A la luz de la experiencia de
Abrahám e Isaac, acercamos nuestra alma al testimonio de Jesús quien,
sobreponiéndose al cúmulo de humillaciones, desprecios y burlas que ya se ciernen
sobre Él y que alcanzarán su punto culminante en su muerte de cruz como si
fuera un maldito (Gá 3,13), proclama con serena majestad: “El que me ha enviado está conmigo: no
me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8,29). No
es simplemente estar juntos como Abrahám e Isaac. La experiencia–realidad de
Jesús alcanza la plenitud de la comunión con el que le envía. Oigamos lo que
dice a sus discípulos: “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”
(Jn 14,11).
Jesús sabe que está llevando a su
pleno cumplimiento toda la Escritura (Mt 5,17); por lo tanto, también la figura
de Isaac en todas sus dimensiones: su relación con su Padre, su caminar juntos
a lo largo de la misión confiada, la prodigiosa intervención de la Voz de lo
alto mostrando a Abrahám un cordero para el sacrificio. Jesús no espera ningún cordero que le sustituya en la cruz; sabe
que ¡Él es el Cordero que carga con el pecado del mundo! (Jn 1,29).
Sin embargo, el “¡Dios proveerá!”
que Abrahám anunció a su hijo Isaac, resuena en Él con toda la fuerza y
convicción que emanan del amor y la confianza que tiene en su Padre. Sólo así
se entiende el enlace que hace con el anciano patriarca ante los judíos que se
resistían a creer en Él: “Vuestro padre Abrahám se regocijó pensando en ver mi
Día; lo vio y se alegró” (Jn
8,56).
El gozo de Abrahám viendo a lo
lejos la resurrección del Hijo de Dios, de esto es de lo que está hablando
Jesús. Su Día no es otro que el día de Yahvé por excelencia, día en el que
realizó la obra que está por encima de todas las obras, la maravilla de las
maravillas. Tal y como nos anuncian los santos Padres de la Iglesia: el Día de
la resurrección del Señor. Día que absorbe, hasta anularla por completo, “la
hora del poder de las tinieblas” (Lc 22,53).
Es el día Santo y Glorioso en el
que Dios Padre levantó a su Hijo del sepulcro, abriendo así la vida eterna a
toda la humanidad; el día en que sus discípulos –los de entonces y los de todos
los tiempos– han venido a saber que era verdad que el Padre “dio al Hijo tener
vida en sí mismo” (Jn 5,26). Es el Día de los días, en el que podríamos decir
que Dios se esmeró hasta el extremo en su amor por el hombre. Día, en fin,
anunciado y profetizado por el salmista con toda clase de epítetos que
rivalizan en esplendor. “…Ésta ha sido la obra de Yahvé, una maravilla a
nuestros ojos. ¡Este es el día que Yhavé ha hecho, exultemos y gocémonos en él!
¡Yahvé nos da la salvación! ¡Yahvé nos da la victoria!…” (Sl 118,23–25).
La muerte ha sido absorbida por
la victoria –cantaban los primeros cristianos en sus liturgias al celebrar la
resurrección del Señor. La hora del
príncipe de este mundo ha sido absorbida por el Día de Yahvé, convertido
ahora en el Día de su Hijo, aquel que Abrahám vio a lo lejos con los ojos de su
alma provocando su exultación.
Jesús, el Pastor por excelencia,
da su vida por sus ovejas sin separarse de su Padre. Al igual que Abrahám con
Isaac, ambos caminaron juntos a lo largo de la misión. Lo que ahora nos llena
de sorpresa y colma de gozo es ver que el Hijo de Dios pasa el paralelismo que
ha vivido con el Padre respecto a Abrahám e Isaac, a sus discípulos, aquellos
que han de pastorear el mundo entero con su Evangelio, al que Pablo llama “fuerza de Dios para la salvación de todo el
que cree” (Rm 1,16).
No les envía a anunciar el
Evangelio por su cuenta y riesgo, menos aún como obra suya y personal. No, Él
está con ellos en su misión, nunca les dejará solos, como el Padre nunca le
dejó a Él. Así se lo hace saber cuando les envía por el mundo entero. “Id,
pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo
os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo” (Mt 28, 19–20). El yo estaré con vosotros no es sólo una garantía de
seguridad, sino –y por encima de todo– garantía de que serán pastores según su
corazón.
P.Antonio
Pavía
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