JESÚS NOS ESPERA EN EL DESIERTO.
NO LO DEJEMOS SOLO TODO ESTE TIEMPO
El padre Raniero Cantalamessa,
predicador de la Casa Pontifica, ha comenzado hoy en el Vaticano las
tradicionales predicaciones que hace en Cuaresma y Adviento dirigidas a la
Curia Romana. La predicación de esta mañana, en la que estaba presente el Papa debido
a que estaba aún en Ariccia en los ejercicios espirituales, ha tratado de
descubrir qué hizo Jesús en en los cuarenta días en el desierto y así poder
aplicarlo a la vida de cada uno.
En primer lugar ha hablado sobre
el tiempo desierto recordando que "el corazón de una persona indica el
lugar espiritual, donde uno puede contemplar a la persona en su realidad más
profunda y auténtica, sin velos y sin detenerse a sus lados marginales". Y
ha advertido que "lo que se hace en el exterior está expuesto al peligro
casi inevitable de la hipocresía. La mirada de otras personas tiene el poder de
hacer desviar nuestra intención". La interioridad es la vía para una vida
auténtica, ha observado.
El segundo tema abordado ha sido
el ayuno. El padre Cantalamesa ha observado que el ayuno alimenticio conserva
todavía su validez y es altamente recomendado, pero que "la forma más
necesaria y significativa de ayuno se llama hoy sobriedad". El
predicador de la Casa Pontificia ha recomendado el ayuno de imágenes,
explicando que "muchas de ellas son insanas, propagan violencia y maldad,
no hacen más que incitar los peores instintos que llevamos dentro". Así
como estas imágenes pueden dar "una idea falsa e irreal de la vida".
Otra recomendación, el ayuno de las palabras malas, "no son sólo las
palabrotas; son también las palabras cortantes, negativas que ponen de
manifiesto sistemáticamente el lado débil del hermano, palabras que siembran
discordia y sospechas".
También ha reflexionado sobre las
tentaciones. El padre Cantalamesa ha explicado la existencia del demonio, y ha
afirmado que "si muchos encuentran absurdo creer en el demonio es porque
se basan en los libros, pasan la vida en las bibliotecas o en el despacho,
mientras que al demonio no le interesan los libros, sino las personas, especial
y precisamente, los santos". Pero, ha recordado que "lo más
importante que la fe cristiana tiene que decirnos no es, sin embargo, que el
demonio existe, sino que Cristo ha vencido al demonio".
Finalmente, explica que Jesús fue
al desierto para orar indicando que "no se va al desierto sólo para dejar
algo —bullicio, el mundo, las ocupaciones—; se va allí sobre todo para encontrar
algo, más aún, a Alguien". "Jesús nos espera en el desierto. No lo
dejemos solo todo este tiempo", ha concluido Cantalamessa.
***
Publicamos a continuación la predicación
completa del padre Raniero Cantalamessa. 'Con Jesús en el desierto'
La Cuaresma comienza cada año con
el relato de Jesús que se retira al desierto durante cuarenta días. En esta
meditación introductoria queremos tratar de descubrir qué hizo Jesús en este
tiempo, qué temas están presentes en elrelato evangélico, para aplicarlos a
nuestra vida.
1. «EL ESPÍRITU EMPUJÓ A JESÚS AL DESIERTO»
El primer tema es el del
desierto. Jesús acaba de recibir, en el Jordán, la investidura mesiánica para
llevar la buena noticia a los pobres, sanar los corazones afligidos, predicar
el reino (cf. Lc 4,18s). Pero no se apresura a hacer ninguna de estas cosas. Al
contrario, obedeciendo a un impulso del Espíritu Santo, se retira al desierto
donde permanece cuarenta días. El desierto en cuestión es el desierto de Judá
que se extiende desde el exterior de los muros de Jerusalén hasta Jericó, en el
valle del Jordán. La tradición identifica el lugar con el llamado Monte de la
Cuarentena que da al valle del Jordán.
