688. –En
cuanto la naturaleza humana es común con los animales, que sería su género
próximo, tiene inclinaciones dirigidas a la conservación de la especie, que
desembocan en el matrimonio. Se ha visto, en los capítulos anteriores, que la
ley divina las regula racionalmente. En cuanto a su género remoto, o a su
comunidad con todos los seres creados, otras inclinaciones están
dirigidas a la conservación del individuo, ¿Existe
también una ley divina, que prescriba el uso correcto de estas otras
inclinaciones de la naturaleza humana?
–Como Santo Tomás ya ha
probado que la ley divina manda guardar el orden de la razón en todas las cosas
que pueden ser utilizadas por el hombre, a esta cuestión responde: «Así como el uso de lo sexual se da sin pecado, si se
tiene conforme a la razón, así también el uso de alimentos». Debe
tenerse en cuenta que: «Se hace algo según razón
cuando se ordena convenientemente a debido fin». Además, que: «El fin debido al tomar alimento es la conservación del
cuerpo por la alimentación». Como consecuencia: «Todo
alimento puede conseguir eso y puede tomarse sin pecado. Por tanto, tomar
cualquier manjar no es de suyo pecado».
Más concretamente, se sigue
que: «No es de por sí malo usar de las cosas para
lo que son. Las plantas son para los animales, de éstos algunos para otros, y
todo para el hombre. Como se desprende de lo dicho anteriormente (III, c. 22)».
Queda así confirmado que: «no es de suyo
pecado usar de plantas o de la carne de animales para comida o para cualquier
otra cosa de utilidad para el hombre».
689. –Explica
seguidamente el Aquinate que, por una parte: «los
defectos del pecado se derivan al cuerpo por el alma, pues decimos que hay
pecado cuando se desordena la voluntad». Por otra: «Los manjares pertenecen inmediatamente al cuerpo, no al
alma». ¿Puede así inferirse que en el consumo de la comida no hay pecado?
–De estas observaciones sobre
los alimentos infiere Santo Tomás que: «tomarlos no
es pecado a no ser que repugne a la rectitud de la voluntad». Se dan
tres casos en los que no es recta la voluntad. El primero: «por la pugna con el fin propio de los manjares, como
cuando se toman por el deleite que dan, aunque sean dañosos a la salud
corporal, tanto por la calidad o por la cantidad» [1].
En la Suma teológica, indica
que, con ello, se cae en el pecado de la gula. Advierte, sin embargo, que no
puede llamarse pecado: «a cualquier apetito de
comer o beber, sino al desordenado, es decir, al que se aparta de la línea
racional, en que radica el bien de la virtud moral» [2].
Además de considerar el exceso
en la calidad de los alimentos o de la cantidad, que serían así dos especies de
gula, en este lugar añade otras tres en el siguiente texto: «La gula es apetito desordenado de comida y consideramos
en la comida dos cosas: el manjar que se toma y el acto de comerlo. Las dos
pueden originar desorden en la concupiscencia (o deseo)».
Respecto a lo primero, pueden
aparecer tres tipos de gula: «Por parte del manjar
caben las siguientes combinaciones: en cuanto a la substancia del mismo,
lo deseamos valioso, estimable; en cuanto a la calidad, exigimos una
preparación esmerada; y, en cuanto a la cantidad, superamos el límite
racional». También otros dos más, porque: «por
modo de tomarlo, o acto, existen estas variantes: adelantar la hora
ordinaria y tomar el alimento con voracidad» [3].
El segundo caso de desorden de
la voluntad respecto a los manjares puede ocurrir, tal como añade en la Suma contra los gentiles: «por desdecir con la posición de quien los toma o con
la de aquellos con los que convive, por ejemplo: el que los compra sobre sus
facultades o de calidad no acostumbrada entre aquellos con quienes alterna».
Por último, acontece el tercer
desorden en la comida: «por tratarse de alimentos
prohibidos por motivo especial por la ley: como algunos estaban prohibidos en
la ley vieja por su simbolismo, y antiguamente en Egipto la carne de buey o de
vaca para que la agricultura no sufriera colapso» [4].
