo, diciéndoles: sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (véase Gn 1, 26-28) (AD, 4; CC, 6; HV, 1; FC, 3).
Que la procreación es el primer fin del matrimonio, lo recuerda San Agustín evocando la carta de San Pablo a Timoteo (1 Tim. 5, 14): “Que se celebre el matrimonio con el fin de engendrar, lo testifica así el Apóstol: “Quiero- dice- que los jóvenes se case”. Y como se le preguntara: “¿Con qué fin?”, añade en seguida: “Para que procreen hijos, para que sean madres de familia” (De bono coniug. 24, 32) (CC, 6).

Desde su instauración, las dos principales características del matrimonio han sido la unidad y la perpetuidad (Gn 2, 23-24) (AD, 4; CC, 3). El propio Jesucristo establece que el matrimonio será entre un hombre y una mujer, que abandonan a sus progenitores para unirse en una sola carne, con una unión tal por Dios, que el hombre no puede romperla (AD, 4; CC, 1; GS, 48). “Se unirá (el hombre) a su esposa y serán dos en una carne. Y así no son dos, sino una carne. Por consiguiente, lo que Dios unió, el hombre no lo separe(Gn 2, 24; Mt 19, 4-6; Mc 10, 6-9).

El derecho romano definía al matrimonio como “la unión del marido y la mujer en la comunidad de toda la vida, y en la comunidad del derecho divino y humano” (23, 2; De ritu nupt. lib. I Regularum. Modestinus) (CC, 31). Sólo con la aceptación del Evangelio se realiza de forma plena la esperanza legítima puesta en el matrimonio y la familia (FC, 3).

CORRUPCIÓN DEL MATRIMONIO NATURAL

La corrupción de la unidad matrimonial se dio entre los pueblos antiguos, y así los hebreos practicaron la poligamia (AD, 5). También la perpetuidad matrimonial fue degradada, y Moisés, por la dureza de corazón de los israelitas, permitió el repudio (aunque sólo a iniciativa del varón), abriendo la puerta al divorcio (AD, 5) (véase Mt 19, 7-8 y Mc 10, 4-5).

Entre los paganos se desnaturalizó hasta tal punto que las leyes, al capricho de los legisladores, permitían el concubinato, prohibir u obligar el matrimonio, la poligamia, la poliandria, o el divorcio. Autorizaban el dominio del hombre sobre su esposa, mientras a él le estaba permitida una sensualidad desenfrenada, como si la culpa no dependiera de la voluntad sino de la dignidad (AD, 5). La esposa era tenida por objeto de lujuria o mera engendradora de hijos, llegándose al caso de que se comprasen y vendiesen como mercancía, con plena potestad del marido para castigarla, incluso con el suplicio último, así como de ordenar el matrimonio de sus hijos e incluso la decisión sobre su vida y muerte (AD, 5).

Así, el matrimonio natural tiene necesidad de la Gracia para ser curado de la herida del pecado, y restaurado a su principio, en el conocimiento pleno y la realización integral del designio de Dios (FC, 3). 

RESTITUCIÓN DE LA DIGNIDAD DEL MATRIMONIO POR CRISTO. ELEVACIÓN DEL MATRIMONIO A SACRAMENTO.

Jesucristo ennobleció el matrimonio primeramente con su presencia y la realización de su primer milagro en las bodas de Caná de Galilea (Jn 2), y posteriormente recuperando la primera unión, y proscribiendo el repudio mosaico: “todo el que abandona a su mujer y toma otra, excepto en caso de concubinato, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada, adultera” (véase Mt 19, 3-9 y Mc 10, 11-12) (AD, 6; CC, 1; GS, 49).

Desde los Santos Padres, y confirmado por los concilios (C. Trento, 24) se ha considerado que Cristo elevó al matrimonio a la dignidad de sacramento (AD, 7; CC, 1; FDI, 1). Y quiso que fuese verdaderamente, mística imagen de su unión inefable con la Iglesia (CC, 51; FDI, 1).
El sacramento constituye la sanción de la indisolubilidad del vínculo, así como la elevación y consagración que Jesucristo hace del mero contrato, constituyéndolo signo eficaz de la Gracia (CC, 11; HV, 8; FC, 56) y de la Caridad (GS, 49).

San Agustín añade “como sacramento, pues, se entiende que el matrimonio es indisoluble y que el repudiado o repudiada no se una con otro, ni aún por razón de la prole” (De Gen. ad litt. 9, 7, 12). Cristo revocó, en virtud de su poder de legislador supremo, la mitigación del mandato que Moisés había permitido en algunos casos, con aquellas palabras “no separe el hombre lo que ha unido Dios” (CC, 11; FC, 20).

En Cristo Señor, el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece una comunión nueva, imagen de la existente entre la unión mística del Cordero y su Esposa la Iglesia (FC, 19). Aunque el sacramento del matrimonio no imprime carácter, sí es fuente y signo de Gracia eficaz. Mas, para que esa Gracia dé frutos, es imprescindible que los cónyuges cooperen a la misma con su trabajo constante, recordando de continuo sus promesas conyugales y observando sus obligaciones. Verán, por medio de esta tarea, cómo la Gracia actúa en ellos, transformando la vida de los cónyuges en un continuo sacrificio espiritual (FC, 56) y haciendo livianas las cargas que de otro modo parecerían pesadas (CC, 42), por la virtud de la gracia que del sacramento se recibe, no sólo los buenos esposos pueden sobrellevarlos, sino que incluso les son gratos (AD, 8).