En la historia ha habido grupos
de hombres y mujeres que han optado por imitar a este Jesús que se retira al
desierto. En Oriente, empezando por san Antonio abad, se retiraban a los
desiertos de Egipto o de Palestina; en Occidente, donde no existían desiertos
de arena, se retiraban a lugares solitarios, montes y valles remotos. Pero la
invitación a seguir Jesús en el desierto no se dirige sólo a los monjes y a los
eremitas. En forma distinta, se dirige a todos. Los monjes y los eremitas han
elegido un espacio de desierto; nosotros debemos elegir al menos un tiempo
de desierto.
La Cuaresma es la ocasión que la
Iglesia ofrece a todos, sin distinción, para vivir un tiempo de desierto sin
tener que abandonar, por ello, las actividades cotidianas. San Agustín lanzó
este ardiente llamamiento:
«¡Volved a entrar en vuestro
corazón! ¿Dónde queréis ir lejos de vosotros? Volved a entrar desde vuestro
vagabundeo que os ha llevado fuera del camino; volved al Señor. Él está listo.
Primero entra en tu corazón, tú que te ha hecho ajeno a ti mismo, a fuerza de
vagabundear fuera: ¡no te conoces a ti mismo, y busca a quien te ha creado!
Vuelve, vuelve al corazón, sepárate del cuerpo... Entra en el corazón: examina
allí lo que quizá percibes de Dios, porque allí se encuentra la imagen de Dios;
en la interioridad del hombre habita Cristo»[i].
¡Volver a entrar en el propio
corazón! Pero, ¿qué es y qué representa el corazón, del que se habla tan a
menudo en la Biblia y en el lenguaje humano? Fuera del ámbito de la fisiología
humana, donde no es más que un órgano del cuerpo por vital que sea, el corazón
es el lugar metafísico más profundo de una persona; es lo íntimo de cada
hombre, donde cada uno vive su ser persona, es decir, su subsistir en sí, en
relación con Dios, del que procede y en el que encuentra su fin, con otros
hombres y con la creación entera. También en el lenguaje común, el corazón
designa la parte esencial de una realidad. «Ir al corazón de un problema»
quiere decir ir a la parte esencial del mismo, del que depende la explicación
de todas las demás partes del problema.
Así, el corazón de una persona
indica el lugar espiritual, donde uno puede contemplar a la persona en su
realidad más profunda y auténtica, sin velos y sin detenerse a sus lados
marginales. Es en el corazón donde tiene lugar el juicio de cada persona, sobre
lo que lleva dentro de sí, y que es la fuente de su bondad o de su malicia.
Conocer el corazón de una persona quiere decir haber penetrado en el santuario
íntimo de su personalidad, en el que se conoce a esa persona por lo que
realmente es y vale.
Volver al corazón significa,
pues, volver a lo que hay de más personal e interior en nosotros.
Lamentablemente la interioridad es un valor en crisis. Algunas causas de esta
crisis son antiguas e inherentes a nuestra propia naturaleza. Nuestra
«composición», es decir el estar constituidos de carne y espíritu, hace que
seamos como un plano inclinado, pero inclinado hacia lo exterior, lo visible y
lo múltiple. Como universo, tras la explosión inicial (el famoso Big Bang),
también nosotros estamos en fase de expansión y de alejamiento del centro.
Estamos constantemente «saliendo», a través de esas cinco puertas o ventanas
que son nuestros sentidos.
Santa Teresa de Jesús escribió
una obra titulada El castillo interior que es, ciertamente, uno de los
frutos más maduros de la doctrina cristiana de la interioridad. Pero existe,
por desgracia, también un «castillo exterior» y hoy constatamos que es posible
estar encerrados también en este castillo. Encerrados fuera de casa, incapaces
de volver a entrar. ¡Presos de la exterioridad! Cuántos de nosotros deberían
hacer propia la amarga constatación que Agustín hacía a propósito de su vida
antes de la conversión: «Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde
te amé. Sí, porque tú estabas dentro de mí y yo fuera. Allí te buscaba.
