martes, 25 de marzo de 2014

ERA VETERANO DE LAS MALVINAS; PERDIÓ SU FAMILIA, CAYÓ EN EL ALCOHOL; ODIABA LA VIDA... PERO SE ALZÓ


Ducha, comida... y el poder de la Confesión contra el odio.

El padre Aldo Trento es un popular misionero italiano en Paraguay, volcado en la acogida de enfermos. Ya contamos en ReL su conversión desde la extrema izquierda a la fe. A veces escribe en Tempi.it testimonios como este que traducimos del italiano.

- Padre, me han dicho que en la calle Asunción Flores, cerca del Tribunal de Justicia Electoral, hay un hombre cubierto de moscas, tumbado en la acera. ¿Qué hacemos?

- Hija mía, vayamos enseguida a recogerlo y lo traemos a casa.

- Pero, padre, está todo ocupado… ¿dónde lo ponemos?

- No te preocupes. En este momento, lo primero que nos pide el Señor es sacar de la calle a su hijo; después la Providencia nos indicará dónde ponerlo.

Llamo a Sor Sonia que me acompaña con la furgoneta a ese lugar; con nosotros viene Irma, la responsable de la casa de ancianos, y una enfermera.

Llegados al lugar el espectáculo es terrible: lleno de llagas, borracho, está cubierto con sus propios excrementos. El olor es insoportable. Le preguntamos su nombre y de dónde viene.

- Me llamo Eduardo, soy argentino, ex combatiente del conflicto de las Islas Malvinas [la inútil guerra entre Inglaterra y Argentina de los años ochenta, ndr].

Sólo me ha podido decir estas palabras.

OLOR A CRISTO
Lo agarramos con delicadeza y mucho cariño, como se alza la Hostia en la Misa; con gran esfuerzo hemos conseguido ponerlo en el asiento de delante, junto a Sor Sonia. El olor ha invadido el automóvil, un hedor insoportable. Pero, a pesar de ello, pienso dentro de mí: este olor es sagrado, es el olor de Cristo.

El Papa no has dicho que nosotros sacerdotes debemos oler a oveja, aunque en estos momento huelo a orina y excrementos… Olores que, sin duda alguna, forman parte también de la vida de un sacerdote.

Mientras volvemos a casa, Eduardo nos pregunta:

- Pero vosotros, ¿por qué hacéis esto por mí?.

Esta pregunta me ha conmovido. Y le he respondido:

- Porque tú eres Jesús crucificado y abandonado.

Eduardo ha mirado la cruz de madera que llevo en el pecho, la ha agarrado y ha dicho: «Jesús, Jesús, Jesús».

AGUA Y COMIDA A LA MESA
Finalmente, una vez en casa, con la ayuda de otra enfermera le hemos hecho entrar, le hemos quitado los vestidos sucios y llenos de excremento, lo hemos lavado, afeitado y puesto un pijama. La ducha le ha despertado y le ha permitido empezar a hablar y caminar.

Nos miraba con afecto cuando le hemos dado de comer una menestra de verdura y carne con pan. ¡Quién sabe cuántos años llevaba sin comer sentado a una mesa!

Antes de irme le he besado la cabeza, saludándole con afecto. Cuando nos hemos ido, nos ha saludado diciendo:

- Os agradezco las sonrisas que me habéis regalado.

Nos hemos mirado y, con lágrimas en los ojos, hemos vuelto al hospital donde nos esperaban otras personas necesitadas y abandonadas. Pero en nuestra mente volvía continuamente su gratitud.

UN CAMBIO RADICAL
Unos días más tarde he vuelto para verle. He tenido que preguntar a la enfermera cual, entre las personas recogidas, era Eduardo. Al oír mi voz me ha reconocido, se ha levantado de la silla, me ha dado la mano y sonriendo, con su voz potente de militar, me ha dicho: «Padre, soy yo, ¡Eduardo!». No daba crédito a mis ojos por el cambio que había tenido desde esa tarde en la que lo habíamos recogido de la acera.

Me ha abrazado con mucho afecto y ha querido que me sentara a su lado. Ha querido confesarse porque tenía una gran necesidad de pedir perdón al Señor y de sentir, después de tantos años, las palabras más bellas que un hombre puede escuchar de un sacerdote: «Yo te absuelvo de todos tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Su “Amen” ha sido un lloro convulso.

