miércoles, 22 de noviembre de 2017

(464) EVANGELIZACIÓN DE AMÉRICA –9. ABUSOS Y DENUNCIAS


–Abusos, quejas, protestas, denuncias…
–Indios y españoles tenían que confesar juntos: «pecador me concibió mi madre» (Sal 50).

–UNA MISIÓN GRANDIOSA, PERO MUY DIFÍCIL
Dios encomienda a España el descubrimiento, conquista, civilización y sobre todo evangelización de América. Una misión semejante es una de las obras históricas más buenas, bellas y estimulantes que pueda haber. Pero, como en seguida veremos, es una obra muy difícil y presenta problemas estratégicos, sanitarios, morales, jurídicos, etc. de enorme volumen. Y para los cuales apenas hay precedentes (buenos o malos) de los que aprender o corregir… La obras muy muy difíciles suelen hacerse mal, sobre todo al principio. 
Pero, como también veremos, siempre el Señor providente y misericordioso asiste con su gracia a quienes envía, para que puedan cumplir dignamente su servicio. Está claro –y aún más claro en cuestiones tan complejas y arduas– que sin la ayuda de Dios no podemos nada (Jn 15,5). E igualmente verdadero y cierto es que «todo lo podemos en Aquél que nos conforta» (cf. Flp 4,13). De ambas verdades tuvieron experiencias muy profundas los españoles, portugueses y otros que se entregaron a tan formidable misión.
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–EL TERRIBLE ACABAMIENTO DE LOS INDIOS
Se remediaron algunos de los abusos más patentes de la primera hora, pero las cosas seguían estando muy mal. De los 100 o 200.000 indígenas, o quizá un millón, de La Española, sólo quedaban en 1517 unos 10.000. En los años siguientes, aunque no en pro­porciones tan graves, se produjo un fenómeno análogo en otras re­giones de las Indias. ¿Cómo explicarlo? No puede acusarse simul­táneamente a los españoles de asesinos y de explotadores de los indios, pues ningún ganadero mata por sadismo el ganado que está explotando. Tuvo que haber, además de los trabajos excesivos, de los malos tratos y de las guerras –que fueron pocas y breves–, otras causas… Y las hubo.
Por una parte, la población nativa americana, antes de la llegada de los españoles, experimentaba una disminución muy grave. Un equipo norteamericano, dirigido por los profesores Richard H. Steckel y Jerome C. Rose (The Backbone of History, Cambridge University Press), documenta «un triste panorama de pésima salud por todo el continente, en declive mucho antes de 1492». Las «poblaciones nativas estaban cayendo en picado desde muchos siglos antes de la conquista […] El momento óptimo en la salud de los nativos americanos se remonta a mil años antes de la llegada de los pioneros españoles. A partir de entonces, no hay más que una espiral de miseria y enfermedad». Los profesores del estudio aludido atribuyen «en gran parte el pésimo panorama de salud entre las poblaciones precolombinas al inicial desarrollo de la agricultura y a los asentamientos urbanos», que obraron como espada de doble filo.