Cristo constituyó al consentimiento matrimonial válido entre fieles como signo de Gracia tan íntimamente ligado, que no puede existir entre bautizados verdadero matrimonio sin que por lo mismo ya sea sacramento (CDC, c. 1012) (CC, 14; HV, 8; FC, 82). De este tesoro de gracia sacramental sacan los fieles las energías sobrenaturales para cumplir deberes y obligaciones, fiel y perseverantemente, hasta la muerte (CC, 14). Dicho auxilio de la Gracia persevera incluso en los adúlteros, “como el alma del apóstata que, aun separándose de la unión con Cristo, y aun perdida la fe, no pierde el sacramento de la fe que recibió con el agua bautismal” (De nupt. et concup. 1, 10) (CC, 14).

LOS CATÓLICOS ANTE LOS CASOS ESPECIALES DE MATRIMONIOS

Es tan importante la sacralidad del matrimonio cristiano, que la Iglesia siempre ha desaconsejado (aunque en situaciones especiales los permita) los matrimonios mixtos de bautizados, en los que uno de ellos sea católico y el otro adscrito a una secta herética, por la dificultad de reproducir en ellos la unión de almas que es espejo de la unión de Cristo con su Iglesia, así como el probado indiferentismo religioso que con frecuencia acusan los descendientes ante la confusión mostrada en el hogar (CC, 31). No obstante, dado el crecimiento del número de dichos matrimonios (así como los contraídos con miembros de otras confesiones o incluso ateos), se han advertido tres problemas principales: 1) el cumplimiento de la parte católica de sus obligaciones derivadas de la fe, especialmente en la educación cristiana de los hijos; 2) las relaciones entre marido y mujer (y la libertad de mantener y practicar su fe a la parte católica); y 3) el rito canónico matrimonial.

La Iglesia enseña que en la preparación al matrimonio se ha de hacer comprender la doctrina católica sobre las cualidades y exigencias del matrimonio a la parte no católica. La comunidad deberá asimismo fortalecer al cónyuge católico para poder vivir su fe y testimoniarla (FC, 78).

Se han extendido entre los bautizados en las últimas décadas otro tipo de uniones irregulares:

1) En primer lugar el llamado matrimonio a prueba, o convivencia prematrimonial, que la propia razón rechaza, pues no se puede “experimentar” con personas, cuya dignidad intrínseca exige un amor de donación, sin límite alguno ni de tiempo ni de otras circunstancias. Asimismo, la donación corporal es símbolo de la donación plena de la persona, y ello sólo es posible en el amor de caridad dado por Cristo. Por último, el matrimonio entre bautizados es símbolo de la unión entre Cristo y su Iglesia, la cual jamás es “experimental” o temporal, sino eterna (FC, 80).

2) En segundo lugar, las llamadas uniones libres o de hecho, que no buscan reconocimiento ni religioso ni civil. Provocan graves problemas: pérdida del sentido religioso del matrimonio, privación de la gracia del sacramento, escándalo, destrucción del concepto de familia, atenuación del sentido de fidelidad y exaltación del egoísmo, con las consecuencias que esto tiene para los hijos. Los pastores y la comunidad se acercarán con respecto a estos hijos suyos para corregirles caritativamente e instruirles adecuadamente para que regularicen su situación por medio de la catequesis matrimonial (FC, 81).

EL RITO MATRIMONIAL

El matrimonio cristiano exige por norma una celebración litúrgica, que exprese de manera social y comunitaria la naturaleza esencialmente eclesial y sacramental del pacto conyugal entre los bautizados, de forma válida, digna y fructuosa. Debe observar fielmente la disciplina de la Iglesia en lo referente al libre consentimiento, los impedimentos, la forma canónica y el rito mismo de la celebración, que debe ser sencillo y digno, según las normas eclesiásticas (FC, 67).

La existencia de motivos sociales asociados a la voluntad de contraer matrimonio sacramental no justifica un eventual rechazo por parte de los pastores, pues los novios, por razón de su bautismo, están ya inseridos en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia y por su recta intención, han aceptado el proyecto de Dios sobre el matrimonio y de manera implícita acatan lo que la Iglesia tiene intención de hacer cuando celebra el matrimonio. Querer establecer ulteriores criterios de admisión a la celebración eclesial del matrimonio, que tuvieran en cuenta el grado de fe de los novios, comporta el riesgo de pronunciar juicios infundados y discriminatorios o el de suscitar dudas sobre la validez del matrimonio ya celebrado (FC, 68).

Cuando los contrayentes dan muestras de rechazar de manera explícita y formal lo que la Iglesia realiza cuando celebra el matrimonio de bautizados, el pastor de almas no puede admitirlos a la celebración. Y tiene la obligación de hacer comprender a los interesados que, en tales circunstancias, no es la Iglesia sino ellos mismos quienes impiden la celebración que a pesar de todo piden (FC, 68).