En otra de sus obras, al
responder Santo Tomás a la pregunta «¿Por qué en la
ley antigua estaban vedados algunos manjares?» [5],
que suscita el texto evangélico: «No lo que entra
por la boca es lo que mancha al hombre» [6]
–citado también al final de esta argumentación para confirmar su respuesta–,
explica en qué consistía tal simbolismo. Su respuesta es la siguiente: «San Agustín da contra Fausto este motivo: en aquel
estado (de la ley antigua) estaba prefigurado Jesucristo, no sólo por las palabras,
más también por las acciones. Por eso en los manjares, vestidos y sacrificios
hubo figuras del futuro estado (de la ley de Cristo). No están pues vedados
como tales, más por ser figuras de cosas inmundas, por ejemplo, el puerco señal
es de vida inmunda. Por eso la prohibición de su carne señal es de que en la
ley de Cristo prohibida está toda inmundicia» [7].
690. –Después de
estas argumentaciones, el Aquinate puede concluir que: «el
uso de manjares y de placeres no es en sí ilícito, sino sólo cuando desborda el
orden de la razón»; y que: «las facultades
poseídas son necesarias para la alimentación, la educación de la prole y la
sustentación de la familia y demás necesidades corporales». ¿De esta tesis
general deduce alguna otra?
–De esta doble conclusión, que
ha probado en éste y en los anteriores capítulos, obtiene Santo Tomás la
siguiente consecuencia: «la posesión de la riqueza
no es de suyo ilícita, si se observa el orden de la razón, de suerte que se
posea justamente lo que se tiene y que no se ponga en ella el fin de la
voluntad y se la emplee para provecho propio y ajeno».
Lo confirma el que: «por eso San Pablo no condena a los ricos, sino que les
da una regla para su uso» [8],
tal como lo hace al escribir a Timoteo, su fiel discípulo y colaborador: «Manda a los ricos de este mundo que no sean altivos, ni
pongan su confianza en las riquezas caducas, sino en el Dios vivo, que nos da
abundantemente todas las cosas para nuestro uso; que obren bien, que se hagan
ricos en buenas obras, que den y que repartan liberalmente» [9].
Al comentar este pasaje, nota
Santo Tomás que San Pablo: «les manda que «no sean
altivos», esto es, no sentir algo excelso de sí», porque la riqueza
puede ser mala por dos razones: «La primera si se
ensoberbecen, por causa de esas cosas que no tienen verdadera excelencia, esto
es, de las temporales; de donde el que por una excelencia exterior se engríe
presuntuoso y altivo, se aficiona sin cabeza, y esto es soberbia. Con todo eso
los hombres carnales no traen tanta cuenta con otra sublimidad como con ésta,
que puede conseguirse con las riquezas, a quienes todo se rinda y sujeta. «Todo
obedece al dinero» (Ecle 10, 19). De donde, como
la hacienda de este mundo son estos bienes, vanamente se engríen».
También hay maldad en el
sentimiento de la propia excelencia, que no es ya directamente por las
riquezas: «porque hay ciertas cosas, como los dones
espirituales, que tienen excelencia. «¡Qué grande es el que encuentra la
sabiduría y la ciencia¡ Pero no supera a aquel que teme al Señor» (Eclo
25, 13); que pueden gustarse desordenadamente, no
por la naturaleza de los dones, sino por atribuirse el que los tiene lo que no
es suyo, o no reconociendo que lo que tiene es de Dios». Por
consiguiente: «en el primer caso hay desorden por
defecto de las cosas; en el segundo por desorden en el afecto».
