En otra ocasión, hace más
o menos dos años, también con motivo de la fiesta del bautismo de Jesús, hablé
sobre el papel que el Espíritu Santo jugó en aquel momento. Ahora vuelvo a la
carga con el mismo tema y espero que el paciente lector me perdone. Creo que es
importante y no una mera figura literaria, que aparece en el relato de los
evangelistas, cuando hablan del bautismo de Jesús. Como tampoco es meramente
casual el mismo bautismo de Jesús, aunque sea una ocasión estupenda para
recordar nuestro bautismo.
Hay además un detalle que
no podemos pasar de largo. Cuando Pedro habla del comienzo de la vida pública
de Jesús, en los Hechos de los Apóstoles, afirma que fue “ungido por Dios con
la fuerza del Espíritu” (Hch 10,38). Hay una íntima relación entre Jesús y el
Espíritu Santo. La misión de éste es continuación de la misión de Cristo. Son,
en consecuencia, inseparables.
La encarnación se realizó
por obra del Espíritu Santo. Después del bautismo en el Jordán, el Espíritu lo
lleva por el desierto durante cuarenta días. A continuación, Jesús se presenta
en la sinagoga de Nazaret como el Siervo de Dios ungido por el Espíritu. Se
ofrece al Padre en sacrificio por la fuerza del Espíritu. Y resucita y es
constituido Hijo de Dios también por el Espíritu. Vamos, creo que está
clarísimo, ¿no?
Y todo esto, ¿qué
consecuencias tiene para nosotros? La más importante y fundamental, que la
humanidad de Cristo se convierte en lugar de la presencia del Espíritu Santo. A
partir de aquí podemos sacar otras tres.
Primero, hace que la
redención de Cristo sea universal. Abarca todo tiempo y espacio, de tal manera
que Jesús es el principio y el fin de la historia. La salvación, por tanto, no
es para unos pocos, ni para unos privilegiados que vivieron con Jesús o
estuvieron cerca de Él. Es para todos los hombres y todos los tiempos.
Segundo, hace presente la
redención. La acción del Espíritu Santo hace que Cristo no sea una figura del
pasado, sino que por medio de la fe entramos a formar parte de la comunión de
los santos, de manera que, cada uno de nosotros, puede decir con verdad, “la
Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos
la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó” (1Jn 1,2).
Y, tercero, nos configura
con Cristo. Realiza en nosotros la semejanza a la humanidad del Verbo, la
filiación divina. Nos muestra la humanidad perfecta, sin la corrupción del
pecado y de la muerte, y a la que nosotros también estamos llamados.
Determinó, por tanto, el tiempo
en que el Espíritu Santo habría de descender hasta nosotros, a
saber, el del advenimiento de Cristo, y lo prometió al decir: En aquellos
días –se refiere a los del Salvador– derramaré mi Espíritu sobre toda
carne. Y cuando el tiempo de tan gran
munificencia y libertad produjo para todos al Unigénito encarnado en el
mundo, como hombre nacido de mujer –de acuerdo con la divina Escritura–, Dios
Padre otorgó a su vez el Espíritu, y Cristo, como
primicia de la naturaleza renovada, fue el primero que lo recibió. Y esto
fue lo que atestiguó Juan Bautista cuando dijo: He contemplado al Espíritu
que bajaba del cielo y se posó sobre él.
Cirilo de Alejandría, Comentario sobre
el Evangelio de San Juan, 5,2.
Andrés
Martínez Esteban
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