UN LIBRO DE ANTONIO MARÍA SICARI RECOGE LAS ÚLTIMAS EXPERIENCIAS DE CIEN DE ELLOS
La muerte del Padre Pío el 23 de septiembre de 1968 dio lugar a una gran movilización popular para ver sus restos y asistir al funeral.
"Los santos no han temido la muerte" y "se acercan en
paz" a ella, "consumidos por
un amor impaciente por Dios" y "un
ímpetu místico del corazón que los llevaba a rezar para que el Esposo Cristo
apresurase su venida": Antonio María Sicari resume así
las historias que ha incluido en Así mueren los santos. Cien
relatos de vida y resurrección.
Historias
tan parecidas en el total desprendimiento de sí
mismos con el que todos ellos
llegan al momento de recibir el premio esperado, como diversas en sus
circunstancias concretas.
CONSUELOS
CELESTIALES
Para
algunos, el momento final, aun en medio de la enfermedad y los dolores que
suele acompañarlo, rebosa de gloria y dulzura.
"¡Mamá, mira ahí junto a la puerta! ¡Qué hermosa luz!", exclamó San Francisco Marto (1908-1919), uno de los videntes de Fátima. Es
imposible no suponer que esa luz provenía del rostro de la Santísima Virgen,
quien también acudió un año después al encuentro de su hermana, Santa Jacinta Marto (1910-1920).
La superiora del orfanato donde pasó sus últimos días fue a verla un día, y la
pequeña le respondió con la sencillez de la inocencia: "Venga
más tarde, madrina, porque ahora estoy esperando a la Señora". Y
cuando la operaron con anestesia parcial, diez días antes de morir, porque su
extrema debilidad no permitía anestesiarla por completo, tras un rato de
dolores extremos se serenó y confesó: "La
Señora ha venido y me ha quitado los dolores".
Mil
setecientos años antes, San Hilario de Poitiers (315-368), Doctor y Padre de la Iglesia, también vio
su estancia "invadida por una luz tan
esplendente que los ojos no podían soportarla". En el caso de Santa Angela Merici (1474-1540)
la luz fue aún más duradera: tres días brilló
ininterrumpidamente una estrella sobre el templo donde se depositó su féretro.
HUMANA
PERVERSIDAD
La muerte
de otros santos, aunque igual de iluminante desde el punto de vista
sobrenatural, desde el punto de vista humano fue terriblemente oscura. Santo Tomás Becket (1118-1170)
recibió un hachazo en la cabeza mientras decía misa, y su cuerpo fue arrojado a
una ciénaga. Se cuenta que el rey Enrique II de Inglaterra, gran amigo suyo
pero ante quien había defendido la libertad de la Iglesia, se encerró tres días
en su habitación, sin tan siquiera comer, impresionado y dolorido por lo
acaecido. Y también el Papa, cuando se enteró, quedó tan destrozado que nadie
se atrevió a dirigirle la palabra durante ocho días.
Una
suerte igual de prosaica corrió el Beato Charles de Foucauld (1858-1916), asesinado de un disparo en la cabeza
tras ser secuestrado en el desierto por una partida de bandidos, que
probablemente pensaban intercambiarle como rehén.
EN
POSICIÓN DE COMBATE
Hay
santos que mueren en posición orante, como San Benito de Nursia (480-547), quien, tras recibir la Eucaristía, "con la ayuda de los discípulos que sostenían sus
débiles miembros se quedó en pie con las manos alzadas hacia el cielo, hasta
que expiró murmurando una última oración", según cuentan las
crónicas.
O San Alfonso María de Ligorio (1696-1787),
quien toda su vida se había arrodillado al sonar las campanas del Ángelus,
siendo en la ancianidad ayudado para poder ponerse de pie. Salvo aquel 1 de
agosto de 1787 a las doce de la mañana: ese día, tras hincar las rodillas como
siempre, "vinieron los ángeles a
levantarlo", cuenta Sicari.
En la
misma posición que a San Juan de Dios (1495-1550), quien se despertó de madrugada para
rezar y en esa postura fue encontrado al amanecer, ya cadáver.
