Tradicionalmente, la
Iglesia ha sido muy cuidadosa a la hora de calificar las afirmaciones
desacertadas. No todo lo erróneo es herejía y no es lo mismo negar una
verdad de fe como la resurrección de Cristo que rechazar una opinión piadosa o
generalmente aceptada por los teólogos, pero no de fe, como, por ejemplo, la
infalibilidad de las canonizaciones.
Por ello, la teología y las
declaraciones magisteriales han usado en el pasado diversas
categorías de error, que
corresponden a distintos niveles de gravedad, pero también a la forma en que se
defienden esas posturas, el efecto que causan o incluso la inoportunidad
prudencial de las mismas. Algunas de esas categorías son, por ejemplo, (afirmación) materialmente herética, formalmente
herética, escandalosa, errónea, injuriosa a los méritos de Cristo, temeraria,
blasfema, contraria a la verdad católica, contraria a la disciplina universal
de la Iglesia, etc.
Una de las categorías más
leves, y que a mi juicio muestran mayor sutilidad, es la de afirmación ofensiva para oídos piadosos (piarum aurium offensiva). Es decir, afirmaciones que
rechinan y chirrían a los cristianos, que vulneran el sensus fidei de
los fieles, su sentido de lo que se puede y no se puede decir en materia de fe.
Probablemente todos hayamos oído frases que nos rechinan en ese sentido, de
manera que, quizá sin poder explicar con claridad por qué, las rechazamos y no
nos parecen católicas o al menos pensamos que un católico no debería decirlas.
Por desgracia, estas
afirmaciones ofensivas para oídos piadosos se encuentran muy
frecuentemente hoy, incluso en
las declaraciones de cristianos y eclesiásticos. Por supuesto, en ocasiones se
trata de malentendidos o de cuestiones complicadas que exceden los
conocimientos de los oyentes, pero es difícil negar que, en publicaciones
católicas, catequesis, homilías o cartas pastorales se encuentran a menudo
expresiones que no deberían estar en ellas y que con razón resultan ofensivas
para la sensibilidad católica de muchos fieles, aunque no sean una negación
explícita de la fe.
A mi entender y con todo el
respeto, quizá en esta categoría podrían enmarcarse unas desafortunadas afirmaciones que hizo el Papa hace un par de meses sobre el título de
Corredentora de la Virgen María.
No lo digo simplemente en el plano teórico, sino porque, de hecho, ofendieron a
multitud de “oídos piadosos” y varios
lectores me lo han señalado y me han pedido que hablara sobre el tema. En dos
ocasiones, el Papa Francisco ha criticado el título mariano de Corredentora,
llegando a calificarlo de “tontera”. En su homilía del pasado Viernes de Dolor, afirmó que:
“La Virgen nunca
pidió nada para sí misma, nunca. Sí, para los demás: pensemos en Caná, cuando
va a hablar con Jesús. Nunca ha dicho: “Soy la Madre, mírenme: soy la Reina Madre".
Ella nunca
dijo eso. […] Nuestra Señora no quiso quitarle ningún título a Jesús; recibió
el don de ser su Madre y el deber de acompañarnos como Madre, de ser nuestra
Madre. No pidió para sí misma ser cuasi-redentora o una co-redentora: no. El Redentor es uno solo y este título no se
duplica. Sólo discípula y madre”.
En otra ocasión anterior se
había referido al mismo tema, diciendo
que:
“[La Virgen]
jamás quiso tomar para sí algo de su Hijo. Jamás se presentó como corredentora
[…] Nunca robó para sí nada de su Hijo […] Cuando nos vengan con historias de
que habría que declararla esto, o hacer este otro dogma, no nos perdamos en tonteras".
Ha habido también otras
afirmaciones del Papa que han suscitado esta misma
reacción de escándalo
entre los fieles. Por ejemplo, cuando dijo que María “se nos quiso mestiza, se mestizó […] ¿Por qué? Porque
ella mestizó a Dios” o cuando dijo que la Virgen no es “una santita a la que se acude para conseguir gracias
baratas” o al afirmar que “¡Son la Virgen y San José! Sí, pero no pensemos que haya
sido fácil para ellos: los santos no nacen, se hacen, y esto vale también para
ellos” (olvidando, aparentemente, el dogma de la Inmaculada
Concepción). En otra ocasión, afirmó que la Virgen, al pie de la cruz, le
reprochaba a Dios que le había prometido que Jesús reinaría para siempre y “tal vez tenía ganas de decir: ¡Mentiras! ¡Me han
engañado!” (como si no repugnara a la razón que la Virgen
tuviera ganas de llamarle mentiroso a Dios), una idea que repitió en otro
momento, pero dulcificándola un poco, ya que solo llamaba mentiroso al arcángel
San Gabriel: “por dentro seguramente tendría ganas de decir al Ángel:
¡Mentiroso! Me has engañado”.