LA PREPARACIÓN AL MATRIMONIO

La recogida de los frutos que la Gracia da al estado matrimonial se prepara desde mucho antes del sacramento, ya en la infancia y juventud. Quien antes del matrimonio únicamente se buscó a sí mismo y a sus cosas, condescendiendo a sus deseos, aun cuando fuesen impuros, es de temer que persevere en la misma actitud tras el matrimonio, cosechando lo que sembraron (Gal 6, 9). Así pues, tanto los jóvenes cristianos, como aquellos encargados de su educación, fórmense adecuadamente en los derechos y obligaciones mutuas que conlleva el matrimonio, para que con una cooperación perfecta, puedan obtener los frutos de la gracia sacramental y la felicidad doméstica (CC, 43).

Sin duda, la elección del cónyuge adecuado es fundamental en la preparación a dicho sacramento. No se debe realizar esta a impulsos de la pasión sentimental, el afán de lucro, o la líbido, sino guiados por un amor honrado y genuino y por un afecto leal, teniendo presentes cuál es el fin para el que fue creado el matrimonio. No olviden los contrayentes contar con el consejo de sus padres para tomar esa decisión, pues su mayor experiencia de la vida y del matrimonio será sin duda provechosa para ellos (CC, 44; GS, 49).

Para evitar los males de una mala preparación al matrimonio, en algunos países los padres siguen siendo quienes transmiten a los jóvenes los valores relativos a la vida matrimonial y familiar, pero en la mayoría de sociedades, se hace preciso un esfuerzo especial de la familia y la Iglesia para que los jóvenes no pierdan de vista la justa jerarquía de valores (FC, 66).

Esa preparación ha de ser gradual y continua, y comprende tres etapas: 1) la primera o remota comienza en la infancia, cuando se enseña al niño el valor humano propio y el del otro sexo; 2) la próxima, en la juventud, cuando se le prepara para el sacramento de un modo abstracto, sobre los retos de la vida en pareja: la relación hombre mujer y su desarrollo continuo, las características de la sexualidad conyugal, la paternidad responsable y moralmente lícita, la educación de los hijos, los condicionantes de organización y administración de una casa, así como el apostolado familiar y social; por último, 3) la preparación inmediata en los meses o semanas antes de las nupcias, tiene como objeto el contenido del examen prematrimonial exigido por el derecho canónico, pero es una oportunidad urgente y necesaria para la preparación de aquellos prometidos con graves carencias o dificultades en su formación en la doctrina y práctica cristiana (incluyendo el conocimiento profundo del misterio de Cristo) (FC, 66). Una cuidadosa catequesis prematrimonial hará que los contrayentes no sólo celebren el sacramento válidamente, sino fructuosamente.

EL AMOR CONYUGAL

Los esposos, auxiliados por la gracia divina obtenida por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, procuran añadir al amor conyugal natural la fuerza de la santidad sacramental, en imitación de la unión entre Cristo y su Iglesia (AD, 7; GS, 48; MD, 23; CC, 15; HV, 7). Los esposos, mediante la recíproca donación, propia y exclusiva de ellos, tienden a una comunión que les perfecciona mutuamente (HV, 8). Asimismo, con el ejemplo y la oración en familia, los hijos y aun los demás que viven en el círculo familiar encontrarán más fácilmente el camino del sentido humano, de la salvación y de la santidad (GS, 48).

El amor conyugal es plenamente humano, es decir, sensible y espiritual al mismo tiempo. No mera expresión de instinto y sentimiento, sino acto de la voluntad libre, destinado a crecer en las alegrías y las adversidades, convertirlos en un solo corazón y una sola alma, y perfeccionar mutuamente a los esposos. Es un amor total, en el cual los esposos comparten generosamente todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas, amándose por sí mismos y no por lo que del otro pueden obtener, muy al contrario, procurando enriquecer al otro (HV, 9).

RELACIONES ENTRE LOS ESPOSOS EN EL SACRAMENTO NUEVO

La mujer posee idéntica naturaleza y dignidad que el varón, como bien dice la Escritura por boca del primer hombre sobre la primera mujer: “esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gen 2, 23) (FC, 25). La institución matrimonial es, de hecho, la primera (y fundamental) llamada a la comunión entre hombre y mujer, de la integración entre lo masculino y lo femenino querida por Dios desde el principio de la Creación (MD, 7).

La figura de ese amor mutuo la refiere el apóstol san Pablo en su célebre texto de Efesios, en el que vincula ambos amores como ejemplo el uno del otro: “Someteos los unos a los otros, por consideración a Cristo. Las mujeres deben respetar a su marido como al Señor, porque el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es la cabeza y Salvador de la Iglesia, que es su Cuerpo. Así como la Iglesia está sometida a Cristo, de la misma manera las mujeres deben de respetar en todo a su marido. Maridos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. El la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada. Del mismo modo, los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo. Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida. Así hace Cristo por la Iglesia, por nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne. Este es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia. En cuanto a vosotros, cada uno debe amar a su mujer como así mismo, y la esposa debe respetar a su marido” (Ef 5, 21-33). De igual modo se expresa san Ambrosio: “No eres su amo sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como mujer. Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella agradecido por su amor” (Exameron, V, 7, 19) (FC, 25). La unión matrimonial exige el respeto y el perfeccionamiento de la verdadera subjetividad personal de ambos. La mujer no puede convertirse en «objeto» de «dominio» y de «posesión» masculina (MD, 10). La sumisión de los esposos es mutua, y no únicamente de la mujer hacia el varón (MD, 24).