La segunda razón, por la que
las riquezas pueden ser malas, para quien las posee, es porque, además de la
soberbia: «el segundo vicio de los ricos es la
esperanza en las cosas mundanas. De donde dice San Pablo en este pasaje: «ni
pongan su confianza en las cosas caducas» (v. 17). Se lee también en la
Escritura: «creí que el oro era mi fuerza y dije al oro: mi confianza eres» (Jb 31, 24); y «El haber del rico es su ciudad fuerte» (.Pr 10,
15). Indica el motivo de la advertencia; pues la confianza se pone en donde uno
espera hallar socorro; pero el socorro es del fuerte y las riquezas son
frágiles; no hay pues que esperar en ellas, como se lee en el Evangelio: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y
la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban» (Mt
6, 19), no hay pues que esperar en ellas, «sino en
el Dios vivo» (v. 17), en quien hay que poner la verdadera esperanza. «Bienaventurado el hombre que confía en el Señor y pone
su esperanza en el Señor» (Jer 17, 7); que «da
a todos copiosamente» (St 1, 5)» [10].
691. –Concluye el
Aquinate que, por todo ello: «según la ley divina
el hombre es conducido al orden de la razón en todo lo que puede tratar». ¿Se
incluyen también en ello las relaciones con los otros hombres?
–Entre todas las relaciones
del hombre: «las principales son con los otros
hombres. «El hombre es por naturaleza animal social» (Aristóteles, I Ética,
5), pues necesita de muchos para alcanzar lo que
uno solo». Se advierte así que: «es preciso
que la ley divina disponga como el hombre se ha de comportar con los demás
según el orden de la razón».
Queda ratificado, en primer
lugar, si se tiene en cuenta que: «el fin de la ley
divina es que el hombre se una a Dios. En esto, uno ayuda al otro en el conocimiento
y en el amor, ya que los hombres se ayudan en el conocimiento de la verdad, y
uno incita al otro al bien y lo aparta del mal (…) Por tanto, convino ordenar
por ley divina la sociedad mutua de los hombres».
En segundo lugar, porque: «la ley divina es cierto plan de la divina providencia
para gobernar a los hombres. A ésta atañe mantener en su debido orden a todos
sus sometidos, de suerte que cada uno esté en su lugar y grado. Por lo tanto,
la ley divina así ordena recíprocamente a los hombres que cada uno esté en su
sitio, lo cual no es otro que estar los hombres en mutua paz, pues, como dice
San Agustín: «la paz entre los hombres no es otra cosa que una ordenada
concordia» (La ciudad de Dios, XIX, 13, 1)» [11].
692. –La finalidad
principal de la ley divina, que el hombre se una a Dios, queda expresada, como
se ha dicho, en los tres primeros mandamientos –«»Amarás
a Dios sobre todas las cosas» (…) «no
tomarás el nombre de Dios en vano» (…) «santificarás
las fiestas» [12]–.
La otra finalidad de la ley divina, según lo explicado, es que los hombres
viven en paz entre sí. ¿Queda también
manifestada en algún mandamiento?
–Los siete mandamientos
restantes son la exposición de esta segunda finalidad de la ley divina. Se
puede probar desde la definición de la paz de San Agustín: «La paz de todas las cosas es la tranquilidad del
orden» [13].
Noción que incluye implícita esta otra: «la bien
ordenada concordia» [14].
Argumenta Santo Tomás que: «se guarda la ordenada concordia cuando se da a cada cual
lo que es suyo, lo que es de justicia. Por eso dice Isaías: «Efecto de la
justicia es la paz» (Is 32, 17). Fue
conveniente, por tanto, dar mandamientos de la ley divina sobre la justicia,
para que todos se concedieran lo propio y se abstuvieran de causar daño».
El cuarto mandamiento queda
justificado, porque: «entre todos los hombres, uno
es máximo deudor de sus padres. De este modo el primero de los preceptos de la
ley, que nos relacionan con el prójimo, es el de «honrar padre y madre», en el
cual se comprende estar mandado que tanto a los padres como a los demás dé cada
uno lo que se merece, según se dice en la Escritura: «Pagad a todos lo que se
les debe» (Rm 13, 7)».
Nota seguidamente que: «Después vienen los mandamientos en que se manda
abstenerse de causar daño al prójimo, de manera que no le ofendamos de obra ni
en su propia persona, «por eso se dice: «No matarás», en el quinto
mandamiento. Tampoco hay que hacer mal a lo unido a la persona, así se dice: «no cometerás adulterio», según se prescribe en el
sexto mandamiento; ni tampoco: «en las cosas
exteriores, por ello se ordena: «no robarás», como se prohíbe en el
séptimo mandamiento.