También ha afirmado que “Jesús tuvo que pedir disculpas a sus padres” cuando se quedó en el Templo discutiendo con los
doctores y que las palabras de María manifestaban “un
cierto reproche”, como si la idea de que Jesús tuviera que pedir
disculpas o de que María le reprochara algo no fuera absurda. Además, en otra
declaración señaló que, si bien San Pedro no abre la puerta del cielo a todos
los pecadores, María “abre la puerta del Paraíso y hace entrar a todos”.
¿A todos? ¿De verdad?
¿Cómo se explica
esto? Es indudable
que el Papa tiene una sincera devoción a la Virgen. Le gusta hablar de ella y pedir su intercesión.
En muchas ocasiones ha hablado de su devoción particular a la llamada Virgen Desatanudos. Entonces, ¿por
qué al hablar de nuestra Señora hay veces que dice cosas que resultan escandalosas?
Para entenderlo, conviene
tener en cuenta que la mayoría de los católicos actuales, tanto clérigos como
laicos, nos hemos formado en un mundo que ya ha apostatado y que,
inevitablemente, nos transmite su apostasía sin que nos demos cuenta, incluso
aunque conscientemente intentemos luchar contra ella. Como el daltónico no
distingue los colores, los hombres de hoy hemos perdido en gran parte la
sensibilidad cristiana que tenían nuestros mayores. La mundanidad de la que nos
hemos contagiado y nos seguimos contagiando cada día se trasluce en nuestra
forma de hablar. Multitud de fieles y
de eclesiásticos han perdido la sensibilidad católica que antes era
patrimonio común de los miembros de la Iglesia y hablan de las cosas de Dios,
de la fe y de nuestra Señora al estilo del mundo, con expresiones y
sentimientos que, en los siglos anteriores, habrían suscitado un rechazo
frontal en la Iglesia.
El
Papa no es inmune a esa tendencia y la difusión mundial que tienen sus palabras hace que la pérdida de la
sensibilidad sea más evidente en él que en otros. Claramente no se da cuenta de
que esas afirmaciones bienintencionadas pero desafortunadas resultan
inapropiadas para hablar de nuestra Señora y son ofensivas para los oídos de
sus hijos. Por desgracia, se trata de tendencias arraigadas que resulta muy
difícil corregir, aunque uno quiera hacerlo, porque generalmente el interesado
no se da cuenta siquiera del problema. En un mundo de ciegos nadie echa de
menos la vista.
A esta pérdida del lenguaje
propiamente cristiano se une la confusión propia del
pensamiento posmoderno, que ha
penetrado con gran fuerza en los seminarios y noviciados para entontecer lo que
allí se enseña, robando y disolviendo precisamente todo aquello que podría
sanar a este mundo extraviado. Es muy difícil negar que el propio Papa
Francisco posea en alto grado el talento para la confusión.
Una de las señales de un
pensamiento confuso es la incoherencia y, en este caso concreto, esa incoherencia
resulta evidente. En la misma frase en que critica el título mariano de
Corredentora, el Papa habla de “nuestra Señora”, a
pesar de que no existe ningún título más divino y propio de Cristo que el de
Señor. ¿No dice la Palabra de Dios que hay un
solo Señor, una sola fe, un solo bautismo? Si lo que dice el Papa
del título de Corredentora fuera cierto, mucho más lo sería con respecto al
título de Señora.
Igualmente, al final de la
misma celebración en que el Papa dijo estas cosas sobre el título de
Corredentora, se cantó el Ave Regina caelorum, ave Domina Angelorum. Es obvio que a
ese canto tradicional se le podrían aplicar los mismos razonamientos tan
confusos: si la Virgen solo es madre y discípula,
¿por qué se la llama Reina de los cielos y Señora de los Ángeles? ¿Es que
quiere quitarle a Cristo los títulos de Rey y Señor de los Ángeles? El
Papa, sin embargo, no pidió que se detuviera el coro y que se prohibiese en
adelante en toda la Iglesia esa antífona de origen inmemorial, quizá porque
probablemente el mismo Cristo que coronó a la Virgen como Reina y Señora de
cielos y tierra habría tenido algo que decir al respecto.
Lo mismo podría decirse de las
numerosas ocasiones en que el Papa ha celebrado las solemnidades de
la Inmaculada y la Asunción o la fiesta de María Reina. ¿Fue una
“tontera” que Pío IX y Pío XII declararan de forma infalible el dogma de la
Inmaculada Concepción o el de la Asunción? Podemos recordar también las
innumerables veces que el Papa habrá rezado la salve (Reina y Madre, esperanza nuestra,
Señora, Abogada nuestra) o el rosario con sus
letanías, como Causa de nuestra alegría, Arca de la Alianza, Puerta del cielo,
Estrella de la mañana, Auxilio de los cristianos, Consuelo de los afligidos,
Refugio de los pecadores y otras muchísimas que también se aplican de forma
eminente a Cristo.