Mas dicha sumisión que el Apóstol recomendaba a la mujer no significa en enseñanza cristiana, ni que le quite libertad, ni el pleno derecho que le compete a la mujer, tanto por su dignidad humana como por sus nobilísimas funciones de madre y compañera. Pues no es esclava, sino compañera en pie de igualdad, como dice el rito de matrimonio católico. No supone transigir en ninguna demanda excesiva, fuera de razón o virtud, del marido. Ni tampoco supone equipararla con los menores de edad (CC, 10; FC, 22 y 23). La superioridad abusiva de las prerrogativas del esposo provoca la humillación a la esposa (FC, 25).

Si el marido es la cabeza en aquella comparación, es la mujer el corazón de aquel nuevo cuerpo unido, por razón de su especial sensibilidad para el amor. Asimismo, si el marido faltara a sus deberes, corresponde en justicia a la mujer tomar la cabeza del matrimonio y de la familia como prerrogativa y obligación. Lo que no es lícito en ningún caso, es destruir la estructura familiar ni tocar su ley fundamental, establecida y confirmada por Dios (CC, 10).
Por contra, el amor a la esposa madre y a los hijos es el camino natural para la comprensión y realización de su paternidad. Su ausencia provoca desequilibrios psicológicos y morales (FC, 25).

No faltan maestros del error que afirman que, siendo similares los derechos y obligaciones de ambos cónyuges, como así enseña la Iglesia, es indigno que la mujer se someta al varón (como este ha de someterse a ella), y debe emanciparse de su esposo. De tres formas se enseña dicha emancipación: con la decisión única de ella sobre la prole (incluyendo el horrendo crimen del aborto), con la gestión de los bienes comunes sin conocimiento o aún con la oposición del marido o los hijos adultos, o con el abandono de los deberes de madre y esposa para dedicarse a aficiones o negocios particulares. Tales enseñanzas ni son liberación auténtica, ni libertad dignísima, pues supone una ruptura unilateral del compromiso conyugal, y grave perjuicio al hogar. Idénticos derechos y similares obligaciones sujetan a ambos esposos, pero el reparto de tareas no necesariamente debe ser idéntico. Y acaban tornando a la mujer a la antigua esclavitud. Si las circunstancias sociales lo exigen, pueden regularse cambios en las disposiciones normativas al respecto de las obligaciones de cada cónyuge, pero la unidad, firmeza y orden de la sociedad doméstica debe primar por encima de cualquier pretendida emancipación femenina. Dicho mandato fue establecido por la más alta autoridad, y rige tanto para varón como para mujer (CC, 27).


BIENES DEL MATRIMONIO

Según san Agustín, los bienes del matrimonio son la prole, la fidelidad y el sacramento (De bono coniug. 24, 32).
La fidelidad atiende a que no se unan los cónyuges carnalmente fuera del vínculo; la prole (la primera de todas, CC, 5), a que se reciba a los hijos con amor, se les críe con benignidad y se les eduque religiosamente; y el sacramento, que el vínculo no se disuelva y el divorciado no se una a otro, ni aún por razón de la prole. La ley del matrimonio no sólo ennoblece la fecundidad de la naturaleza, sino que reprime la perversidad de la incontinencia (De Gen. ad litt. 9, 7, 12) (CC, 5).
 
En cuanto a la fidelidad o mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial: ni negar lo que por naturaleza y sanción divina compete a la otra parte, ni permitírselo a un tercero (CC, 9). Compromiso adquirido libremente y con plena conciencia, a veces puede resultar difícil, pero siempre es posible, noble y meritorio. Numerosos esposos a través de los siglos demuestran que la fidelidad no sólo es connatural al matrimonio sino también manantial de felicidad profunda y duradera (HV, 9).

De la indisolubilidad del matrimonio proviene la generosa entrega mutua y la íntima comunicación de los corazones, pues la verdadera caridad no puede faltar a quien es compañero de por vida. Asimismo defiende la castidad y la fidelidad contra los incentivos de la infidelidad, y se evita el temor celoso de si el otro cónyuge permanecerá fiel en la vejez o la adversidad, proveyendo la conservación de la dignidad y la ayuda mutua. La misma consideración se puede realizar en cuanto a la crianza de los hijos (CC, 13).

UNIDAD Y PERPETUIDAD DEL MATRIMONIO

La indisolubilidad del matrimonio rato y consumado en las primeras comunidades cristianas es confirmada por san Pablo como mandato de Cristo: “A los casados, en cambio, les ordeno –y esto no es mandamiento mío, sino del Señor– que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido abandone a su mujer” (1 Cor 7, 10-11). Esa vinculación únicamente se pierde con la muerte de uno de los cónyuges (1 Cor, 39) (CC, 9; GS, 48).

También confirma su unidad y castidad: “Que el marido cumpla los deberes conyugales con su esposa; de la misma manera, la esposa con su marido. La mujer no es dueña de su cuerpo, sino el marido; tampoco el marido es dueño de su cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser de común acuerdo y por algún tiempo, a fin de poder dedicarse con más intensidad a la oración; después volved a vivir como antes, para que Satanás no se aproveche de vuestra incontinencia y os tiente” (1 Cor 7, 3-5), y “respetad el matrimonio y no deshonréis el lecho conyugal, porque Dios condenará a los lujuriosos y a los adúlteros” (Heb 13, 4) (CC, 9).