EL
CARIÑO DE LOS AMIGOS
Además de
los consuelos celestiales, muchos de estos hombres y mujeres han contado con el
cariño vehemente de su entorno. El Beato Vladimir Ghika (1873-1954), encarcelado por los comunistas siendo ya
octogenario, era un príncipe rumano que lo había dejado todo para ser
sacerdote. Se sabía decenas de anécdotas de la realeza histórica de su patria,
y con ellas alivió las duras noches de prisión de sus compañeros en los meses
que precedieron a su martirio: "¡Monseñor, por
favor, otra historia!", le suplicaban, y él sabía aderezarlas de pensamientos
espirituales con los que tocar también sus almas.
En cuanto
a San Juan María Vianney (1786-1859),
el Santo Cura de Ars, sus feligreses le querían
tanto (aunque no le habían recibido nada bien) que rodearon la casa parroquial
con diez cortinas que mojaban y remojaban continuamente para que no sufriera en
su agonía agosteña.
CONFESIONES
Suele
decirse que la muerte es el momento de la verdad y de las confesiones, y donde
pueden desvelarse pliegues escondidos del alma.
Santo
Domingo Guzmán
(1170-1221) dio muestras del "infantil candor de su alma" al
reconocer uno de sus fallos: "No he
conseguido evitar la imperfección de encontrar más atractiva la conversación
con las mujeres jóvenes que con las de edad avanzada".
San
Alberto Magno
(1193-1280) perdió el hilo del
discurso en una de sus clases, y tras unos momentos de confusión reveló a sus
alumnos lo que una vez le había dicho la Virgen tras su intensa oración
pidiendo la auténtica sabiduría: "Cuando un
día veas que pierdes la memoria durante una lección en público, esta será la
señal de que tu Juez está a punto de visitarte". En ese mismo
instante renovó ante la sala su profesión de fe, pidió perdón por las
inexactitudes que pudiese haber enseñado, y se despidió de los presentes... y
muy poco después, también de la vida.
También
la Beata Elisabetta Canori Mora (1774-1825)
supo cuándo moriría, pero con mayor precisión, pues anunció la fecha exacta un
año antes. Llegado el día, se lo recordó a sus hijas, pidiéndoles que siempre
respetasen y ayudasen al mal padre que habían tenido, su esposo: "Os dejo por padre a Jesús Nazareno", se
despidió.
CONVERSOS
Pero, sin
duda, la gran felicidad de los santos al morir es la conversión de algún alma
de aquellas por las que tanto habían orado.
Como la
enfermera que mató en Dachau al Beato Tito Brandsma (1881-1942), quien la trataba con una delicadeza y un
respeto que la asombraban: "Una vez tomó
mi mano y me dijo: ¡Pobre chica, rezaré por ti!" Le puso la
inyección letal, pero no pudo olvidar su rostro, donde había visto "algo desconocido para ella hasta entonces":
"Él tenía compasión de mí", dijo en el proceso canónico del
carmelita holandés.
O el
médico librepensador y masón que atendió a Santa María Bertilia
Boscardin (1888-1922): "Puedo afirmar que el alba de mi cambio espiritual
data de la visión que tuve de Sor Bertilia mientras estaba para morir... Morir
fue para ella una alegría muy visible para todos. Murió como no he visto
morir a ningún otro, como quien está ya en un estado mejor de vida". Porque
entonces comprendió que existe el alma, "una
parte espiritual que está fuera, por encima de nosotros, mucho más evidente y
dominante".
Decenas
de historias como éstas se encuentran en Así mueren lo santos.
Historias de muerte pero también sucedidos de sus respectivas existencias,
porque el carmelita Antonio María Sicari, de
77 años, es un célebre hagiógrafo italiano que ha escrito numerosos textos en
torno a ellos y lo sabe todo sobre los más fieles hijos de Dios, aquellos a
quienes la Iglesia reconoce como intercesores y merecedores de un culto público
universal.
Que son
quienes han visto cumplida "la esperanza
cristiana: ir al encuentro de la muerte con la certeza gozosa de
abrazar la Vida, después de contemplar en la tierra, humanamente, al
Salvador".
C.L. / ReL
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