Se convirtió en mi
oración preferida para ayudarme a construir mi sistema inmune espiritual.
Hace algunos años, mientras
charlaba con una amiga que había llegado al catolicismo en gran parte gracias a
su encuentro con el Rosario, admití arrepentida que mi propia valoración de la
devoción, desde mi catolicismo de toda la vida, era poco fructífera.
Tardaba muchísimo, me
quejé. Ella no estaba de acuerdo, pero admitió que quizás la oración se le
hacía más rápida porque ella solía omitir el Credo apostólico del principio.
“Directamente te
metes de lleno, ¿no?” Pregunté. “Bueno, beso el crucifijo y luego
digo ‘Bueno, ya sabes, creo en todo eso y luego empiezo”.
Cuando pensaba en ello más
tarde, me di cuenta de que yo tenía el hábito de apresurarme durante el Credo,
tan rápido y tan inconsciente que, básicamente, lo omitía del Rosario. Mi amiga
al menos reconocía que creía en todo lo que contenía el Credo, aunque no lo
pronunciara al completo. Yo lo recitaba en piloto automático, así que lo
convertía en un ejercicio totalmente vacuo.
Las palabras sin ideas son
peligrosas y volubles, para empezar, pero, en cualquier caso, ¿qué tipo de
locura es repetir “Creo… Creo… Creo…” sin
prestar atención a lo que viene a continuación? En un mundo lleno de cosas “visibles e invisibles”, ¿qué tipo de estropicio
creará semejante inconsciencia para las fuerzas de la luz y la oscuridad que
luchan por nosotros?
Imaginaba a los ángeles
diciendo en mi defensa: “Está pronunciando las
palabras; una declaración imperfecta sigue siendo una declaración”.
“Una declaración
sin raíz”, respondían
entre risas los demonios. “Se derrumbará al primer
desafío”.
Era cierto, y yo lo sabía. La “niña” ficticia de Flannery O’Connor quizás
pensara que “podría ser una mártir si la mataban lo
bastante rápido”, pero mi incapacidad para concentrarme durante una
declaración sólida de fe durante el periodo aproximado de 30 segundos no
hablaba muy bien de mis propias posibilidades… El martirio crea santos, pero la
convicción que apoya al testigo heroico debe fundamentarse en algo.
Agradecida por lo que
consideré una instigación angelical, tomé la decisión consciente de afrontar de
forma renovada el Credo apostólico. Empecé a rezarlo con plena consciencia,
todos los días, aunque no estuviera empezando un Rosario. Por primera vez en mi
vida, de verdad estaba reflexionando sobre lo que decía y de hecho me
reafirmaba de corazón con cada parte: Sí, creo en Dios Padre; sí, creo en
Jesucristo, Su Hijo. Sí, creo en que Jesús fue concebido por el Espíritu Santo y
nacido de la Virgen María. Sí, creo. Creo
en esto.
Y algo extraordinario sucedió.
Pude sentir que se fortalecía mi conexión con Jesucristo y Su iglesia. Con cada
consentimiento me daba cuenta de que conectaba y me amoldaba a un “SÍ” gigante y constante de Dios, que formó y
mantiene toda la creación. Pasé de acelerar este prefacio y oración a
regodearme en él, a meditar sus misterios, a encontrar consuelo dentro de cada
idea y, con el tiempo, a descubrir toda una nueva confianza en mi fe.
El Credo apostólico se
convirtió en mi oración preferida en momentos de estrés, ya fuera sentada en la
silla del dentista o en una sala de emergencias. El apoyo fundacional para
todos los “pequeños martirios” de la vida
que nos condicionan ante lo que nos espera: Creo en la
comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y
la vida eterna.
Esas palabras son
armas capaces de protegernos en medio de la desolación y el miedo.
Amar el Credo apostólico
significó ir más lejos; significó estar presente para ese otro Credo que
desafiaba mi paciencia, el Credo niceno que declaramos cada domingo. Significó
anticiparme a un recitado mecánico y de mente abstraída para poder sumergirme
mejor en sus profundidades inescrutables —nacido del Padre antes de todos los siglos— y luego
hacer mía la oración lo mejor que supiera.
En la exquisita novela In This House
of Brede [En esta casa de Brede], de Rumer Godden, una monja
benedictina contempla los primeros y confusos efectos colaterales del Concilio
Vaticano Segundo y afirma: “La Iglesia ha tenido
una intoxicación sanguínea; creo que porque ha perdido el desinfectante del
Credo”.
Nuestro tiempo no es menos
problemático. El buen desinfectante de nuestros Credos puede ayudarnos a
construir nuestros sistemas inmunes espirituales, a hacerlos lo bastante
fuertes como para soportar martirios grandes y pequeños.
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