Deforme, me arrojaba sobre las bellas formas de tus criaturas. Estabas conmigo,
y yo no estaba contigo. Me tenían lejos de ti tus criaturas, inexistentes si no
existieran en te»[ii].
Lo que se hace en el exterior
está expuesto al peligro casi inevitable de la hipocresía. La mirada de otras
personas tiene el poder de hacer desviar nuestra intención, como algunos campos
magnéticos hacen desviar las ondas. La acción pierde su autenticidad y su
recompensa. El parecer toma la ventaja sobre el ser. Por eso Jesús invita a
ayunar, a hacer limosna a escondidas y a rezar al Padre «en lo secreto» (cf. Mt
6,1-4).
La interioridad es la vía para
una vida auténtica. Se habla hoy mucho de autenticidad y se hace de ello el
criterio de éxito o fracaso de la vida. Pero, ¿dónde está, para el cristiano,
la autenticidad? ¿Cuándo una persona es realmente ella misma? Sólo cuando
acoge, como medida, a Dios. «Se habla mucho —escribe el filósofo Kierkegaard—
de vidas desperdiciadas. Pero sólo es desperdiciada la vida de ese hombre que
nunca se dio cuenta, porque no la tuvo nunca, en el sentido más profundo, la
impresión de que existe un Dios y que él, precisamente él, su yo, está ante
este Dios»[iii].
De una vuelta a la interioridad
necesitan sobre todo las personas consagradas al servicio de Dios. En un
discurso dirigido a los superiores de una orden religiosa contemplativa, Pablo
VI dijo:
«Hoy estamos en un mundo que
parece enfrascado en una fiebre que se infiltra incluso en el santuario y en la
soledad. Ruido y estridencia han invadido casi cada cosa. Las personas ya no
logran recogerse. Víctimas de mil distracciones, disipan habitualmente sus
energías detrás de las distintas formas de la cultura moderna. Periódicos,
revistas, libros invaden la intimidad de nuestras casas y de nuestros
corazones. Es más difícil que en otro tiempo encontrar la oportunidad para ese
recogimiento en el cual el alma consigue estar plenamente ocupada en Dios».
Pero tratemos de ver también cómo
hacer, concretamente, para encontrar y conservar la costumbre de la
interioridad. Moisés era un hombre muy activo. Pero se lee que se había hecho
construir una tienda portátil y en cada etapa del éxodo fijaba la tienda fuera
del campamento y regularmente entraba en ella para consultar al Señor. Allí, el
Señor hablaba con Moisés «cara a cara, como un hombre habla con otro» (Ex
33,11).
Pero tampoco esto se puede hacer
siempre. No siempre se puede uno retirar a una capilla o a un lugar solitario
para recuperar el contacto con Dios. San Francisco de Asís sugiere por ello
otro medio más al alcance de la mano. Al mandar a sus frailes por las
carreteras del mundo, decía: Tenemos un eremitorio siempre con nosotros
dondequiera que vayamos y cada vez que lo queramos podemos, como eremitas,
entrar en este eremo. «El hermano cuerpo es el eremo y el alma la ermita que
habita allí dentro para rezar a Dios y meditar». Es como tener un desierto
siempre «debajo de casa» o mejor «dentro casa», en el que poderse retirar con
el pensamiento en cada momento, incluso yendo por la calle.
Terminamos esta primera parte de
nuestra meditación escuchando, como dirigida a nosotros, la exhortación que san
Anselmo de Aosta dirige al lector en una obra famosa suya:
«Ay de mí, miserable mortal, huye
durante breve tiempo de tus ocupaciones, deja un poco tus pensamientos
tumultuosos. Aleja en este momento los graves afanes y deja de lado tus
agotadoras actividades. Atiende un poco a Dios y reposa en él. Entra en lo
íntimo de tu alma, excluye todo, excepto a Dios y a quien te ayuda a buscarlo,
y, cerrada la puerta, di a Dios: Busco tu rostro. Tu rostro yo busco, Señor»[iv].