En el siguiente mandamiento,
el octavo: «También se nos prohíbe que no le
ultrajemos contra toda justicia con palabras: «No levantarás falsos testimonios
ni mentirás». Por último, como: «Dios es
también juez de los corazones», asimismo: «nos prohíbe que ofendamos al prójimo
con el pensamiento», por ello, se lee en el noveno mandamiento: «no desearás la mujer de tu prójimo», y en el décimo: «no
codiciarás los bienes del prójimo» [15].
693. –¿Los
dos últimos mandamientos no son una repetición del sexto y del séptimo, «no
cometerás adulterio» y «no robarás»?
–En la obra posterior dedicada
a los mandamientos, antes de comentar el noveno y décimo mandamiento, nota
Santo Tomás que: «Entre la ley humana y la divina
existe esta diferencia, que la humana contempla hechos y palabras, la divina no
sólo eso, sino además pensamientos. La razón de ello es que la primera ha sido
promulgada por hombres, que juzgan de lo que aparece al exterior, en tanto que
la divina procede de Dios, el cual ve lo de fuera y lo de dentro. Se dice en la
Escritura: «Dios de mi corazón» (Sal 72, 26); y «el
hombre mira las apariencias, pero Dios penetra el corazón» (1 Re 16, 7)», y conoce así lo más interior y profundo de cada
hombre.
Los anteriores mandamientos
«se refieren a dichos y hechos», los dos últimos «tienen los pensamientos por
objeto». La razón es porque: «ante Dios la
intención equivale a la puesta en práctica. De ahí el «no codiciarás», esto
es, no sólo no arrebates de hecho, sino que ni siquiera «codiciaras» (mentalmente) los
bienes de tu prójimo» [16].
Por consiguiente, el objeto de estos mandamientos es nuevo.
En el Catecismo romano, se indica además que: «por dos razones fueron necesarios estos mandamientos (el
noveno y el décimo): una, para explicar el sentido de los mandamientos sexto y
séptimo: porque, si bien se comprende por la luz natural de la razón que,
prohibido el adulterio, se prohíbe también el deseo de poseer la mujer casada,
puesto que, si fuera lícito apetecer, sería también lícito gozar; sin embargo,
muchísimos judíos, obcecados en sus vicios, no pudieron llegar a creer que
estuviera esto (el deseo) prohibido; y, aun después de haber sido publicada y
conocida esta ley del Señor, muchos que eran de profesión intérpretes de la
ley, estaban en ese error, como puede verse en el sermón del Señor, según San
Mateo: «Habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No cometerás adulterio. Yo
os digo más que todo aquel que pone los ojos en una mujer deseándola, ya
cometió adulterio en su corazón con ella» (Mt 5, 27-28)».
La segunda razón
de la necesidad de estos dos últimos mandamientos es porque: «en ellos se
prohíben clara y distintamente algunas cosas, que no estaban expresamente
prohibidas en el sexto ni en el séptimo. Porque, por ejemplo, el séptimo
precepto prohibió que nadie apeteciese ni intentase apoderarse injustamente de
lo ajeno; mas éste (el décimo) prohíbe que nadie lo apetezca de ningún modo,
aunque pudiera conseguir justa y legítimamente una cosa, con cuya posesión
viera que se causa al prójimo algún daño» [17].
Estas razones revelan que
puede considerarse: «la divina ley a manera de un espejo, en el que vemos los
vicios de nuestra naturaleza; por eso dice el Apóstol: «Yo
no conocí el pecado sino por la ley, porque no conocería la concupiscencia si
la ley no dijese: «No codiciarás» (Rm 7, 7). Y
permaneciendo siempre fija en nuestro ser la concupiscencia, esto es, el fomes
del pecado, que del pecado tuvo origen, conocemos por esto que en pecado,
nacemos, y por esta razón acudimos humildes a quien únicamente puede borrar las
manchas del pecado» [18].