La unidad absoluta del matrimonio, prefigurada por Dios en nuestros primeros padres, y restaurada tras la permisión temporal de la poligamia y el divorcio, no permite sino que se unan un hombre con una mujer (CC, 9). Cristo mismo prohibió, no sólo los actos contrarios a dichas unidad y fidelidad, sino incluso su mismo pensamiento, “yo os digo que todo el que mira a una mujer para codiciarla ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 28). Ni siquiera el consentimiento mutuo de los esposos para romper esa unidad, la anula, pues no está entre sus prerrogativas (CC, 9). La poligamia también contradice radicalmente la unidad matrimonial, que debe ser de un “amor total, y por lo mismo, único y exclusivo” (FC, 19).

San Agustín proscribe el divorcio por causa de esterilidad, “Se observa con fidelidad entre Cristo y la Iglesia, que por vivir ambos eternamente no hay divorcio que los pueda separar […] y esta misteriosa unión de tal suerte se cumple en la ciudad de Dios, es decir, en la Iglesia de Cristo, que aun cuando, a fin de tener hijos, se casen las mujeres, y los varones tomen esposas, no es lícito repudiar a las esposa estéril para tomar otra fecunda. Y si alguno lo hiciere, será reo de adulterio” (De nupt. et concup. 1, 10) (CC, 12).

Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman la indisolubilidad de la unión (FC, 20; GS, 48; MD, 21). Esta doctrina se debe reafirmar frente a los que consideran imposible unirse a una persona de por vida, o se mofan del compromiso matrimonial a la fidelidad (FC, 20).

San Agustín específica, además, una modalidad de castidad dentro del matrimonio, que ennoblece la relación entre los cónyuges, resplandeciendo la fidelidad con el decoro debido: “que el varón y la mujer estén unidos por cierto amor santo, puro, singular: que no se amen como adúlteros, sino como Cristo amó a la Iglesia […] y cierto que Él la amó con aquella infinita caridad, no para utilidad suya, sino proponiéndose tan sólo la utilidad de la Esposa” (Catech. Rom. 2, 8, 24). Amor que se comprueba no en las palabras, sino en las obras, pues, como suele decirse, obras son amores, y no buenas razones (CC, 9).

Como afirmó san Juan Pablo II, “el amor es desear el Bien del otro por encima del Bien propio”. Pues también en la sociedad doméstica, uno y otro cónyuge deben ayudarse recíprocamente en la formación espiritual, creciendo en la virtud y en el amor a Dios y al prójimo, en que se resume “la ley y los profetas” (Mt 22, 40). Todos, cualquiera sea su condición y género de vida que lleven, pueden y deben imitar el ejemplo absoluto de santidad que Dios señaló a los hombres, Cristo nuestro Señor, y con ayuda de la Gracia, llegar a la más alta cumbre de perfección cristiana, la santidad, también en el matrimonio, de lo cual existen numerosos ejemplos de santos (CC, 9). La comunión que se instaura y desarrolla entre hombre y mujer en virtud del pacto de amor conyugal está llamado a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana y la recíproca donación total, recogidas en la promesa matrimonial (FC, 19). Dicha promesa se fundamenta en la complementariedad natural entre hombre y mujer, y se desarrolla mediante la voluntad personal de los esposos (FC, 19).

El Catecismo Romano enseñaba, así, que el matrimonio no es simplemente un consorcio de procreación y educación de los hijos, sino, en sentido amplio, comunidad práctica de vida de amor (Cateches. Rom. 2, 8, 13) (CC, 9).

Los errores enemigos del matrimonio enseñan desde antiguo que la índole de ciertas personas no permite saciar sus apetitos libidinosos en los estrechos límites del matrimonio monogámico, solicitando que normas y leyes sobre el matrimonio dejen de exigir la fidelidad, y cesen de castigar consecuentemente su falta. El mero sentimiento noble de los esposos castos, a la luz de la razón natural, se basta para desechar tales falsedades, y la enseñanza divina en el sexto y el noveno mandamientos, así como la condena del mismo Cristo (Mt 5, 28), lo confirman (CC, 26).

NATURALEZA DEL CONSENTIMIENTO MUTUO EN EL MATRIMONIO CRISTIANO

Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina (GS, 48).

Pero, aunque el matrimonio sea institución divina, cuya naturaleza ni los cónyuges pueden cambiar, no puede realizarse sin el consentimiento libre de ambos esposos, ni sin la elección libre y mutua de cónyuge. Y ese acto de la voluntad es tan indispensable, que sin él no se puede realizar el matrimonio (CC, 3).
Los cónyuges, al expresar el consentimiento, necesariamente aceptan la naturaleza de fidelidad y crianza de la prole conjuntamente, siéndole estas tan propias, que Santo Tomás de Aquino dijo que si en el consentimiento se expresase algo en contra de aquellas, el matrimonio era de sí nulo (Summa Theologica, q. 49, a.3; CC, 3)

Por tanto, el consorcio matrimonial está constituido por voluntad divina y humana: de la divina proviene la institución, los fines, las leyes y sus bienes; del hombre (con la ayuda de la Gracia) la existencia de cualquier matrimonio particular (CC, 4).


