La palabra pandemia,
como tantas otras de nuestra lengua, procede del griego. Platón y Aristóteles
utilizan pandēmía, con el significado de «el pueblo entero»; el
adjetivo pandēmios designa lo que es común a todo el pueblo, lo
mismo que pándēmos. El Diccionario de la Real Academia Española
define el sustantivo: enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o
que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región. En este
lejano sur estamos sufriendo lo mismo que padecen otros países de diferentes
latitudes, pero la limitativa cuarentena, que cercena libertades y derechos, es impuesta
diversamente en ellas. Los argentinos tenemos que hacer valer nuestra
originalidad, ¡faltaría más!. ¡Somos los mejores...!.
En otras oportunidades he
dicho y escrito que el Estado Argentino
se caracteriza por una genética inclinación al autoritarismo, que con facilidad
puede encaminarse al totalitarismo. El partido gobernante puede exhibir
antecedentes históricos que apenas se recata en disimular.
En
los días que corren, según aseguran expertos indiscutibles, estamos viviendo
al margen de la Constitución Nacional, que consagra un régimen
republicano basado en la división de los poderes del Estado. Somos gobernados autoritativamente por el Ejecutivo mediante «Decretos de
necesidad y urgencia» (DNU), ni
el Congreso de la Nación ni la Justicia funcionan normalmente; están en
cuarentena.
Un detalle sintomático de la
falta elemental de circunspección y cautela: los
documentos y comunicaciones oficiales han reemplazado el título República
Argentina, por Argentina Presidencia. ¿Continuará todo así cuando la
temible pandemia sea un terror felizmente pasado, o se impondrán los métodos
expeditivos de la «justicia revolucionaria», el Terror, con mayúscula?
La distracción democrática de nuestro pueblo puede hacernos caer nuevamente en
la trampa. Pisar el palito, se dice
en nuestro argot. El académico José Gobello apunta en su Nuevo Diccionario Lunfardo, que la expresión alude a cierta técnica de los ladrones de gallinas que,
detenidos a alguna distancia del gallinero, tocan suavemente con un palo al
animal dormido, al par que silban de un modo especial: la gallina, al
despertar, se posa sobre el palo con que ha sido tocada, y el ladrón se retira. Con la presa, claro está. ¡Técnica de ladrones de gallinas!
En los comentarios que
anteceden no he hecho más que recoger la opinión de muchísima gente; yo carezco
de autoridad en estos temas, lo expongo en mi condición de simple ciudadano. En
cambio, en cuanto sigue, me permito hablar como obispo, aunque emérito (o, más
bien, demérito), para lamentar las
limitaciones que se han impuesto a la libertad de culto. ¿Con qué
autoridad el Estado coarta la vida religiosa del pueblo,
y decide si se pueden abrir o no los templos, celebrar o no el culto divino? Ya me he dedicado a la cuestión en mi artículo Cuarentena eclesial.
Debo referirme, también,
a algunos disparates que he oído, pronunciados impunemente por pastores de
la Iglesia. Son expresiones que le dejan a uno helado; que puedan
difundirse ponen de manifiesto el grado de decadencia al que hemos llegado,
para confusión y desgracia del pueblo de Dios. Lo afirmo con dolor, con
pena.
1. Un
obispo argentino ha dicho que no se puede recibir la Sagrada Comunión fuera de
la Misa, ya que la hostia consagrada «no es una
pastilla de Redoxón, que se toma cuando uno quiere» («Redoxón» es una marca de vitamina C, tradicional
entre nosotros). Detrás de esta aventurada declaración se encuentra
el error de que el valor de la celebración
eucarística reside más en el hecho de la reunión y congregación de los fieles, que en la
representación sacramental, objetiva, del misterio pascual, la muerte y
resurrección del Señor. Si no me
equivoco en esta interpretación, tampoco podría el sacerdote
celebrar en privado el Santo Sacrificio; sin pueblo, el «pueblo populista», no
habría Misa. No sería exagerado
pensar que el autor de la sentencia que critico no ha entendido
la doctrina católica sobre la Eucaristía. Quizá cursó ligeramente el
tratado siendo seminarista, y aunque haya aprobado el examen, durante su ministerio como presbítero olvidó lo aprendido. Digo esto con respeto y amor hacia un hermano en
el episcopado, pero... magis amica veritas. Otra
carencia de conocimiento elemental: el Ritual de
los Sacramentos, vigente en la Iglesia universal, incluye un formulario para la
celebración de la Comunión fuera de la Misa, y allí se indica que ha de
emplearse ese rito para la distribución de la Santísima Eucaristía a los
enfermos, todos los días si es posible.