Explican también que no queda
prohibida totalmente la concupiscencia o deseo, porque: «no se prohíbe la facultad natural y moderada de apetecer, que no
traspasa sus límites; y mucho menos el deseo espiritual de la recta razón» [19].
En cambio: «prohíbese en absoluto, por estos
mandamientos, no la facultad misma de apetecer, de la cual podemos usar así
para bien como para mal, sino el uso del apetito desordenado, que se llama
concupiscencia de la carne y fomes del pecado, y debe incluirse siempre entre
los pecados, si va acompañado del asentimiento de la voluntad» [20].
El «fomes»,
cuyo significado literal es el de yesca, que estimula la llama, es la
concupiscencia o inclinación desordenada habitual de los apetitos sensibles,
que si se actualiza se convierte en pecado. Es lo que queda del pecado
original, incluso cuando se ha limpiado su culpa por el bautismo, de manera que
el fomes «del pecado (original) procede y al pecado
(actual) inclina» [21].
El pecado de concupiscencia se da: «cuando, después
del impulso de los malos apetitos, se recrea el alma en las cosas malas y
consiente en ellas o no las rechaza; esto es lo que enseña Santiago al explicar
el origen y desarrollo del pecado por estas palabras: «Cada uno es tentado,
atraído y halagado por su propia concupiscencia. Después la concupiscencia, en
llegando a concebir malos deseos, produce el pecado; y el pecado, una vez que
sea consumado, engendra la muerte eterna» (St 1, 14-15)»[22].
694. – Además
del permanente fomes, o desorden del apetito sensible, que inclina a la
concupiscencia de la carne ¿el pecado original
es el origen de otras concupiscencia?
–Al comentar las palabras de
noveno mandamiento, que se encuentran en la exposición del Éxodo: «No
codiciarás la casa de tu prójimo» [23],
declara Santo Tomás: «Dice San Juan que: «todo lo
que hay en el mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos
y soberbia de la vida» (1 Jn 2, 16). Así
pues, todo lo apetecible viene a parar en una de esas tres cosas» [24].
Todo lo que es apetecible o deseable de manera desordenada se convierte a estas
tres concupiscencias.
Esta triple concupiscencia,
legado de las heridas del pecado original en la naturaleza humana y en sus
facultades –en el entendimiento, con la ignorancia; en la voluntad, con la
malicia; en el apetito irascible, con la flaqueza; y en el apetito
concupiscible, con la concupiscencia o deseo sensible desordenado [25]–,
se explica porque: «hay que distinguir en el hombre
una doble concupiscencia (deseo): la natural, que tiende a las cosas de que
nuestra naturaleza se sustenta, tanto en el orden a la conservación del individuo
-la comida, la bebida y objetos semejantes-, como la conservación de la
especie, como sucede en las cosas del trato sexual». Esta sería la
concupiscencia de la carne.
Añade Santo Tomás que: «La otra concupiscencia es espiritual, es decir, de
aquellas cosas que no proporcionan deleite ni sustento carnal, sino que
deleitan por vía de aprehensión imaginativa o de forma semejante: son las
riquezas, adorno de vestidos y cosas colindantes. Esta concupiscencia anímica
se llama «concupiscencia de los ojos» [26].
Además de la «concupiscencia de la carne» y de la «concupiscencia de los ojos», resultado de los desórdenes
del apetito natural y del no natural, «propio exclusivamente del hombre» [27],
hay una tercera concupiscencia. Este deseo, o «apetito
desordenado de un bien arduo», propio del llamado apetito irascible –que
tiene por objeto lo deleitable difícil de conseguir y que implica lucha–, «pertenece a la «soberbia de la vida» [28].
La primera concupiscencia da lugar a la gula y la lujuria. La concupiscencia de
los ojos, que no se deriva directamente en la anterior, sino en las facultades
racionales, a los de la avaricia y de la vanagloria; y la soberbia de la vida originan
el deseo desordenado de la propia excelencia, o soberbia.