DEBERES Y BIENES DE LA PROCREACIÓN EN EL MATRIMONIO CRISTIANO

Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole (GS, 48). La generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges que forman “una sola carne” (Gn 2, 24): de los dos nace un nuevo hombre que trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo que se hace presente (EV, 43).

Dios ha encomendado a los esposos ser colaboradores libres y responsables en la transmisión de la vida humana (HV, 1; FC, 28; MD, 18). Cristo, asimismo, ennoblece la procreación de los hijos (ya de por sí fundamental para la perpetuación de la Humanidad), al hacer a los padres educadores de los miembros de la Iglesia, cooperando de ese modo al plan de Dios, como primeros y más amorosos catequistas (AD, 8). Ennoblecidos pues por la dignidad y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete (GS, 48). De ese modo comparten tanto la autoridad de Dios sobre su Iglesia, como su amor (FC, 36). Tal es la grandeza y el esplendor del ministerio educativo de los padres cristianos, que santo Tomás no duda en compararlo con el ministerio de los sacerdotes: «Algunos propagan y conservan la vida espiritual con un ministerio únicamente espiritual: es la tarea del sacramento del orden; otros hacen esto respecto de la vida a la vez corporal y espiritual, y esto se realiza con el sacramento del matrimonio, en el que el hombre y la mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el culto a Dios» (Summa contra gentiles, IV, 58) (FC, 38).

El mismo Redentor enaltece esta tarea, cuando la emplea como gozosa comparación: “la mujer, una vez que ha dado a luz al infante, ya no se acuerda de su angustia, por el gozo de haber dado un hombre al mundo” (Jn 16, 21) (CC, 7). Los esposos recibirán así el regalo precioso de los hijos (EV, 26), no únicamente para emplearlos exclusivamente en utilidad propia o de la sociedad, sino para que los restituyan al Señor, con provecho (al modo de los talentos de la parábola) en el día del Juicio final, con la salvación de sus almas (CC, 7). Ennoblecidos por la dignidad, y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete, mostrando unión de propósitos y una cuidadosa cooperación en la educación de los hijos (GS, 48; GS, 51; FC, 28). Ya afirma San Agustín “en orden a la prole se requiere que se la reciba con amor y se la eduque religiosamente” (De Gen. ad litt. 9, 7, 12), y el Código de Derecho Canónico “el fin primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole” (1013, 1) (CC, 8).

Los hijos deben respetar y honrar a sus padres, y estarles sometidos mientras sean menores. Los padres deben velar por ellos, protegerles, proveerles de sus necesidades y educarles en la fe y el amor a Dios: “Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor porque esto es lo justo, ya que el primer mandamiento que contiene una promesa es este: Honra a tu padre y a tu madre, para que seas feliz y tengas una larga vida en la tierra. Padres, no exasperéis a vuestros hijos; al contrario, educadlos, corrigiéndolos y aconsejándolos, según el espíritu del Señor” (Ef 6, 1-4) (AD, 8). La enseñanza de la fe cristiana y la oración familiar, muy particularmente el rezo del Santo Rosario, son puntales del cumplimiento de dicha obligación, sin la cual no se pueden sanear las familias ni restaurar el orden cristiano en las sociedades. Asimismo, con la intercesión de María y de los santos se obtiene con mayor abundancia los bienes de la paz y la unidad familiar (IM, 8). También es función de la familia, en cuanto comunidad educativa, ayudar al hombre a discernir su verdadera vocación (FC, 2).

Porque Dios no únicamente quiere que sean engendrados los hombres para que vivan y llenen la tierra, sino principalmente para que le conozcan; conociéndole le amen; amándole le adoren, y adorándolo salven su alma para la vida eterna, participando de ese modo en la propia divinidad por los siglos. Piénsese si no es grande el don y altísima la labor encomendada a los padres, al participar en tarea tan sublime como cooperadores necesarios de la virtud omnipotente de Dios (CC, 6). Asimismo, es tarea suya primordial custodiar, revelar y comunicar el amor de Dios en sus hijos. En la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva, pues la familia es el santuario donde haya refugio la vida, el don de Dios (EV, 92).

Está bien claro, según lo exigen Dios y la naturaleza, que este derecho y obligación de educar a la prole pertenecen en primer lugar a los padres, autores de la generación (CC, 8; HV, 1). Es en el matrimonio donde se provee mejor a la necesaria educación de los hijos, pues al estar unidos los padres con vínculo indisoluble, siempre se halla a mano su cooperación y mutuo auxilio (CC, 8).

El elemento más radical, que determina el deber educativo de los padres, es el amor paterno y materno que encuentra en la acción educativa su realización, al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida. El derecho y deber educativo de los padres es esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana, es original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos, y es insustituible e inalienable, por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por otros (FC, 36). Ello incluye al derecho a la educación sexual de los hijos, y de la castidad, evitando una educación que separe la sexualidad de los principios morales, convirtiéndose en una introducción a la experiencia del placer y abriendo el camino al vicio desde los años de la inocencia (FC, 37). Asimismo, en la confianza en los valores esenciales de la vida humana. Deben crecer en una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero, convencidos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene». Y no sólo en el sentido de la verdadera justicia, que lleva al respeto de la dignidad personal de cada uno, sino más aún en el sentido del verdadero amor, como solicitud sincera y servicio desinteresado hacia los demás, especialmente a los más pobres y necesitados (FC, 37).

