lunes, 10 de enero de 2011

VOLUNTAD DE DESEAR AMAR


Ya en otras glosas, hemos puesto de manifiesto la imposibilidad, que tenemos de ser generadores de amor hacia Dios.

Sencillamente porque Dios es el único generador de amor, el único que tiene capacidad de crear amor, el único que es la Fuente de donde mana todo el amor que conocemos, sea de la naturaleza que este sea y entre quienes sea, nos referimos siempre a que lógicamente se trate de una amor puro no contaminado con nuestra inmundicias. Lo nuestro hacia Él, lo que nosotros llamamos amor a Dios, es solo el deseo de amarle, el poderle devolver, una ínfima parte de amor infinito que Él nos proporciona. Lo nuestro hacia Él es la voluntad de desear amarle, que la confundimos con la voluntad de amar. Nosotros no somos generadores de amor, sino espejos donde se refleja el amor generado por Dios, sea este amor nuestro al mismo Dios, a nuestros, padres, hermanos, hijos, familia, etc, en síntesis el conjunto de personas a las que más amamos en esta vida, sobre el conjunto de todas ellas.

En tres distintos textos, San Juan evangelista nos pone de manifiesto que la esencia de Dios es el amor y solo el amor cuya única fuente generadora radica en Dios. Así podemos leer: “Carísimos amémonos los unos a los otros, porque la caridad (el amor) procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor”. (1Jn 4,7-8). Más adelante en la misma epístola nos dice: “Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él”. (1Jn 4,16). Y también en esta misma epístola termina diciéndonos: "quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque él nos amó primero”. (1Jn 4,19).

Por lo tanto, lo nuestro para amar a Dios es usar fundamentalmente de una de nuestras tres potencias del alma, de la voluntad, porque ni nuestra memoria ni nuestra inteligencia tienen un destacado papel en el deseo de amar a Dios. Es la voluntad la potencia de nuestra alma más íntima, la que necesitamos para desear amar a Dios. Como siempre ocurre en el orden de la vida espiritual, todo en ella son dones y gracias del Señor, que generosamente nos facilita para que podamos caminar hacia Él y el deseo de amor a Dios no constituye una excepción a este principio.

Decíamos antes que la voluntad, era y es una potencia íntima, la más íntima del alma humana, pues en ella ni ángeles ni demonios pueden entrar, solo Dios puede hacerlo, pero no lo hace ni jamás lo hará, pues cualquier intervención que se de en una voluntad humana conlleva la pérdida del libre albedrío, de esa liberta de la que Dios nos ha dotado, pues Él, nos ama infinitamente, a todos nosotros a los que le amamos y a los que no le aman, pues aunque estén haciendo méritos para terminar en las calderas de pedro botero, aún no han sido reprobados y deseémosles que nunca lo sean. Y en razón de ese amor que Él nos tiene, desea que vayamos libremente al encuentro de su amor y para ello hemos de tener una voluntad libre para escoger o rechazar lo que deseemos. Sin libertad jamás puede haber una verdadera elección, de lo que deseamos.

En razón de lo anterior, nuestras voluntades juegan un importante papel en el desarrollo de nuestra vida espiritual, así por ejemplo nosotros en el ejercicio de nuestra voluntad, podemos desear amar a Dios y desde luego que el que tiene ese deseo, siempre será satisfecho, porque el Señor, siempre lo inundará con sus dones y gracias y sobre todo creándole siempre a esa alma un nuevo deseo de amor a Él, más fuerte del que inicialmente tuvo, porque ya nos advirtió el Señor, que: “Porque al que tiene se le dará más y abundara; y al que no tiene, aun aquello que tiene le será quitado”. (Mt 13,12).