2. LOS AYUNOS AGRADABLES A DIOS
El segundo gran tema presente en
el relato de Jesús en el desierto es el ayuno. «Después de haber ayunado cuarenta
días y cuarenta noches, al final tuvo hambre» (Mt 4,1). ¿Qué significa para
nosotros hoy imitar el ayuno de Jesús? Una vez, con la palabra ayuno se
pretendía sólo limitarse en los alimentos y en las bebidas, y abstenerse de
carne. Este ayuno alimenticio conserva todavía su validez y es altamente
recomendado, naturalmente cuando su motivación es religiosa y no sólo higiénica
o estética, pero ya no es el único y ni siquiera el más necesario.
La forma más necesaria y
significativa de ayuno se llama hoy sobriedad. Privarse voluntariamente
de pequeñas o grandes comodidades, de lo que es inútil y a veces incluso
perjudicial para la salud. Este ayuno es solidaridad con la pobreza de muchos.
¿Quién no recuerda las palabras de Isaías que la liturgia nos hace escuchar al
comienzo de cada Cuaresma?
«¿Acaso el ayuno que quiero no es
éste: que compartas tu pan con quien tiene hambre, que lleves a tu casa a los
desafortunados privados de techo, que cuando veas a uno desnudo tú lo cubras y que
no te escondas a quien es carne de tu carne?» (Is 58, 6-7).
Semejante ayuno es también
contestación a una mentalidad consumista. En un mundo que ha hecho de la
comodidad superflua e inútil uno de los fines de su propia actividad, renunciar
a lo superfluo, saber prescindir de algo, abstenerse de recurrir siempre a la
solución más cómoda, de elegir lo más fácil, el objeto de mayor lujo, vivir, en
definitiva, con sobriedad, es más eficaz que imponerse penitencias
artificiales. Además, es justicia hacia las generaciones que sigan a la nuestra
que no deben ser reducidas a vivir de las cenizas de lo que nosotros hemos
consumido y desperdiciado. La sobriedad también tiene un valor ecológico, de
respeto de la creación.
Más necesario que el ayuno de los
alimentos es hoy también el ayuno de imágenes. Vivimos en una civilización de
la imagen; nos hemos convertido en devoradores de imágenes. Mediante la
televisión, la prensa, la publicidad, dejamos entrar imágenes en abundancia
dentro de nosotros. Muchas de ellas son insanas, propagan violencia y maldad,
no hacen más que incitar los peores instintos que llevamos dentro. Son
producidas expresamente para seducir. Pero quizá lo peor es que dan una idea
falsa e irreal de la vida, con todas las consecuencias que se derivan de ello a
continuación en el impacto con la realidad, sobre todo para los jóvenes. Se
pretende, inconscientemente, que la vida ofrezca todo lo que la publicidad
presenta.
Si no creamos un filtro, una
barrera, reducimos en breve tiempo nuestra imaginación y nuestra alma a
vertedero. Las imágenes malas no mueren en cuanto llegan dentro de nosotros,
sino que fermentan. Se transforman en impulsos para la imitación, condicionan
terriblemente nuestra libertad. Un filósofo materialista, Feuerbach, dijo: «El
hombre es lo que come»; hoy quizá habría que decir: «El hombre es lo que mira».
Otro de estos ayunos
alternativos, que podemos hacer durante la Cuaresma, es el de las palabras
malas. San Pablo recomienda: «Ninguna palabra mala salga ya de vuestra boca,
sino más bien palabras buenas que puedan servir para la necesaria edificación y
provecho de los que escuchan» (Ef4,29).
