lunes, 19 de julio de 2010

MAMILARIOS, AGAPETAS, BORBORISTAS Y TRONADOS VARIOS, LA CARA CHUSCA DE LA HISTORIA DE LA IGLESIA


DE TODO HAY EN LA VIÑA DEL SEÑOR

Etimológicamente, «hereje» es «el que elige», esto es, el que cree lo que quiere, y no lo que debe. Y algunos «eligen» cosas realmente raras.

«Porque llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas». La advertencia es de San Pablo (II Tim 4, 3-4), y la historia de la Iglesia muestra que la profecía se ha cumplido.

Desde los primeros tiempos del cristianismo multitud de «cosas fantasiosas» han circulado con mayor o menor fortuna en forma de herejías que se apartaban de la recta doctrina. Algo, desde luego, grave y serio, por la importancia de la Fe para la salvación («El que creyere y fuere bautizado, se salvará; pero el que no creyere, se condenará», Mc 16, 16), pero que en algunos casos puede ser contemplado casi con humor, pues la historia de la Iglesia es pródiga en personas que sostuvieron doctrinas verdaderamente absurdas.

A la cabeza de ese ránking figuran todas las sectas de matriz gnóstica. Por su maniqueísmo, hacían del mal un ente en sí mismo (en lugar de considerarlo una carencia de bien), dando lugar a dualidades fuertes. Y ya sólo era cuestión de tiempo que éstas degenerasen en consideraciones peregrinas sobre el considerado como principio del mal (el cuerpo), ya sea para castigarlo, ya sea para «premiarlo». En este último caso, la desviación doctrinal acababa convirtiéndose en mero pretexto para una bacanal.

Ahí están los adamitas, por ejemplo, encabezados por Carpócrates en el siglo II. El primer paso, una complicada elaboración teórica sobre la pureza de Adán en el Edén. El segundo paso, un corolario natural: el uso de vestidos demuestra que aún no hemos sido capaces de superar la concupiscencia posterior al pecado original. ¿Tercer paso? ¡Superémosla quitándonos los vestidos! Y así cuenta San Epifanio que los adamitas celebraban sus cultos en cuevas que consideraban el paraíso terrenal, tal como Dios les trajo al mundo, concluyendo el asunto como era de esperar.

Dos siglos después, los agapetas (las agapetas, mejor dicho, pues eran mayoría femenina) se buscaron otra elaboración teórica para acabar en lo mismo. Nada es impuro para las conciencias puras, decían. Así que, en cuanto puros, hacían voto de castidad. Y, como ya eran puros, dormían hombres y mujeres bajo el mismo techo. San Jerónimo censuró lo poco que respetaban ese voto...

Aunque los líderes de los caraduras son, sin duda, los mamilarios. Nacieron, aunque con poco recorrido, en el siglo XV entre los anabaptistas holandeses. Un joven decidió declararle su amor a una chica tocándole el pecho. Además de recibir una merecida bofetada, el muchacho fue llevado ante los dirigentes de dicha comunidad religiosa, que se dividieron entre los partidarios de la legitimidad del gesto, y sus detractores. Es fácil de imaginar quiénes fueron bautizados con tan curioso nombre.

Los begardos dieron problemas a la Iglesia en el siglo XIII, por muchas de sus desviaciones teológicas. Pero al final, como sucede en todos los grupos con un error de fondo sobre el bien y el mal o sobre la naturaleza y la gracia... aparece el pretexto para una orgía. En este caso, los partidarios de la secta lo tenían claro: besar a una mujer es pecado mortal, pero acostarse con ella, no. La razón se las trae: no es reprensible la relación carnal, porque la necesidad se convierte en ley de la naturaleza. Y tan frescos.

Los antitactos (y volvemos al siglo segundo) se buscaban la vida de otra forma para llegar a lo mismo. Dios creó al hombre inocente y feliz, lo que suscitó la envidia de una criatura supraterrestre, demiurgo maléfico, que fue quien introdujo la idea de que hay cosas que se pueden hacer, y cosas que no, y con esa idea llegaron los remordimientos, la vergüenza y los prejuicios. Para luchar contra todo ello... estos vivos se impusieron como deber hacer todo lo que las Sagradas Escrituras prohíben.

Dos siglos después (el gnosticismo dio mucha guerra... y sigue dándolo bajo otras máscaras), un antiguo monje, discípulo de San Ambrosio, Joviniano, fundó un grupo que fue bautizado con su nombre (jovinianos) y adquirió tal importancia que hubo de ser condenado por la Santa Sede misma. Entre otras teorías, sostenían que todos los placeres de la mesa y del sexo son lícitos... siempre que luego se dé las gracias por ellos. Un precio que sus seguidores consideraban muy razonable.

Y es que la tendencia a lo más cómodo y placentero es tan grande en el ser humano, que para huir de la ascética es capaz de inventarse los pretextos más enrevesados.

Por ejemplo, lo de levantarse por las mañanas. Los dositeanos, mencionados por los primeros Padres de la Iglesia, lo resolvieron por la tremenda. Al menos, los sábados. Respetaban ese día más que los fariseos de tiempos de Jesucristo. Tanto, que consideraban que había que quedarse inmóvil durante todo el día en la misma posición en la que uno se despertase. O sea, boca arriba, sobre el lado derecho, sobre el lado izquierdo...

Y a otros lo que les fastidiaba era tener que arrodillarse para rezar. Pero eso era fácil de resolver: bastaba con unirse a los agonicétilos, que consideraban una superstición orar así, y sólo lo hacían de pie; o a los eicetas, unos monjes del siglo VII que juzgaban inútil postrarse y preferían dirigirse a Dios a base de danzas.

Con todo, sería injusto considerar que todos los herejes que en el mundo han sido buscaron justificar sus debilidades y tiraron por lo más fácil. Algunos planteaban exigencias realmente duras.

Ahí están los borboritas, gnósticos - cómo no - que para desfigurar el rostro de Dios desfiguraban el suyo propio, imagen del Creador, cubriéndolo de barro, basura... y excrementos.

O los marcados, que a mediados del siglo XVI decidieron sustituir el agua del bautismo por un hierro al rojo con el que se marcaban la frente.

O los valesianos, una secta de eunucos de los primeros siglos de la Iglesia, bastante comprensivos: al que se unía a ellos no le daban carne hasta haberle castrado, pero una vez castrado tenía derecho a comer y beber cuanto quisiera. Qué menos...

Y luego están los que, en vez de bacanales o castraciones, se dedicaban a lo contrario de los boy scout: la «mala acción» del día. En el siglo XVI, los amsdorfianos, seguidores de Nicolás Amsdo, sostenían que las buenas obras no sólo eran inútiles para la salvación (ésa era la vieja polémica entre católicos y luteranos), sino directamente perjudiciales para ella. Así que es suponer lo que hacían si se encontraban a una ancianita apoyada en un bastón...

Todo un muestrario, en fin, de que si «el sueño de la razón produce monstruos», como decía Goya, el sueño de la fe, cuando se desvía del magisterio de la Iglesia, no se queda atrás.

[Los datos de este artículo están tomados del Manual de herejías de H. Masson (Rialp, Madrid, 1989, 401 páginas), una obra extensa que aborda la historia de la Iglesia en una perspectiva doctrinal sugerente y dedica amplio espacio a la historia y contenido de las desviaciones doctrinales de veinte siglos de cristianismo, y a sus fundadores.]
C.L./ReL

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