Por fin ha podido experimentar la paz del perdón, la serenidad ha sustituido al odio que lo atormentaba, ese odio contra los generales que habían inventado una guerra absurda para recuperar unas islas, contra los ingleses que habían matado a sus hermanos y también contra la vida por haberle quitado todo.

¡Que potencia el sacramento de la confesión!

Casi todas las personas que hemos acompañado a morir o a que encontraran de nuevo el gusto de la vida han experimentado el milagro de la confesión. Sólo algunos evangélicos no la han pedido. Yo mismo, como afirmo siempre, he sido salvado por el sacramento semanal de la confesión.

Por fin, Eduardo es feliz. Ahora trabaja en las obras, arregla cosas que no funcionan. Ha sido verdaderamente devuelto a la vida.

EL TESTIMONIO DE EDUARDO
»Soy un ex combatiente de la guerra de las Islas Falkland.

»Soy un hombre que ha perdido tres hermanos en esa guerra: dos pilotos y uno soldado como yo.

»Durante años he trabajado en el Departamento de Narcóticos, donde llegué a tener un alto cargo y, después, cuando me prometí, me trasladaron a un lugar llamado Curuzú Cuatiá, en el Departamento de Corrientes, en Argentina.

»Estaba haciendo cursos de formación cuando se inició el conflicto con los ingleses.Llevé conmigo 140 soldados intachables, fuertes e inteligentes; no teníamos armas como las de los ingleses, a nosotros siempre nos faltaba de todo. Nuestros rivales eran más numerosos, pero esto no fue todo: nos topamos con una nave llamada Hermel. A bordo estaban los Gurkas, nepalíes adiestrados para exterminar a cualquiera, capaces de matar, por dinero, también a su propia madre…

»La pérdida es la cosa que más me ha hecho sufrir en la vida. En primer lugar, la pérdida de mi madre que, como para todos, es una de esas cosas con las que Dios nos pone a prueba.

»En el conflicto bélico de las Islas Falkland perdí a tres hermanos. Durante la guerra una astilla atravesó mi casco y por este motivo conocí mi país de origen, la gran Italia, donde me operaron. Después volví a Argentina, porque en Italia no estaba bien. Después vine a Paraguay, una tierra más tranquila.

»Como he dicho antes, conozco varios países, pero no recuerdo haber sufrido nunca de hambre en Paraguay. Fui a trabajar al Monday, donde recibí la noticia de otra pérdida: toda mi familia había muerto en un accidente de coche. En ese momento hubiera querido cometer una masacre, hubiera querido morir también yo. Pero creo que aún tengo algo que hacer en la tierra, por esto Dios me dejó vivir.

»Perder una hija, un hijo y la esposa es muy duro. Empecé a beber, a vivir en los bancos de la calle y a desplazarme de una acera a otra. He vivido así durante mucho tiempo.

»Después, de nuevo, retomé el contacto con la vida y me puse a trabajar: un antiguo cliente me pidió que construyera una celda frigorífica de quince toneladas. Para hacerlo me dio una gran suma de guaraníes. Pero tres individuos me atracaron. A partir de ese momento empecé a beber de nuevo. Había perdido el control, no entendía lo que me sucedía…

»Cuando pasaba la borrachera, le pedía siempre a mi amado Señor que me llevara consigo. Pero evidentemente, tenía aún algo que hacer en la tierra…

»Un día, un buen samaritano me encontró tumbado en la calle y me dio de comer. Y he vuelto a nacer.

»Tengo competencias que muchos quisieran tener. Gracias a Dios entiendo algo de fontanería, sé cómo se arreglan las lavadoras y cómo funciona el aire acondicionado. Doy gracias a Dios por estas personas que he encontrado en mi camino.

»Hoy, donde vivo, no me falta nada, me siento como en familia; si tengo que dejar todo y ayudar, con sumo placer hago mi parte. Hago las camas, quito todo lo que está sucio, friego los suelos con lejía, quito el polvo a los muebles. He arreglado un aspirador e incluso los fogones de la cocina: antes sólo se encendía uno solo, ahora funcionan los cuatro.

»Por esto estoy agradecido al primer Supremo (Dios).

Eduardo F., ex combatiente de las Islas Falkland

(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)

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