Palabras malas no son sólo las
palabrotas; son también las palabras cortantes, negativas que ponen de
manifiesto sistemáticamente el lado débil del hermano, palabras que siembran
discordia y sospechas. En la vida de una familia o de una comunidad, estas
palabras tienen el poder de cerrar a cada uno en sí mismo, de congelar, creando
amargura y resentimiento. Literalmente, «mortifican», es decir, producen la
muerte. Santiago decía que la lengua está llena de veneno mortal; con ella
podemos bendecir a Dios o maldecirlo, resucitar a un hermano o matarle (cf.
Sant 3,1-12). Una palabra puede hacer peor mal que un puñetazo.
En el Evangelio de Mateo figura
una palabra de Jesús que ha hecho temblar a los lectores del Evangelio de todos
los tiempos: «Pero yo os digo que de cada palabra inútil los hombres darán
cuenta en el día del juicio» (Mt 12,36). Jesús, ciertamente, no tiene la
intención de condenar cada palabra inútil, en el sentido de no «estrictamente
necesaria». Tomado en sentido pasivo, el término argon (a = sin, ergon
= obra) utilizado en el Evangelio indica la palabra carente de fundamento,
por lo tanto, la calumnia; tomado en sentido activo, significa la palabra que
no fundamenta nada, que no sirve ni siquiera para la necesaria distensión. San
Pablo recomendaba al discípulo Timoteo: «Evita las charlas profanas, porque los
que las hacen avanzan cada vez más en la impiedad» (2 Tim 2,16). Una
recomendación que el papa Francisco nos ha repetido más de una vez.
La palabra inútil (argon)
es lo contrario de la palabra de Dios que se define en efecto, por contraste, energes,
(1 Tes 2,13; Heb 4,12), es decir eficaz, creativa, llena de energía y útil para
todo. En este sentido, aquello de lo que los hombres deberán rendir cuentas en
el día del juicio es, en primer lugar, la palabra vacía, sin fe y sin fervor,
pronunciada por quien debería en cambio pronunciar las palabras de Dios que son
«espíritu y vida», sobre todo en el momento en que ejerce el ministerio de la
Palabra.
3. TENTADO POR SATÁN
Pasemos al tercer elemento del
relato recogido sobre el que queremos reflexionar: la lucha de Jesús contra el
demonio, las tentaciones. En primer lugar, una pregunta: ¿Existe el demonio? Es
decir, ¿indica la palabra demonio realmente alguna realidad personal, dotada de
inteligencia y voluntad, o es simplemente un símbolo, un modo de hablar para
indicar la suma del mal moral del mundo, el inconsciente colectivo, la
alienación colectiva, etc.?
La prueba principal de la
existencia del demonio en los evangelios no está en los numerosos episodios de
liberación de obsesos, porque al interpretar estos hechos pueden haber influido
las creencias antiguas sobre el origen de ciertas enfermedades. Jesús, que es
tentado en el desierto por el demonio: ésta es la prueba. La prueba son también
los múltiples santos que han luchado en la vida con el príncipe de las
tinieblas. Ellos no son «quijotes» que han luchado contra molinos de viento. Al
contrario, eran hombres muy concretos y de psicología muy sana. San Francisco
de Asís confió una vez a un compañero: «Si los frailes supieran cuántas y qué
tribulaciones recibo de los demonios, no habría uno que no se pusiera a llorar
por mí»[v].
Si muchos encuentran absurdo
creer en el demonio es porque se basan en los libros, pasan la vida en las
bibliotecas o en el despacho, mientras que al demonio no le interesan los
libros, sino las personas, especial y precisamente, los santos. ¿Qué puede
saber sobre Satanás quien no ha tenido nada que ver con la realidad de
Satanás, sino sólo con su idea, es decir, con las tradiciones culturales,
religiosas, etnológicas sobre Satanás? Esos tratan normalmente este tema con
gran seguridad y superioridad, liquidando todo como «oscurantismo medieval».
Pero es una falsa seguridad. Como quien presumiera de no tener miedo alguno del
león, alegando como prueba el hecho de que lo ha visto muchas veces pintado, o
en fotografía y nunca se ha asustado.