EPIDEMIAS Y PESTES
    Por otra parte, hace tiempo se sabe que el pa­voroso declive demográfico de los nativos se debió principalmente a las pestes, a la total vulne­rabilidad de los indios ante agentes patógenos allí desconocidos (cf. La Cierva, Gran Hª 517). El mexicano José Luis Martínez, en su reciente libro Hernán Cortés, escribe que el «choque microbiano y viral, según Pierre Chaunu, fue responsable en un 90% de la caída radical de la población india en el conjunto entonces conocido de América» (19).
    Por lo demás, no se conoce bien cuánta población tenía América en tiempos del descubrimiento. Rosenblat calcula que en las Indias había «al tiempo de la Conquista 13.385.000 habitantes. Pues bien, cuarenta años después, en 1570, ella se había reducido a 10.827.000» (Zorrilla, Gestación 81). Otros autores, como José Luis Martínez, siguiendo a Borah, Cook o Simpson, del grupo de Berke­ley, dan cifras muy diversas, y consideran que el número «de 80 mi­llones de habitantes en 1520 descendió a 10 millones en 1565-1570» (Cortés 19). Son enormes las diferencias entre los cálculos, pero sí hay actualmente coincidencia en ver las epidemias como la causa principal del trá­gico despoblamiento de las Indias, pues caídas demográficas seme­jantes se produjeron también entre los indios sin acciones bélicas: «Tal es el caso, escribe Alcina, de la Baja California que, entre los años 1695 y 1740, pierde más del 75 por 100 de su población, sin que haya habido acción militar de ningún género» (Las Casas 54; +N. Sánchez-Albornoz, AV, Historia de AL 22-23).
    Concretamente, el efecto de las epidemias en México, al llegar los españoles, fue ya descrito por el franciscano Jerónimo de Mendieta, a fines del XVI, cuando da cuenta de las siete plagas sucesivas que abrumaron a la pobla­ción india (Historia ecl. indiana IV,36). La primera, concreta­mente, la de 1520, fue de viruela, y «en algunas provincias murió la mitad de la gente». De esa misma plaga leemos en las Crónicas in­dígenas: «Cuando se fueron los españoles de México [tras su pri­mera entrada frustrada] y aun no se preparaban los españoles con­tra nosotros se difundió entre nosotros una gran peste, una enfer­medad general… gran destruidora de gente. Algunos bien les cubrió, por todas partes [de su cuerpo] se exten­dió… Muchas gentes mu­rie­ron de ella. Ya nadie podía andar, no más estaban acostados, ten­didos en su cama. No podía nadie moverse… Muchos murieron de ella, pero muchos solamente de hambre murieron: hubo muertos por el hambre: ya nadie tenía cuidado de nadie, nadie de otros se preo­cupaba… El tiempo que estuvo en fuerza esta peste duró se­senta días» (León-Portilla, Crónicas 122; +G. y J. Testas, Conquista­do­res 120).
    De todos modos, en los comienzos y también después, la despo­blación angustiosa de los indios en toda América, aunque debida sobre todo a las epidemias, tuvo otras graves causas: el trabajo duro y rígidamente organizado, al que los indios apenas se podían adaptar; la malnutrición sufrida con fre­cuencia por la población indígena a consecuencia de requisas, de tributos y de un sistema de cultivos y alimentación muy diversos a los tradicionales; los desplazamientos forzosos para acarreos, ex­pediciones y labores; el trabajo en las minas; las incursiones béli­cas de conquista y los malos tratos, así como las guerras que la presencia del nuevo poder hispano ocasionó entre las mismas et­nias indígenas; la caída en picado del índice de natalidad, debido a causas biológicas, sociales y psicológicas…

Sin embargo, el pretendido genocidio de los indios en la América hispana es falso. Lo sabemos por la historia, y podemos comprobarlo en el presente. En el norte de América es donde los indígenas fueron prácticamente exterminados. De hecho, quedan muy pocos.
Actualmente, en Canadá, el 98% de la población es de origen europeo y el 2% restante es aborigen. En Estados Unidos el 88% es de procedencia europea, y un 12% de origen indio, negro o asiático. Por el contrario, en los pueblos americanos unidos a España estos porcentajes son muy diferentes. En muchos de ellos la mayoría de la población desciende de los indígenas primitivos, con más o menos proporción de mestizaje. Los extraños son muchos menos que en la América no hispana. En México hallamos, p. ej., un 15% de origen europeo y criollo; en Honduras, un 11% europeos; en Paraguay, un 5% europeos; etc. Es cierto que hay excepciones, como el Uruguay, la república más blanca de Iberoamérica; pero ello es debido a que, después de la independencia, los indomables indios charrúas fueron exterminados sistemáticamente.
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–UN CLAMOR CONTINÚO DE PROTESTAS
La acción de España en las Indias fue ciertamente mejor que la realizada por otras potencias en el Brasil o en el Norte de América, o por la desarrollada modernamente por los eu­ropeos en Africa o en Asia. Sin embargo, hubo en ella, sobre todo en los primeros años, muchos crímenes y abusos. Pues bien, esos ex­cesos provocaron en el mundo hispano una autocrítica continua que no tiene tampoco comparación posible en ninguna otra empresa imperial o colonizadora de la his­toria pasada o del presente. Por eso, al hacer memoria de los he­chos de los apóstoles de América, es de justicia que, al menos bre­vemente, recordemos las innumerables voces que se alzaron en de­fensa de los indios, y que consiguieron más o menos su bien, evi­tando muchos males o aliviándolos. 
Los Reyes Católicos, cortando en seco ciertas ideas esclavistas de Colón o reprochando acerbamente a Ovando su acción de Xara­guá, van a la cabeza del indigenismo procurador de los derechos humanos. De las innumerables denun­cias formuladas al Rey o al Consejo de In­dias por representantes de la Corona en las Indias, recordaremos como ejemplo aquella carta que Vasco Núñez de Balboa, en 1513, escribe al Rey desde el Darién, quejándose del mal trato que los go­bernadores Diego de Nicuesa y Alonso de Hojeda daban a los in­dios, que «les parece ser señores de la tierra… La mayor parte de su perdición ha sido el maltratamiento de la gente, porque creen que desde acá una vez los tienen, que los tienen por esclavos» (Céspedes, Textos n.18). Es cierto que las denuncias sobre abusos en las Indias fueron formuladas sobre todo por los misioneros, pero también por laicos.

