El otro día, antes de
acostarme se me ocurrió ofrecer algunas líneas acerca de cómo enfocar los
estudios de teología. No son consejos para los estudiantes, sino para algún
obispo que decidiera reformar la facultad de teología de su diócesis.
Para empezar, el edificio donde
se contiene la ciencia teológica no debería ser como el resto de edificios
civiles, como otras facultades de ciencias profanas. El continente debería
mostrar la grandeza de esa ciencia divina. Su austeridad, su sencillez, sus
espacios deberían constituir, por sí mismos, una predicación. La arquitectura
como plasmación de la teología. Por supuesto, desterrando toda apariencia
mundana. La belleza de su sobriedad debería mostrar al edificio como un arca de
la ciencia de Dios.
Cada aula, la biblioteca, los
pasillos, todos los elementos deberían fomentar ese trabajo del estudio como
adoración. No digo que sea fácil conseguirlo, pero habría que esforzarse en
crear una arquitectura docente para algo tan grandioso como enseñar el
conocimiento acerca de Dios.
El primer año de estudios debería
insistirse mucho en la formación espiritual de los que entran a ese nuevo
estado personal que es el estado, trabajo y actitud del que inicia esos
estudios sagrados. El primer año, por supuesto, se estudiarán algunas
asignaturas, pero insistiendo en las más espirituales, en las más agradables de
tipo general.
El primer año se atraviesa el
atrio de esos estudios: se debe poner empeño en formar a los estudiantes acerca
de cómo estudiar. Me refiero con ello no a enseñar técnicas de estudio, sino a
que entiendan que la teología no es una ciencia profana; y que, por tanto,
requiere de una actitud distinta, de una disposición del alma diversa de la que
se requiere en otras carreras. No importa tanto conseguir conocimientos, como
que esa ciencia divina transforme al alma. El estudiante debe emprender el
estudio como un medio para adorar, para unirse más a Dios.
Se explicará cómo armonizar
oración y estudio, presencia de Dios y clases. Se enseñará el respeto al día
del Señor unido a una cierta práctica de la pastoral. Cada estudiante debería
dedicar un día a la pastoral en una parroquia: visita de enfermos o de presos,
ayuda a los necesitados, etc. No debería existir la figura del estudiante que
estudia, estudia y solo estudia.
Hoy día existe la mentalidad del
que dice: “Ahora estudio, ya me dedicaré a la
pastoral al acabar los estudios”. Cuando eso se realiza durante muchos
años, se produce una deformación. Desde el principio, es preferible realizar
este proceso de aprendizaje de la teología en una saludable armonía de oración
y pastoral.
Hasta ahora, las facultades se
han preocupado en ofrecer magníficos, profundos y variados programas de
estudios. Dejando la práctica de la oración, de la vida comunitaria, del
descanso, de la pastoral, al buen entender de cada uno. Lo cierto es que también
no pocos profesores viven esa distorsión entre teología y vida, centrándose
muchos solo en la teología. Si un profesor está personalmente distorsionado (no
digo corrompido), fácilmente comunica esa distorsión.
La facultad de teología, el
seminario, el lugar de residencia de los estudiantes de licenciatura, el tiempo
de oración y descanso, todo, debería conformar un conjunto unitario. No un
conjunto opresivo, tiránico, sino una unidad armónica centrada en la persona,
no en los conocimientos.
No estoy defendiendo que la
facultad de teología se tenga que convertir en un monasterio. Pero sí que ahora
existe una codicia por la teología. No estoy diciendo que ahora se hagan las
cosas mal. Solo digo que se pueden hacer mejor. No estoy diciendo algo que se
limita a unir estudios y oración, lo que propongo es algo más ambicioso. Es
cambiar la mentalidad porque, en el fondo, estamos enseñando la teología de
modo prácticamente igual a cómo enseñaríamos cualquier ciencia profana.
Hemos perpetuado un modo de
enseñar la teología que no era el modo en que la aprendían en la Escuela de
Antioquía en el siglo IV, o el modo en que la aprendían los que se formaban con
san Agustín en el siglo V. ¿Hemos mejorado en
conocimientos? Sí. ¿Hemos perdido la sabia
que llenaba esos estudios? Sin duda.
Nuestros estudios actuales
derivan de un árido método escolástico que se forjó en una época en que la
Iglesia no pasó por su mejor momento. Las cosas han cambiado mucho desde
entonces. Pero muchos malos usos se han perpetuado. Esos usos se han mejorado
desde entonces, pero se puede avanzar mucho todavía en la espiritualización de
las facultades.
P.
FORTEA
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