Contra lo que decía el Papa,
nada de extraño tiene todo esto, porque ¿quién va a parecerse más a
Cristo que su Madre? Lo extraño sería que no fuera así. Cuando los
cristianos dedicamos estos títulos y piropos a María no le estamos
“quitando” nada a Cristo. Al contrario, lo que hacemos es atestiguar que María
siempre lleva a su Hijo: haced lo que Él os diga. Al no tener
mancha de pecado, nuestra Señora es un cristal límpido que, en vez de ocultar a
Jesucristo como tantas veces hacemos nosotros, permite contemplarlo con
claridad. San Luis María Griñón de Monfort recordaba, como doctrina tradicional
y de los santos, que “todo lo que conviene a Dios
por naturaleza, conviene a María por gracia”. Es decir, no porque ella
se haga igual a Dios, según la tentación de la serpiente, sino porque Dios la
eleva hacia Él por pura gracia: Dios ha mirado
la humillación de su esclava y la felicitarán todas las generaciones
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por ella.
Esta teología mariana
tradicional está profundamente enraizada en el concepto bíblico y patrístico
del Nuevo Adán y la Nueva Eva, y en las
profecías de Simeón y Ana, además de en los múltiples elogios que se hacen de
María en la Escritura. Nadie estuvo más cerca de Jesús en su Pasión, física y
espiritualmente, que su Madre y ella tuvo un papel único en el misterio de la
Redención.
Así lo han enseñado muchos
Papas. Pío XI afirmó que “la Virgen
Dolorosa compartió con Jesucristo la obra de la Redención” (Carta
apostólica Explorata Res, 1923). Benedicto XV: “Mientras sufría y casi moría junto con su Hijo sufriente
y agonizante, renunció a sus derechos maternos sobre su Hijo para la salvación
del hombre, y, para satisfacer la justicia de Dios, lo inmoló hasta donde le
fue posible, de modo que podemos correctamente decir que ella redimió al género
humano junto con Cristo” (Carta apostólica Inter Sodalicia,
1918). León XIII: “Es imposible pensar en
nadie que haya hecho o vaya a hacer en el futuro tanto como ella para
reconciliar a los hombres con Dios” (Carta encíclica Fidentem,
1896). Pío XII: “Libre de todo pecado,
original y personal, y siempre unida intimísimamente a su Hijo, como nueva Eva
lo ofreció en el Gólgota al Padre Eterno por todos los hijos de Adán, manchados
por el pecado tras su caída. Sus derechos de madre y su amor de madre se
incluyeron en el holocausto […] Al haber soportado con valor y confianza la
tremenda carga de sus dolores y su desolación, es verdaderamente la Reina de
los Mártires y, más que todos los fieles, completó ‘lo que le falta a la pasión
de Cristo’” (Carta encíclica Mystici Corporis, 1943). Juan Pablo II habló del “papel corredentor de María” (homilía en
Guayaquil, 31 de enero de 1985).
Sobre la oportunidad o
inoportunidad en las circunstancias actuales de proclamar solemnemente como
dogma ese título de Corredentora
de la Virgen o el de Medianera de Todas las Gracias, tal como pidieron muchos
obispos durante el Vaticano II, no me voy a pronunciar, porque excede mis
conocimientos. Es indudable, sin embargo, que ambos títulos son perfectamente coherentes con la Tradición, la Escritura y la enseñanza de
la Iglesia y, por lo tanto,
burlarse de esos títulos o rechazarlos de plano es, como mínimo, una afirmación
ofensiva a oídos piadosos.
Lo cierto es que vivimos en tiempos de apostasía y todos, desde el último bloguero hasta el
Papa, sufrimos la atracción de los cantos de sirena de la modernidad
poscristiana. Generación malvada y apóstata,
dijo Cristo de los hombres de su época y lo mismo podría decirse de nuestro
propio tiempo. En esta situación, ¿qué podría ser
mejor que volver los ojos a la Primera Discípula, la Madre Inmaculada, la
Doncella de Israel, la Destructora de todas las Herejías, la Toda Santa, la
Corredentora y la Medianera de Todas las Gracias? Que ella nos devuelva la
sensibilidad católica que hemos perdido y nos alcance la
gracia de tener los mismos sentimientos de Jesús,
que nunca se cansó de querer, alabar y elogiar a su Madre.
Bruno M.
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