Cada vez que entro en el obispado
de mi diócesis, veo ante mis ojos el escudo del Cardenal-Infante Luís Antonio
de Borbón. En la historia de España ha habido dos cardenales-infantes. El
primero fue el cardenal Fernando de Austria. Lo metieron en el estado clerical
sin vocación, de niño. El pobre no tuvo ni voz, ni voto. Con diez años, recibió
el nombramiento de arzobispo de Toledo. Ciudad en la que no llegó a entrar como
obispo nunca, pues se dedicó a cuestiones de Estado. Sus pecados posteriores de
la carne debieron ser vistos con mucha misericordia desde el Cielo. Porque el
pobre nunca mostró interés alguno por la vida sacerdotal.
Al Señor no le gustó, sin duda,
que se hiciera esta mezcla de su santa religión con las cosas del César: el
pobre Fernando murió a los 31 años. Su padre, el rey, debió pensar que le hacía
un grandísimo honor dándole la archidiócesis más importante de España, y no se
dio cuenta de que le daba una maldición. Fue una víctima. Eso sí, un hombre con
fe, que reconocía sus pecados. Dejó limosnas para que se celebrasen doce mil
misas por su alma.
Los pecados y tejemanejes de esa época sí que tenían fuste. Y que ahora
todavía haya gente que se queje de los curas. Después están los
tradicionalistas que tienen una visión idílica del pasado; almas benditas y
cándidas. Yo no quiero que nadie peque. Pero reconozco que en esas épocas
gloriosas del catolicismo español, hasta los pecados eran pecados de tomo y
lomo.
P.
FORTEA
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