2. Otra afirmación episcopal
inaceptable: en estos tiempos de pandemia y
cuarentena, la piedad cristiana, la devoción, no es la Misa, sino el servicio social. Plena coherencia con los abusos del Estado
autoritario; de hecho, aquí los templos no pueden abrirse para el culto de
Dios, para la adoración, pero sí para repartir alimentos y vacunar. Algunas iglesias se abren algún rato del día, para que, si quieren, los
fieles recen desde la puerta. Considero que en este caso el error consiste en oponer culto divino y servicio social, cuando en
verdad el segundo debe hallar en el primero inspiración y fuerza, la de la caridad, bebida en su
fuente. El Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación del Culto Divino
y la Disciplina de los Sacramentos, en su libro Le
soir approche et déjà le jour baisse (Se
acerca la tarde y el día casi ha terminado), realizado en
colaboración con Nicolas Diat, formula una hipótesis explicativa de casos
como el que señalo: Centrados sobre ellos
mismos, y sus actividades, preocupados por los resultados humanos de su
ministerio, no es raro que obispos y sacerdotes descuiden la adoración. No
encuentran tiempo para Dios porque han perdido el sentido de Dios. Dios ya no
tiene mucho lugar en su vida. Unos
párrafos más adelante, apunta: Muy a menudo,
trabajamos al servicio exclusivo del bienestar humano. En estas palabras se alude a una falla
teológica, es el archiconocido y funesto desliz del progresismo
cristiano. La crisis de la Iglesia está
instalada en su interior; desde hace varias décadas, el «mundo» -en
el sentido reprobado por el Evangelio- ha penetrado en ella, y se enseñorea sobre
las mentes y los corazones. Cristo ya no es el centro, el antropocentrismo lo
ha desplazado, el hombre se siente cómodo usurpando el lugar de Dios. En esto
consiste la esencia del «mundo moderno», de
una cultura digitada por el Padre de la mentira (cf. Jn 8, 44). Pecados ha habido siempre, pero
el que he señalado es el peor.
3. Un tercer
error en labios episcopales: la desvalorización del precepto
de la Misa dominical, que sería algo secundario. No se advierte que es la forma indicada desde siempre por la
Iglesia para cumplir con el culto debido a Dios. El mandamiento de la Torá
hebrea: Observa el día sábado para santificarlo (Dt 5, 12) ha pasado a ser en la Nueva Alianza la
celebración del Domingo, el día del Señor, el de su Pascua semanal. Sin el Domingo no podemos vivir, reza la
fórmula de la antigüedad cristiana. No se puede dispensar arbitrariamente y por
principio. En nuestro país se verifica en términos agravados lo que también
afecta a otros: es ínfimo el porcentaje de católicos fieles
al culto dominical. Yo suelo decir que la Argentina es un país donde los
católicos no van a Misa. El problema tiene raíces históricas:
diócesis y parroquias de enormes dimensiones geográficas; crónica escasez de
sacerdotes, y falta de una tradición religiosa que se transmita en la familia.
En la actualidad, los niños que concluyen su catequesis para completar la iniciación
cristiana se dan por bien cumplidos con
su única Comunión; los
colegios católicos son elegidos
por la mayoría de las familias no porque desean para sus hijos una educación
católica, sino porque nuestras instituciones aseguran una calidad de la que carecen las oficiales; que son
un verdadero desastre. Los frutos religiosos son
mínimos en los jóvenes alumnos. En el contexto que he descrito
brevemente, resulta una desubicación pastoral
desvalorizar como algo secundario el precepto dominical. Aunque arrecien todas las pandemias posibles.
Como complemento de los casos
reseñados sumo otro, también de antología. Hace unos días, recibí el llamado
telefónico de un joven que, según me dijo, sigue todos los sábados una breve
columna que desde hace 22 años conservo en un canal de televisión abierta; yo
no lo conocía. Me contó que en su barrio -vive en una localidad del Gran Buenos
Aires-, la iglesia estuvo cerrada el comienzo de la
cuarentena; recientemente comenzó a abrir un rato cada día, aunque sin
celebración alguna. Consiguió encontrar al sacerdote, y le pidió confesarse, pero el
presbítero no quiso atenderlo, porque estamos
en cuarentena...
El muchacho, azorado, se preguntaba si tal sacerdote tendría fe. Le
sugerí que escribiera al obispo diocesano para referirle el penoso hecho, y
solicitarle le indicara dónde podría recibir el sacramento. Cosas veredes, Sancho... Todo
esto ocurre en un país de cierta mayoría católica (¿qué
significará este título?).
Algo
muy diferente se vive en un país de mayoría protestante. El presidente de los Estados
Unidos de Norteamérica, con ocasión del Día de
la oración, que allí se celebra, hizo una exhortación pública muy
sentida y teológicamente impecable: hay que rezar,
y mucho, pidiéndole a Dios que nos salve del flagelo que estamos sufriendo.
Esta circunstancia me hizo recordar el castigo que recibió David por la
presunción que lo llevó a decidir el censo del pueblo de Israel: el Ángel
exterminaba al pueblo mediante la peste; murieron 70 mil hombres. Pero Dios
detuvo el exterminio; dijo al Ángel: ¡Basta ya!
¡Retira tu mano! (2 Sam 24, 16; cf. 1 Cr 21, 15). Una expresión muy
bella de la misericordia divina, independientemente de los hechos históricos. También nosotros debemos rogar que el Ángel detenga su espada. Que la fe y la esperanza inspiren la plegaria.
+ Mons. Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata
Académico de
Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico
Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario
de la Pontificia Academia Santo Tomás de Aquino (Roma).
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