La gracia de Dios se anticipa a nuestra voluntad para hacernos querer algo, y viene también en nuestra ayuda para que no queramos algo que no nos conviene. Pero no se impone sobre nuestra voluntad, la ayuda, pero pudiendo hacerlo jamás la suplanta ni la fuerza. Si lo hiciese por lo ya dicho no seríamos libres y por lo tanto también perderíamos nuestra capacidad de acumular deméritos y lo que es peor méritos, que nos lancen al cielo. Sin duda que tenemos el poder de sustraernos a la gracia, pero ésta tiene también el poder de contrarrestar, el que nos sustraigamos a ella o el poder de volver a encontrarnos cuando Dios ha permitido que nos sustraigamos a ella por cierto tiempo. Porque Dios hace cuanto quiere y sus razones que ahora nos resultan inexplicables, podemos estar seguros de que algún día conoceremos el porqué de muchas cosas. En todo caso, nunca olvidemos que una de las cualidades esenciales de Dios es la justicia, y muchas veces lo que nosotros ignoramos, cuando vemos algo que no comprendemos, es las razones de la justicia divina.

En el ejercicio de nuestra voluntad, si queremos caminar hacia Dios, hay un algo fundamental y es que debemos de crucificar nuestra propia voluntad, lo cual implica sacrificar los deseos que más nos atraen. Y el hombre ante esta anulación de sus propios deseos se defiende de manera consciente, negando a Dios tal sumisión de su voluntad, o bien inconscientemente mediante un mecanismo de defensa racional, que crea una teoría para su auto justificación. Y es que para caminar hacia Dios hay que pensar que solo despegándose uno de su amor propio, puede la voluntad humana ir a fundirse con la voluntad divina. La crucifixión de nuestra propia voluntad es un sano ejercicio si queremos ir al cielo, pues nos iremos preparando así a lo que nos espera, ya que en el cielo el que sea glorificado, carecerá de voluntad propia, pues su voluntad se encontrará subsumida por la voluntad de Dios.

Esto es ni más no menos, lo que debemos de entender ante la idea de entregarse a Dios incondicionalmente, renunciando nosotros a guiar nuestra propia nave humana y entregarle a Dios el timón de esta nave. Entregarse a Dios, ahora es adelantar acontecimientos futuros, ya que cuando lleguemos arriba, en la eternidad al carecer del dogal del tiempo, todo será para nosotros presente, y entonces de la misma forma que de las virtudes teologales desaparecerán la fe y la esperanza, y solo resta el amor, también de nuestras potencias del alma desaparecerá la memoria y también la voluntad, pues al habernos entregado plena y perfectamente al Amor del Señor, nuestra voluntad estará totalmente identificada con la voluntad de Señor. Por ello hemos de comprender que en la medida en que aquí abajo más nos identifiquemos con la voluntad del Señor, más alto será siempre el nivel de nuestra vida espiritual. También nos desaparecerá por innecesaria, otra potencia del alma cual es la memoria, pues al haber entrado en el eternidad, también carecerá esta, del dogal del tiempo y todo será entonces para nosotros tanto el pasado como el futuro, un presente inmediato.

La voluntad gobierna todas las demás facultades del espíritu humano, pero ella es a su vez gobernada por el amor, que la convierte en lo que ella es, en el alma de que se trate. Para San Ignacio de Loyola, la clave de la vida espiritual es un juego de la gracia de Dios y de la voluntad humana; que depende del espíritu y de la razón iluminada por la fe. La gracia de Dios actúa en y a través de la voluntad humana. La gracia de Dios no destruye nuestra capacidad de elección. Cierto es que la gracia hace la mayor parte del trabajo, pero Dios nos pide nuestra colaboración. Al menos nuestra tarea debe de consistir en no poner obstáculos a la acción de la gracia en nuestras almas.

Es normal, escribe Jean Lafrance, que experimentes en ti un gran combate entre este deseo de amar de verdad a Cristo y el de hacer tu propia voluntad. Sólo el Espíritu Santo puede purificar tu corazón hasta el punto de disponerlo ante Dios a cumplir su voluntad. Santa Teresa de Jesús escribía a sus monjas, diciéndoles: Y creedme que no está el negocio en tener hábito de religión o no, sino en procurar ejercitar las virtudes y rendir nuestra voluntad a la de Dios en todo, y que el concierto de nuestra vida sea lo que Su Majestad ordenare en ella, y no queramos nosotras que se haga nuestra voluntad, sino la suya”.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo

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