El amor a la voluntad del Padre y el amor a los hombres son los dos principales sentimientos de Cristo.
Por: Juan Pablo Botero, L.C. | Fuente: Virtudes y
Valores
“Tener los mismos sentimientos de Cristo” (Fil
2,5). Este era el consejo que San Pablo daba a la primitiva comunidad cristiana
de Filipos y del cual se puede sacar mucho provecho para vivir la Semana Santa.
¿Cuáles son esos sentimientos, esos motivos que
Cristo guarda en su corazón? Ante todo, un profundo amor al Padre por el
que hace todo. El “GPS” que dirigió su vida
fue siempre ese: “¡He aquí que vengo, oh Dios, para
hacer tu voluntad!” (Hb 10,7).
Los evangelios son testimonios de esta entrega plena de Jesús a la voluntad de
su Padre. “No viene a hacer mi voluntad sino la
voluntad del que me ha enviado” (Jn 5,30). O cuando Cristo dijo: “el que me ha enviado está conmigo no me ha dejado solo
pues siempre hago lo que le es de su agrado (Jn 8, 29).
El Jueves Santo lo veremos, en su momento más dramático, volveremos a recordar
ese hilo conductor que motivó toda su existencia humana: “Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc
22,42).
Jesús es el eterno enamorado de la voluntad de su Padre. No hay nada más para
Él que agradar a su Padre y esto significa cumplir su voluntad. Vemos que esto
agrada al Padre y muestra esta satisfacción con su Hijo durante la
Transfiguración en el Tabor cuando dice: “Este es
mi Hijo amado en quien me complazco” (Mt 3,17).
El otro sentimiento que Cristo tenía en su corazón era el amor a los hombres. ¡Los amaba tanto! Sus entrañas se conmovían
profundamente al contemplar a los hombres que estaban como ovejas sin pastor
(cf. Mt 9,36). Llega incluso a derramar lágrimas y a conmoverse al ver la
tristeza de María por la muerte de su hermano Lázaro y es tan evidente su compasión
que los mismos judíos exclaman: cómo le quería (cf. Jn 11,33-36).
Ante las tentaciones de riquezas y poderío que el demonio le ofreció a Nuestro
Señor, Él no se puso de rodillas para alabarle. Sí lo hace, en cambio, para
lavarle los pies a Judas, que está a punto de traicionarle (cf. Jn 13,5). Así
es Jesús: un corazón lleno de amor, humildad y
ternura para con los hombres. Incapaz de no amar.
Con tal de ganar un alma más para su Reino, estuvo dispuesto a perdonar al buen
ladrón minutos antes de pasar de este mundo al Padre (cf. Lc 23,43). Él sabía
que valía la pena todo el sufrimiento, todo el dolor, toda la incomprensión,
toda la soledad e injuria con tal de conseguir para nosotros la vida eterna en
la que estaremos junto a Él en el cielo.
Estos sentimientos de su corazón le movieron a “despojarse
de sí mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres
y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,6-8).
También nosotros podemos hacer propios estos sentimientos del corazón de Cristo
y aplicarlos en nuestra vida. Mostrarle nuestra gratitud a Dios esforzándonos
por cumplir su voluntad en las circunstancias particulares de nuestra vida, ya
que sean agradables o arduas. Imitar sus sentimientos comprendiendo a nuestros
compañeros de trabajo, de colegio, de oficina, sabiendo que todo lo que les
hacemos o dejamos de hacer es a Cristo mismo a quien se lo hacemos (cf Mt
25,40).
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