LAS GRAVES DENUNCIAS DE LOS RELIGIOSOS
Volvemos a los comienzos de la presencia de España en América.
El primer domingo de Adviento de 1511 en Santo Domingo, el do­minico fray Antonio de Montesinos, con el apoyo de su comunidad, predicó un sermón tremendo, que resonó en la pequeña comunidad de españoles como un trueno, pues en él denunciaba con acentos apocalípticos –no era para menos– los malos tratos que estaban sufriendo los indios:  «¿Éstos no son hombres? ¿Con éstos no se deben guardar y cumplir los preceptos de caridad y de la justicia? ¿Éstos no tenían sus tierras propias y sus señores y señoríos? ¿Éstos hemos ofendido en algo? ¿La ley de Cristo, no somos obli­gados a predicársela y trabajar con toda diligencia de convertir­los?… Todos estáis en pecado mortal, y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes».
   A estas exhortaciones y reprensiones morales gravísimas –que no serían del todo nuevas para los oyentes– y muy tempranas (1511), añade Monte­sinos una cuestión casi más grave: «Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios?». Las Casas, también dominico, nos cuenta de Montesinos que «concluido el sermón, bájase del púlpito con la cabeza no muy baja»… (Céspedes, Textos n.15).          
Denuncias como ésta hubo muchas. Ya desde los primeros años de la conquista, que es cuando los abu­sos se produjeron con más frecuencia, las voces de protesta fueron continuas en todas las Indias. Así, a finales del XV, llegaron a España las acusaciones de los franciscanos belgas Juan de la Deule y Juan Tisin (La Cierva, Gran Hª 523). En 1511, como vimos, explotó el sermón de Montesinos.
En 1513, fray Matías de Paz, catedrático de Salamanca, escribe Del dominio de los reyes de España sobre los indios, denunciando el impedimento que los abusos ponen a la evangelización, y afir­mando que jamás los indios «deben ser gobernados con dominio despótico» (Céspedes, Textos 31). José Alcina Franch hace un breve elenco de varias intervenciones semejantes (Las Casas 29-36). El dominico fray Vicente Valverde, en 1539, escribe al Rey desde el Cuzco acerca de los abusos sufridos por los indios «de tantos locos como hay contra ellos», y le refiere cómo «yo les he platicado mu­chas veces diciendo cómo Vuestra Majestad los quiere como a hijos y que no quiere que se les haga agravio alguno». En 1541, tam­bién desde el Cuzco, el bachiller Luis de Morales dirige al Rey in­formes y reclamaciones semejantes. También son de 1541 las graves denuncias que el franciscano fray Toribio de Benavente, Motoli­nía, hace en su Historia de los indios de la Nueva España, contra los abusos de los españoles, sobre todo en los inicios de su pre­sencia indiana, aunque también los defiende con calor de las difa­maciones procedentes del padre Las Casas.
   
