María y José llevaron a
Jerusalén a Jesús “para presentarlo al Señor” (Lc
2,22). Jesús es el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir
fielmente su voluntad inaugurando así un culto nuevo: el culto espiritual, la
ofrenda al Padre de la propia existencia.
En este culto, al que estamos
llamados, no tenemos que ofrecerle de modo prioritario cosas a Dios, sino que
hemos de ofrecernos a nosotros mismos, tratando de cumplir, con obediencia, su
voluntad en nuestras vidas.
Realmente es Dios Padre quien,
en el templo, nos presenta a su Hijo, a través de las palabras proféticas –
guiadas por el Espíritu Santo – de Simeón y de Ana: Jesús es la luz de Dios que
viene para iluminar el mundo. Él es la “luz para
alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,32).
La luz es lo que nos permite
vivir en la apertura, sin quedar relegados a la cerrazón de las tinieblas: “La luz es tanto como el ‘ser’. La ‘noche’, la opacidad
total, es la muerte” (R. Spaemann). Dios es Aquel que, en Cristo, viene
a nuestro encuentro para abrir para nosotros un futuro con su luz.
Sería triste que, pudiendo ser
conducidos por la luz, nos conformásemos con ir de un lado para otro bajo la
antorcha de una caverna o persiguiendo fuegos fatuos, renunciando a
comprendernos a nosotros mismos, declinando la posibilidad de entender nuestro
destino.
Acercándose a nosotros, Dios
nos guía hasta la salida de la gruta y nos expone a la luz del día para poder
ver con los ojos de la fe la novedad de su presencia luminosa: “la figura de Jesús, el Sol de Justicia, y el cielo en el
que vive, y la brillante Estrella de la mañana que es su Madre
bienaventurada, y la plácida Luna que representa a su Iglesia, y los
silenciosos astros, que son los hombres santos en camino hacia el eterno
reposo” (J.H. Newman).
El Señor del Universo viene a
nuestro encuentro con la Encarnación de su Hijo. Se hace presente en el templo
de la Iglesia cada vez que celebramos la Eucaristía, que es “fuente y culmen de toda la vida cristiana”, de
todo el culto espiritual. Jesús es el Rey de la gloria que entra en su
santuario, como canta el Salmo 23.
Él viene a nosotros, que
debemos alzar los dinteles y las antiguas compuertas para franquearle el paso.
Él llama a la puerta de nuestros corazones, como llamó a la puerta del Corazón
Inmaculado de María para hacerse hombre en su seno purísimo. Debemos abrirle,
como Ella, la puerta de nuestra alma para dejarnos iluminar por su Luz y para
ser, en medio del mundo, “luces cercanas” que ayuden a caminar a los demás.
Irradiaremos la Luz que es
Cristo mediante la vivencia de la fe que, por pura gracia, nos permite
participar del modo en el que Dios lo contempla todo, acercándonos así a la
verdad que libera: Viendo la naturaleza como creación, que ha de ser
custodiada; viendo a los otros hombres como hijos suyos y hermanos nuestros;
viendo la ciudad de los hombres no como una jungla en la que ha de prevalecer
el más fuerte, sino como una familia grande de aquellos que comparten un mismo
itinerario.
Irradiaremos la Luz que es
Cristo testimoniando la caridad y la misericordia que, en medio de la fatuidad
de la soberbia y de la prepotencia, es el auténtico tesoro que no caduca, el
valor que tiene permanencia para siempre.
Irradiaremos la Luz que es
Cristo siendo esperanzados e invitando a la esperanza, con la certeza de que un
mañana mejor es posible, con la seguridad de que merece la pena intentarlo y
con la confianza de un mañana definitivo que se inaugura en el hoy del
encuentro con Jesús.
En este santuario, como en el
templo de Jerusalén, Dios no se cansa de acercarse a nosotros para que nosotros
podamos vivir en Él y con Él. Amén.
Guillermo Juan
Morado.
Parroquia de
Santa María de Castrelos (Vigo)
2.Febrero.2018.
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