Es totalmente normal y coherente
que no crea en el diablo quien no cree en Dios. ¡Incluso sería trágico si
alguien que no cree en Dios creyese en el diablo! Sin embargo, pensándolo bien,
es lo que sucede en nuestra sociedad. El demonio, el satanismo y otros
fenómenos conexos están hoy de gran actualidad. Nuestro mundo tecnológico e
industrializado pulula de magos, brujos de ciudad, ocultismo, espiritismo,
adivinadores de horóscopos, vendedores de mal de ojo, de amuletos, así como de
auténticas sectas satánicas. Expulsado por la puerta, el diablo ha vuelto por
la ventana. Es decir, expulsado por la fe, ha regresado con la superstición.
Lo más importante que la fe
cristiana tiene que decirnos no es, sin embargo, que el demonio existe, sino
que Cristo ha vencido al demonio. Cristo y el demonio no son, para los
cristianos, dos principios iguales y contrarios, como en ciertas religiones
dualistas. Jesús es el único Señor; Satán no es más que una criatura «que ha
ido mal». Si se le concede poder sobre los hombres es para que los hombres
tengan la posibilidad de elegir libremente de qué parte están, y también para
que «no se alcen en soberbia» (cf. 2 Cor 12,7), creyéndose autosuficientes y
sin necesidad de ningún redentor. «El viejo Satán está loco», dice un canto
espiritual negro. «Ha disparado un golpe para destruir mi alma, pero ha fallado
la puntería y, en cambio, ha destruido mi pecado».
Con Cristo no tenemos nada que
temer. Nada ni nadie puede hacernos mal, si nosotros mismos no lo queremos.
Satanás, decía un antiguo padre de la Iglesia, tras la venida de Cristo, es
como un perro atado al palo: puede ladrar y lanzarse lo quiera; pero, si no
somos nosotros los que nos acercamos, no puede morder. ¡Jesús en el desierto se
ha liberado de Satanás para liberarnos de Satanás!
Los evangelios nos hablan de tres
tentaciones: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan»;
«Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo»; «Todas estas cosas te daré, si,
postrándote, me adoras». Tienen un fin único y común a todas: desviar a Jesús
de su misión, distraerlo del objetivo para el que ha venido a la tierra;
sustituir el plan del Padre con un plan distinto. En el bautismo, el Padre
había mostrado a Cristo la vía del Siervo obediente que salva con la humildad y
el sufrimiento; Satanás le propone una vía de gloria y de triunfo, la vía que
todos entonces se esperaban del Mesías.
También hoy todo el esfuerzo del
demonio es el de desviar al hombre del objetivo para el que está en el mundo
que es el de conocer, amar y servir a Dios en esta vida para gozarlo luego en
la otra. Desviarlo, es decir, llevarlo de una parte a otra, en otra dirección.
Sin embargo, Satanás también es astuto; no aparece en persona con cuernos y
olor a azufre (sería demasiado fácil reconocerlo); se sirve de las cosas
llevándolas al extremo, absolutizándolas y convirtiéndolas en ídolos. El dinero
es una cosa buena, como lo son el placer, el sexo, la comida, la bebida. Pero
si se convierten en lo más importante de la vida, en el fin, y no ya en medios,
entonces llegan a ser destructivos para alma y a menudo también para el cuerpo.
Un ejemplo especialmente referido
al tema es la diversión, la distracción. El juego es una dimensión noble del
ser humano; Dios mismo ha mandado el descanso. El mal es hacer del juego el
objetivo de la vida, vivir la semana como espera del sábado noche o de la ida
al estadio el domingo, por no hablar de otros pasatiempos mucho menos inocentes.
En este caso la diversión cambia el signo y, en lugar de servir al crecimiento
humano y aliviar el estrés y la fatiga, los aumenta.