LA SOLICITUD DE LOS OBISPOS MISIONEROS
Podemos tomar en esto, como ejem­plo significativo, la actitud de los obispos de Nueva Granada (Colombia-Venezuela), región que, como veremos más adelante, fue conquistada con desorden y mal gobernada en la primera época.
    El primer obispo de Santa Marta, de 1531, fue el dominico fray Tomás Ortiz, cuya enérgica posición indigenista es tanto más nota­ble si se tiene en cuenta su relación de 1525 al emperador Carlos, en la que informa que aquellos indios «comen carne humana y [son] sodométicos más que generación alguna… andan desnudos, no tie­nen amor ni vergüenza, son como asnos, abobados, alocados, in­sensatos» (Egaña, Historia 15). Este obispo, que fue primer protec­tor de los indios en Nueva Granada, escribe a la Audiencia de La Española, denunciando los atropellos cometidos en una entrada, que dejó a los indios «escandalizados y alborotados y con odio a los cristianos». Su sucesor, el franciscano Alonso de Tobes, se en­frentó también duramente a causa de los indios con el gobernador Fernán­dez de Lugo.
    El nuevo obispo, desde 1538, Juan Fer­nández de Angulo, en 1540 escribe con indignación al rey, y Las Casas hace un extracto de la carta en la Destrucción: «En estas par­tes no hay cristianos, sino demonios; ni hay servidores de Dios ni del rey, sino traidores a su ley y a su rey». Los indios están tan es­candalizados que «ninguna cosa les puede ser más odiosa ni abo­rrecible que el nombre de cristianos. A los cuales ellos, en toda esta tierra, llaman en su lengua yares, que quiere decir demonios; y sin duda ellos tienen razón… Y como los indios de guerra ven este tra­tamiento que se hace a los de paz, tienen por mejor morir de una vez que no muchas en poder de cristianos».
    En 1544, fray Francisco de Benavides, obispo de la vecina Cartagena de Indias, tercer pro­tector de los indios en Nueva Granada, comunica al Consejo de In­dias: «Yo temo que las Indias han de ser para que algunos no va­yamos al Paraíso. Y la causa más principal es que no queremos creer que lo que tomamos a los indios de más de lo tasado, somos obligados a restituirlo».
    En 1547, fray Martín de Calatayud, jeró­nimo obispo de Santa Marta y cuarto protector de los indios en Nueva Granada, estima que por entonces no hay posibilidad de evangelizar aquellos indios, «por ser de su natural de los más dia­bólicos de todas las Indias, y, sobre todo, por el mal tratamiento que les han hecho los pasados cristianos… tomándoles por esclavos y robándoles sus haciendas». Él, personalmente, renuncia a su protectoría en protesta de tantos abusos de los españoles (Egaña 16,17).
    En 1548, el ve­cino obispo de Popayán, el protector de los indios Juan del Valle, se manifiesta también en muy fuertes términos pro indigenistas. En 1550 el dominico fray Domingo de Santo To­más, obispo de Charcas, autor de un Vocabulario y de una Gramá­tica de la lengua general de los indios del Reyno del Perú (1560), escribe al Rey una carta terrible «acerca de la desorden pasada desde que esta tierra en tan mal pie se descubrió, y de la barbarería y crueldades que en ella ha habido y españoles han usado, hasta muy poco a que ha empezado a haber alguna sombra de orden…; desde que esta tierra se descubrió no se ha tenido a esta miserable gente más respeto ni aun tanto que a animales brutos» (Egaña, His­toria 364).
Por otra parte, era especialmente en el sacramento de la confesión donde las conciencias de los cristianos en las Indias, fueran españoles o indios, recibían iluminación, corrección y juicio. De ahí la importancia que para la defensa de los indios y la promoción de su bien por los hispanos tuvieron obras como la del primer arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Lo­ayza, publicada en 1560, Avisos breves para todos los confesores de los Reynos del Perú (Olmedo, Loaysa, Apénd. IV). O entre 1560 y 1570 las Instrucciones de los padres dominicos para confesar con­quistadores y encomenderos.