El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a las familias todas las ayudas posibles, a fin de que puedan ejercer adecuadamente sus funciones educativas. Si en las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la fe cristiana, mediante formas de asociación, la familia debe con todas las fuerzas y con sabiduría ayudar a los jóvenes a no alejarse de la fe (FC, 40).

Ataca este bien del matrimonio la filosofía naturalista motejando de “pesada carga” a la prole, y animando a evitarla, no por medio de la honesta continencia (que puede ser válida en ciertas condiciones, por consentimiento mutuo), sino viciando el acto carnal por medios ilícitos (al modo del castigado mortalmente Onán), bien sea para emplear el acto como mera satisfacción de sus voluptuosidades, bien excusándose en la imposibilidad de admitir más hijos (CC, 20). La Iglesia sostiene con firmeza que cualquier uso del matrimonio en el que el acto conyugal quede maliciosamente despojado de su virtud procreativa, va en contra de la ley natural y de la ley de Dios (CC, 21), y que es inmoral no respetar con gran reverencia los actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana (GS, 51).

Cuando se trata de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero. No es lícito a los hijos de la Iglesia ir por caminos que la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad (GS, 51).
Asimismo, aquellos matrimonios a los que la naturaleza veda la procreación, bien por enfermedad incurable, o sin motivo aparente, hallarán en la adopción de los hijos necesitados ajenos (por muerte o abandono) un modo de dar cauce a su vocación, y cumplir así el mandato divino del amor, sin recurrir a medios artificiales para engendrar (FC, 41).

LA IGLESIA, MAESTRA DEL MATRIMONIO

Cristo confió a su Iglesia la disciplina del matrimonio así renovado, para que conservase toda su santidad, recibida directamente del Redentor (AD, 9; CC, 1), fundada en la ley natural y enriquecida por la Revelación (HV, 4). Desde el principio fue así, cuando ya el Concilio de Jerusalén proscribió el concubinato o amancebamiento (Hech 15, 29), el propio san Pablo condenó una unión incestuosa (1 Cor 5, 1-5), y los primeros siglos de la Iglesia vieron la condena a la degradación del matrimonio que hacían los maniqueos, los gnósticos y los montanistas (AD, 9). La Iglesia también estableció un único modelo de matrimonio, aboliendo la diferencia existente previa entre libres y esclavos (AD, 9). Asimismo, igualando los derechos y obligaciones conyugales de marido y mujer, como bien expresa san Jerónimo: lo que no es lícito a la mujer, tampoco lo es al marido (Opera t.l co1.455). También prohibió la Iglesia al marido castigar la infidelidad con la muerte, limitar la libertad de los hijos para contraer matrimonio libremente, el matrimonio entre consanguíneos, agredir a las personas y la dignidad del matrimonio, y otras muchas saludables disposiciones (consultar fuentes en AD, 9).

Así, el matrimonio cristiano es contrato de la voluntad, y compromiso que distingue el ayuntamiento privado de razón y voluntad libre de las bestias, así como las llamadas “uniones libres”, amancebamientos o concubinatos entre hombres, que carecen de vínculo verdadero y honesto de la voluntad, y por ello carente de todo derecho (CC, 4).

El desenfreno de la pasión es la principal causa de la infidelidad a las santas leyes del matrimonio. Y no hay forma de vencerlo que sujetarse a Dios, pues el Creador resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes, sin la cual no es posible vencer la concupiscencia (san Pablo, carta a los Romanos, capítulos 7 y 8). Es por ello que es del todo necesario que los contrayentes del sacramento estén animados de una piedad íntima y sincera a Dios, que les haga dóciles a los mandatos del Señor. La importancia innegable de los medios naturales (que se deben emplear siempre que no sean deshonestos) para someter las pasiones de la carne jamás puede sustituir la primacía de la gracia sobrenatural, pues uno es el autor de lo natural y lo sobrenatural, y quiso que esto último fuese superior (CC, 36 y 37). Del mismo modo, la mera razón natural puede ser insuficiente para discernir de forma correcta la aplicación de las leyes del matrimonio (pese a ser institución natural), por lo que la enseñanza de la Iglesia- instituida por Cristo como auténtica maestra- es imprescindible para que los cónyuges puedan aplicarlas correctamente, ya que Dios mismo acudió en auxilio de la inteligencia humana con la Ley Revelada para el matrimonio, de modo que la mera razón natural, no obstante el estado caído en que se halla, no yerre (CC, 38).

Como maestra, la Iglesia enseña la norma moral que guía la transmisión responsable de la vida, en obediencia a la verdad que es Cristo, sin esconder las exigencias de radicalidad y perfección. Como madre, la Iglesia es cercana a las dificultades de los matrimonios, tanto individuales como sociales, para cumplir los preceptos, e incluso para comprender los valores intrínsecos a la norma moral. Como madre y maestra, no cesa de animar a los esposos a cumplir los preceptos, convencida de que no hay verdadera contradicción entre la ley divina de la transmisión de la vida y la de favorecer el auténtico amor conyugal, por medio de una pedagogía siempre unida a la doctrina. Para ello los esposos deberán emplear la constancia, la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza filial en Dios y en su gracia, así como el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación (FC, 33).