Un himno litúrgico de la Cuaresma
exhorta a utilizar más parcamente, en este tiempo, «palabras, alimentos, bebidas,
sueño y diversiones». Éste es un tiempo para redescubrir para qué hemos venido
al mundo, de dónde venimos, a dónde vamos, que ruta estamos siguiendo. De lo
contrario, nos puede ocurrir lo que sucedió al Titanic o, más cerca de nosotros
en el tiempo y en el espacio, al Costa Concordia.
4. PORQUE JESÚS SE RETIRÓ EN EL DESIERTO
He intentado sacar a la luz las
enseñanzas y ejemplos que nos vienen de Jesús para este tiempo de Cuaresma,
pero debo decir que he omitido hasta ahora hablar de lo más importante de todo.
¿Por qué Jesús, después de su bautismo, se acercó al desierto? ¿Para ser
tentado por Satanás? No, ni siquiera lo pensaba; nadie va a propósito en busca
de tentaciones, y él mismo nos ha enseñado a pedir que no caigamos en la
tentación. Las tentaciones fueron una iniciativa del demonio, permitida por el
Padre, para la gloria de su Hijo y como enseñanza para nosotros.
¿Fue al desierto para ayunar?
También, pero no principalmente para esto. ¡Fue allí para orar! Siempre, cuando
Jesús se retiraba en lugares solitarios era para orar. Fue en el desierto para
sintonizar, como hombre, con la voluntad de Dios, para profundizar la misión
que la voz del Padre, en el bautismo, le había hecho vislumbrar: la misión del
Siervo obediente llamado a redimir al mundo con el sufrimiento y la
humillación. En definitiva, fue allí para rezar, para estar en intimidad con su
Padre. Y este es también el objetivo principal de nuestra Cuaresma. Fue al
desierto por el mismo motivo por el que, según Lucas, un día, más tarde, subió
al Monte Tabor, es decir, para rezar (Lc 9,28).
No se va al desierto sólo para
dejar algo —bullicio, el mundo, las ocupaciones—; se va allí sobre todo para
encontrar algo, más aún, a Alguien. No se va allí sólo para reencontrarse a uno
mismo, para ponerse en contacto con el propio yo profundo, como en muchas
formas de meditación no cristianas. Estar a solas con uno mismo puede
significar encontrarse con la peor de las compañías. El creyente va al
desierto, desciende a su corazón, para reanudar su contacto con Dios, porque
sabe que «en el hombre interior habita la Verdad».
Es el secreto de la felicidad y
la paz en esta vida. ¿Qué más desea un enamorado que estar a solas, en
intimidad, con la persona amada? Dios está enamorado de nosotros y desea que
nosotros nos enamoremos de él. Al hablar de su pueblo como de una novia, Dios
dice: «La llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (Os 2,16). Se sabe cuál
es el efecto del enamoramiento: todas las cosas y todas las demás personas se
retiran, se sitúan como en el trasfondo. Hay una presencia que llena todo y
hace «secundario» a todo el resto. No aísla de los demás, sino que incluso hace
aún más atentos y disponibles hacia los otros, pero indirectamente, por
redundancia de amor. ¡Oh, si nosotros, los hombres y mujeres de Iglesia
descubriéramos lo cerca que está de nosotros, al alcance de la mano, la
felicidad y la paz que buscamos en este mundo!
Jesús nos espera en el desierto.
No lo dejemos solo todo este tiempo.
[i] San Agustín, In Ioh. Ev., 18 , 10: CCL 36, 186.
[ii]
San Agustín, Confesiones, X, 27.
[iii]
San Kierkegaard, La malattia mortale, II: Opere (C. Fabro, ed.)
(Florencia 1972) 663 [trad. esp.: Enfermedad
mortal (Madrid 2005)].
[iv]
San Anselmo, Proslogion, 1: Opera omnia, 1 (Edimburgo 1946) 97
[Ed. lat./esp.: Obras completas de San Anselmo, I (BAC, Madrid 2008)].
[v] Cf. Speculum perfectionis, 99: FF 1798.
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