MÁS DENUNCIAS
    Fueron muy numerosas las denuncias de los abusos en las Indias a través de libros y panfletos, relaciones y cartas, destacando aquí la enorme obra escrita por el padre Las Casas, de la que en el próximo artículo nos ocuparemos. Recuerdo algún otro ejemplo.
   En 1542 el letrado Alonso Pérez Martel de Santoyo, asesor del Cabildo de Lima, envía a España una Relación sobre los casos y negocios que Vuestra Majestad debe proveer y remediar para estos Reinos del Perú. En sentido semejante va escrita la Istoria sumaria y relación brevíssima y verdadera (1550), de Bar­tolomé de la Peña. De esos años es también La Destruyción del Perú, de Cristóbal de Molina o quizá de Bartolomé de Sego­via. En 1556, un conjunto de indios notables de México, entre ellos el hijo de Moctezuma II, escriben a Felipe II acerca de «los muchos agravios y molestias que recibimos de los españoles», so­licitando que Las Casas sea nombrado su protector ante la Corona. En 1560 fray Francisco de Carvajal escribe Los males e injusticias, crueldades, robos y disensiones que hay en el Nuevo Reino de Granada. También en defensa de los indios está la obra del bachi­ller Luis Sánchez Memorial sobre la despoblación y destrucción de las Indias, de 1566.
   Esta autocrítica se prolonga en la segunda mitad del XVI, como en el franciscano Jerónimo de Mendieta (Historia eclesiástica indiana, 1596, p.ej., IV,37), y todavía se prolonga en el siglo XVII, en obras como el Me­morial segundo, de fray Juan de Silva (Céspedes, Textos n.70); la Sumaria relación en las cosas de Nueva España, de Baltasar Doran­tes de Carranza; la Monarquía indiana de fray Juan de Torquemada; la Historia general de las Indias Occidentales, de fray Antonio de Remesal; el Libro segundo de la Crónica Miscelánea, de fray Anto­nio Tello; o los escritos de Gabriel Fernández Villalobos, marqués de Varinas, Vaticinios de la pérdida de las Indias, Desagravio de los indios y reglas precisamente necesarias para jueces y ministros, y Mano de relox que muestra y pronostica la ruina de América.        
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–EL PODER BENÉFICO DE LA CORONA ESPAÑOLA
Puede decirse, pues, que durante el siglo XVI la autocrítica his­pana sobre la acción en las Indias fue continua, profunda, tenida en cuenta en las leyes y hasta cierto punto en las costumbres. Y esto nos lleva a considerar una realidad muy notable. Llama la atención que obras tan incendiarias como algunas de las citadas, no tuvieran dificultad alguna con la censura, en una época, como el XVI, en que cualquier libro sospechoso podía ser secuestrado, sin que ello produjera ninguna reacción popular negativa. Más aún, fueron hechos Obispos no pocos pastores y religiosos denunciantes.
La Inquisición, iniciada en la Iglesia a principios del siglo XIII, fue implantada en Castilla en 1480, y no estuvo ociosa. En el Nuevo Mundo, los indios neocristianos no estaban sometidos a ella; pero sí los españoles. Sin embargo, los auto­res más detractores de la obra de España en América, como Las Casas, no solamente no fueron persegui­dos por la Inquisición en sus escritos, sino que con relativa frecuencia recibieron promociones a altos cargos reales o episcopales. Las Casas fue Protector de los indios y ele­gido Obispo de Chiapas. Toda su vida gozó del favor del Rey y del Consejo de Indias.
Con razón, pues, han observado muchos historiadores que el hecho de que las máximas autoridades de la Corona y de la Iglesia permitieran sin límite alguno la proliferación de esta literatura de protesta –a veces claramente difamatoria, como en ocasiones la de Las Casas–, es una prueba pa­tente de que, tanto en los que protestaban como en las autoridades que toleraban las acusaciones, había una sincera voluntad de llegar en las Indias a una vida justa y noble, conforme con las enseñanzas de Cristo.
En España, las Cortes Generales se hacen eco de todas estas vo­ces, y en 1542, reunidas en Valladolid, elevan al emperador esta pe­tición: «Suplicamos a Vuestra Majestad mande remediar las cruel­dades que se hacen en las Indias contra los indios, porque de ello será Dios muy servido y las Indias se conservarán y no se despo­blarán como se van despoblando» (Alcina 34).
Si exploramos la España de aquella época, concluimos que no hubo miedo a la verdad en la cuestión de las Indias, sino búsqueda apasionada de la misma, y que se produjeron grandes formulaciones doctrinales y eficaces medidas pastorales que fueron superando muchos males. Lo comprobaremos, Dios mediante, en el próximo artículo.

José María Iraburu, sacerdote

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