AUXILIO MATERIAL A LOS MATRIMONIOS

Muchos son los problemas de índole material que acechan a los matrimonios, y que pueden desde poner en peligro la unidad, honestidad y fidelidad conyugal hasta afectar a la crianza de los hijos (la ausencia de ingresos suficientes para el sostenimiento, la falta de trabajo o de vivienda dignos, de atención sanitaria, de educación). La atención a estos problemas no es cuestión baladí para la comunidad, tanto cristiana como política. Según enseña el papa León XIII en la encíclica Rerum Novarum, deben disponerse los medios que permitan a los padres sostenerse y poder criar a sus hijos dignamente, tanto con trabajos honrados y dignos, como, llegado el caso, por medio de fundaciones públicas o privadas, socorrer las necesidades puntuales de las familias con menos recursos. Tal tarea obliga tanto a las autoridades (cuyo principal deber hacia el Bien Común es precisamente atender las penurias de los más necesitados) como a los fieles más acomodados, pues es deber de los ricos atender a las necesidades de los pobres, como ponen de relieve las Escrituras (Mt 25, 34 y ss; 1 Jn 3, 17), recibiendo por ello gran recompensa en el cielo. Asimismo, deben los cónyuges prever antes de casarse cuáles pueden ser los problemas materiales que les acechen, y tratar de ponerles remedio, aconsejándose en los doctos en la materia (CC, 45 y 46; FC, 81).

FALSEDAD DE LA FILOSOFÍA MODERNISTA SOBRE EL MATRIMONIO

Es característico de la filosofía modernista y sus hijos el despreciar la acción salvífica que también sobre el matrimonio ejerció Cristo. Deseosos de sacudirse cualquier obligación, rechazan la naturaleza completa del matrimonio cristiano, aludiendo a una falsa libertad, que es simplemente permisión para el pecado y deseo de  que las familias desoigan el mandato divino (AD, 10).
 
Por ello se han empeñado desde hace mucho en arrebatar el matrimonio del imperio de la Iglesia y reducirlo a las cosas profanas y las leyes civiles, sometiéndolo así a los estados, que procuran ignorar cuidadosamente cuanta sabiduría de siglos han aportado las leyes eclesiásticas al matrimonio, inspiradas por el Espíritu Santo desde la institución sacramental del mismo por el propio Jesucristo (AD, 10; CC, 3; CC, 29).

La filosofía naturalista afirma que el matrimonio es mera convención humana, como anterior a la Iglesia, y por tanto mundana, y que si en el pasado la Iglesia dictó normas sobre el mismo fue por la aquiescencia o delegación de los príncipes civiles (AD, 11; CC, 18; CC, 29). Los más exaltados opinan que no hay ley natural fatal (HV, 8) salvo la facultad de engendrar la vida y el impulso vehemente de saciar dicha necesidad, del modo que sea. Los más templados reconocen en la naturaleza del hombre cierto germen que inclina al vínculo estable como forma de darle dignidad a dicha unión, pero germen insuficiente, pues el matrimonio proviene del concurso de diversas causas, pura invención de la mente y voluntad humanas (CC, 18).

Mas, si Dios ha creado al hombre, y al matrimonio, ¿cómo no ha de ser sacro desde el inicio, puesto que no es recibido por ley humana sino que se halla en la naturaleza de los hombres antes de cualquier civilización? Por tanto, como ya afirmaron Inocencio III y Honorio III, el sacramento del matrimonio se halla presente en fieles e infieles, aunque en estos últimos de forma prefigurada, y es por ello que entre los pueblos antiguos más civilizados fuese lo más común que se celebrase con ritos religiosos, y presentase un algo sagrado. Igualmente, por ser el matrimonio institución natural de origen divino, aun entre los infieles, entre los que no existe sacramento, su naturaleza indisoluble persiste, independientemente del poder civil que lo regule, como expresaba Pío VI en su carta al obispo de Agra (Rescript. ad Episc. Agriens. 11 de julio de 1789) (AD, 11; CC, 3; CC, 11; CC, 30).

Asimismo, a lo largo de la historia, la Iglesia ha emitido todo tipo de admoniciones y consejos sobre el matrimonio, sin importarle lo que pensaran los poderes de la tierra, sino únicamente el mandato de Dios. De hecho, la Iglesia ha mantenido sus mismas enseñanzas cuando ha sido perseguida por poderes que deseaban aplastarla, desde los emperadores romanos hasta los dictadores comunistas (véanse los concilios de Iliberis, Arelate, Calcedonia y Milevitano II) (AD, 11). Y cuando los poderes terrenos se convirtieron al cristianismo, explícitamente reconocieron a la Iglesia la potestad para informar las leyes civiles con sus normas sobre el matrimonio, como afirman en sus decretos Honorio, Teodosio II o Justiniano. El concilio de Trento (sesión 24) confirmó la legitimidad de la Iglesia para establecer las condiciones del matrimonio, así como la de sus tribunales para ver las causas matrimoniales (AD, 11; CC, 3).
Luis I. Amorós

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