jueves, 29 de mayo de 2014

UN ABRAZO DEL SEÑOR


Todo creyente sabe…, o debe de saber, que Dios nos ama, a todos y a él en especial, porque todos somos especiales para el amor de Dios. En la medida que un alma avanza en el camino hacia el Señor, siempre va viendo con más claridad, lo que es el mundo de la espiritualidad y esto tiene su lógica porque en la medida que nuestra alma se va perfeccionando los ojos de su alma y ellos reciben más luz divina y subsiguientemente ellos empieza a ver con más claridad lo que antes no veían. Y esta nueva visión le descubre al alma, un mundo desconocido en el que el amor, es el todo de todo y para todo.

            Pero desgraciadamente no son todas las almas, las que al menos han tenido una leve visión de lo que es el amor del Señor a todos y cada uno de nosotros. Son varias las razones por las que avanzar hacia el Señor no es todo lo fácil que desearíamos que fuese. Por un lado en el mundo de la vida espiritual, el tiempo no existe como si existe, en el mundo materia. Todo lo que pertenece al mundo del espíritu es inmortal o eterno, como lo es nuestra alma, los bienes espirituales que podamos recibir, o los que nosotros podamos crear con nuestras oraciones y sacrificios. Por otro lado nunca olvidemos las actuaciones demoniacas, que siempre están obstaculizado nuestro camino hacia el amor al Señor, San Pedro en su segunda epístola nos dice: “Sed sobrios y vigilad, que vuestro enemigo el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quien devorar, resistidles firmes en la fe”. (2Pdr 5,8).

            En los Evangelios y en el resto de la Biblia, encontramos numerosas expresiones, que no dan fe de ese amor incomprensible que el Señor nos tiene, hasta el punto que ello debe de ser incomprensible también para los ángeles, que nos contemplan y que seguramente se deben de preguntar: Pero que le han dado los hombres a Dios que Él está que pierde la cabeza, siendo el mendigo de amor de los hombres como nos decía Santa Teresa de Lisieux. Y así es el Señor nos ama de tal forma que reiteradamente busca nuestro amor. Pero quizás el versículo más expresivo de los evangelios, referente al amor de Dios a nosotros, es el que dice: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”. (Jn 3,16).

            Con referencia a ese amor tan tremendo que Dios nos tiene, he recibido una historia anónima, pero manifestándose en ella, que la misma, se refiere a hechos verídicos, la historia dice:

Había una pareja sin creencia religiosa alguna, puramente atea que tenía una hija de muy corta, edad. Como es de suponer desde su nacimiento, ni el padre ni la madre la habían bautizado, ni nunca le habían hablado de Dios a la niña y como tampoco nunca había ido todavía a ningún colegio, nadie le había hablado de Dios. Las malas relaciones de los padres entre sí, daban origen a continuas peleas entre ellos.

Una noche, cuando la niña tenía 5 años, sus padres se pelearon, la pelea fue aumentando, de intensidad, hasta el punto de que el padre de la niña, tomo una pistola y disparó a la madre matándola y a continuación con la misma pistola el padre se suicidó, quedando la niña huérfana. Toda la escena de la muerte de los dos progenitores, fue vista por la niña, que en silencio contemplaba la tragedia.

La niña fue recogida y llevada a un hogar adoptivo. Su nueva madre adoptiva era cristiana y frecuentemente la llevaba a la Iglesia. El primer día de clases dominical en la Iglesia, la madre le dijo a la maestra que la niña nunca había escuchado nada de Jesús, que tuviera paciencia con ella. Un día la maestra mostró una foto de Jesús y dijo: ¿Alguien sabe quién es Él? Y la niña con asombro de su maestra dijo: Yo si lo sé, “Ese es el hombre que me estaba abrazando la noche que mis padres murieron”.

            Es lógico que una niña de 5 años tenga la inocencia el candor y la limpieza de alma suficiente, para poder ver con más facilidad que nosotros, pues es la luz divina, no la material, la que tiene en su alma.

            Cuando decimos que Dios nos ama y sufre con nosotros nuestras penas, no son muchas las personas que comprenda ese loco amor que el Señor nos tiene, hasta el punto de sufrir con nosotros nuestras penas. Más de uno puede pensar, ¿Y siendo Dios omnipotente?, porque no elimina la causa del sufrimiento de los hombres, en vez de acompañar en su dolor al que sufre? Los que así piensan no comprenden lo que es y como necesitamos el valor redhibitorio del sufrimiento. Una madre ve como el médico, le hace daño con su intervención a su hijo y que este, grita y llora, pero la madre no interviene porque sabe que es necesario que el médico realice lo que está haciendo por el bien de su hijo. Evidentemente Dios puede evitarnos el sufrimiento, pero ello sería interferir el libre albedrío que nos ha donado y eso jamás lo hará. Él sufre viendo nuestro sufrimiento, lo mismo que la madre sufre cuando el médico le produce dolor a su hijo.

            El amor del Señor a nosotros no es un amor genérico, sino personal y especifico. Por cada uno de nosotros, Él volvería a pasar otra vez una noche de agonía en Getsemaní, otra noche ante el Sanedrín y ante Pilatos, con las burlas, bofetones y salivazos, otra coronación de espinas y las burlas de la soldadesca, una brutal lluvia de azotes con látigos con puntas de metal que le desgarraban la piel, una caminata hacia el calvario que no pudo resistir y una tremenda crucifixión, hasta su muerte por una lanzada y todo ello lo volvería a hacer cuantas veces fuese necesario por ti lector o por mí a fin de que nos salvemos y no pequemos porque su amor es ilimitado, de tal forma que nosotros no somos capaces de ver hasta dónde puede llegar. Prueba evidente de este amor es la inhabitación Trinitaria, que nos dejó, como consecuencia del sacramento del bautismo y el deseo de estar siempre con nosotros por medio del misterio de la Eucaristía.

            Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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