Ayer hablé del cardenal infante
Fernando de Austria, hoy quiero escribir del segundo y último cardenal-infante Luís
de Borbón, cuyo escudo permanece desde hace siglos sobre el obispado de mi
diócesis. Con ocho años recibió el nombramiento de administrador de la
archidiócesis de Toledo. Y pocos años después, recibió igual nombramiento de la
archidiócesis de Sevilla. Desde el principio manifestó que no tenía deseos de
seguir con los nombramientos que había recibido. Y con veintisiete años hizo
algo muy laudable, se plantó y dijo bien claramente que no deseaba continuar
con esa vida eclesiástica que no había elegido. Además, expresó sin ambages que
aquella renuncia la hacía por motivos de conciencia.
Luis fue como Fernando una
víctima de las ambiciones de los hombres que mezclan lo sagrado con lo profano.
Pero Luis se impuso al destino que le habían marcado. Y vivió una larga vida
como laico, buen esposo y amante padre de sus hijos.
Uno no puede evitar fantasear
imaginando al apóstol Santiago o Bartolomé, preguntándole a Jesús acerca de
estos dos cardenales infantes. El bueno de Jesús sentado junto a una barca,
comiendo unos pescados y una hogaza de pan, frente a estos personajes de
vestiduras de seda, condecoraciones y pelucas.
San Pedro (que, sin duda, no era
un hombre carente de humor) podría haber dicho: todo esto parece sacado de una
novela de Umberto Eco.
La literatura no es posible sin
drama, y el drama no es posible sin el pecado. Todas estas mezclas inmundas de
lo espiritual con lo terreno son deleznables, pero constituyen el paraíso de
las grandes mentes (creyentes y ateas) que se han asomado a los siglos pasados
simplemente para evaluar cómo es la naturaleza humana combinada con los preceptos
celestiales de un reino que no es de este mundo. Ojalá que no hubiera habido
nunca pecado en el mundo.
Pero no podemos dejar de admirarnos ante las formidables posibilidades
estéticas que ha adquirido el pecado en sus millones de combinaciones en estos
dos millares de años de cristianismo. Una historia deleznable y apasionante.
P.
FORTEA
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