Las dos últimas
concupiscencias: «quedan comprendidas en la
prohibición (…) del mandamiento «no codiciarás la casa de tu prójimo», porque:
«en una casa hay que considerar entre otras cosas la altura con lo que se alude
a la soberbia: «Gloria y riqueza habrá en su casa» (Sal 111, 3). Por consiguiente, desear la casa incluye también
ambicionar puestos de relieve» [29].
En cambio, el anterior mandamiento, el noveno, «no
desearás la mujer de tu prójimo» [30],
está «dirigido contra la concupiscencia de la
carne» [31].
Igualmente, en el Catecismo romano se
indica sobre el décimo mandamiento que: «Por el
espíritu de este mandamiento se nos prohíbe apetecer con codicia las riquezas y
tener envidia de los bienes ajenos, del poderío y de la nobleza, y, por el
contrario, se nos manda que estemos contentos en nuestro estado, cualquiera que
sea, humilde o elevado. Asimismo debemos entender que se prohíbe el deseo de
ostentación ajena» [32].
En el nuevo Catecismo, también se advierte que: «El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de
una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado
nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder»
[33].
Más adelante se dice: «El décimo mandamiento exige
que se destierre del corazón humano la envidia (…) La envidia puede conducir a
las peores fechorías (Cf Gn 4, 3-7: 1 Rey 21, 1-29). La muerte entró en el
mundo por la envidia del diablo (cf Sab 2, 24)» [34].
Explica seguidamente Santo
Tomás que: «después del pecado original, a causa de
la corrupción ocasionada por él, nadie se ve libre de la concupiscencia,
excepción hecha de Cristo y de la Virgen gloriosa. Y donde hay concupiscencia,
hay pecado venial o pecado mortal, cuando la concupiscencia domina. Puntualiza
San Pablo: «Que el pecado no reine en vuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12);
y no dice «no se halle», porque como él
mismo escribe «yo sé que algo no bueno habita en
mí, esto es, en mi carne» (Rm 7, 18)».
695. –Según lo
que dice San Pablo, y que cita el Aquinate, se podría preguntar: ¿Cuándo reina el pecado en la carne?
–La respuesta de Santo Tomás
sería la siguiente: «Reina el pecado en la carne: Primero: cuando la
concupiscencia domina en el corazón mediante el consentimiento, y así, añade
San Pablo a las palabra citadas: «esto es obedeciendo a la concupiscencia de la
carne» (Rm 6, 12)». A continuación,
en esta respuesta, cita unas palabras evangélicas, que son una novedad sobre la
actitud de todo hombre ante cualquier mujer, aunque no sea de otro: ««El que mira a una mujer deseándola, ya ha sido adúltero
con ella en su corazón» (Mt 5, 28). Porque
ante Dios la intención equivale a la puesta en práctica».
Segundo: «Cuando
domina en las palabras por la manifestación de lo que se lleva dentro: «Pues de
la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12, 34). «Ninguna palabra mala
salga de vuestros labios» (Ef 4, 29). Por
este motivo, no está exenta de pecado la composición de canciones frívolas, y
ello incluso en opinión de los filósofos, pues los autores de poemas eróticos
eran desterrados». Así ocurrió con el poeta romano Ovidio (s. I a.C.),
que fue por este motivo desterrado a Temis, o Constanza (Rumania).
Tercero: «Cuando se
exterioriza en las obras, poniendo el cuerpo al servicio de la concupiscencia.
Dice San Pablo: «Del mismo modo que ofrecisteis vuestros miembros al servicio
de la perversidad para mal (Rm 6, 19)».
Se puede concluir, por una
parte, que: «estos son, pues, los diversos grados
de la concupiscencia», a la que inclina el fomes. Por otra: «Para evitar tal pecado, mucho hay que esforzarse, porque
tiene dentro las raíces, y el enemigo de casa es el más difícil de vencer» [35].
696. –El
Aquinate, en la exposición sobre los diez mandamientos, declara: «La perfección del hombre consiste en el amor a Dios y al
prójimo. Del amor a Dios tratan los tres mandamientos que fueron escritos en la
primera tabla: al amor del prójimo se refieren los siete de la segunda» [36].
Por consiguiente, con la justicia que implican, regulan las relaciones del
hombre con Dios y con los demás. ¿Cómo se ve
incitado el hombre a cumplir los mandamientos?
–En este capítulo de la Suma contra los gentiles, indica seguidamente Santo
Tomás que, por una parte: «Para observar una tal
justicia, establecida por ley divina, es inclinado el hombre doblemente:
interior y exteriormente. Interiormente, en cuanto que es voluntario (y, por
tanto, con libre albedrío) para guardar lo que manda la ley divina, lo cual
hace por amor a Dios y al prójimo, ya que el que ama a alguien, de agrado y con
placer le da lo que merece y aun liberalmente más».
Así se explica que: «todo el cumplimiento de la ley esté como colgado del
amor, según dice San Pablo: «la plenitud de la ley es el amor» (Rm 13, 10); y
el Señor que: «de dos mandamientos pende toda la ley» (Mt 22, 40), del amor de Dios y del amor al prójimo» [37].
Por ello: «por el amor se cumple y se realiza
perfectamente la ley» [38].
El amor es la síntesis de la ley, porque con su fuerza se realiza su pleno
cumplimiento.
Por otra, que: «porque algunos no están tan dispuestos interiormente que
espontáneamente hagan por sí mismos lo que les manda la ley, han de ser
atraídos exteriormente al cumplimiento de su justicia; lo cual acontece cuando
por temor de las penas cumplen la ley servil y no liberalmente. Así se dice en
la Escritura: «Cuando obrares tus juicios en la tierra», es decir, castigando a
los malos, «aprenderán la justicia los habitantes del mundo» (Is 26,
9)».
Puede afirmarse, por ello,
que: «los primeros, pues, que tienen caridad, que,
en lugar de la ley, los induce a obrar libremente, «son para sí mismos ley» (Rm
2, 14)». La razón es porque siguen la ley natural, que está insertada en la
naturaleza humana, y, por tanto, interna e innata. Ley, que ha sido dada por
Dios, y no porque el hombre sea legislador de la misma. «De manera que, por ellos, no fue necesario dar la ley exterior, sino
por aquellos que de suyo no se inclinan al bien. Por eso se dice en la primera
carta a Timoteo: «La ley no fue puesta para el justo, sino para los injustos» (1
Tm 1, 9). Lo cual no se ha de entender de suerte
que los justos no estén obligados a guardar la ley, como alguno así lo
entendió, sino que los tales se inclinan por sí mismos a cumplir la justicia
aun sin la ley» [39],
es decir, sin la ley positiva.
Al comentar estas citas
bíblicas explica Santo Tomás que: «la Ley no fue
dada para los justos, que no son obligados por una ley externa, sino que es
dada para los injustos, que necesitan ser obligados exteriormente». El primero: «y supremo grado de dignidad en el hombre
consiste en esto, en no ser inducido al bien por otros, sino por sí mismo. El segundo grado ciertamente es el de los que son
inducidos al bien por otros hombres, pero sin coacción. El tercero es el de los que necesitan de la coacción para hacer el
bien. Y el cuarto es el de los que ni por
coacción se pueden encaminar al bien Se lee en la Escritura: «En vano castigué a vuestros hijos, pues no aprovecharon
la corrección» (Jer 2, 30)» [40].
697. –Sobre los
gentiles, afirma San Pablo que, aunque «no tienen la Ley» divina, sin embargo, «por la razón natural hacen las cosas de la Ley» y, por
eso: «son para si mismos ley» [41].
Además, como indica el Aquinate en su explicación, son «inducidos
al bien (…) por sí mismos» [42].
¿No parece que, con ello, se está en una
posición cercana a a la herejía pelagiana?
–Reconoce Santo Tomás, en su
comentario a este versículo citado –«Cuando los
gentiles, que no tienen la ley, por la razón natural hacen las cosas de la ley,
ellos, sin tener ley, son para sí mismos ley» [43]–
que: «en la expresión «por la razón natural» cabe
cierta dubitación, pues parece darles la razón a los pelagianos, que decían que
por su propia naturaleza puede el hombre guardar todos los preceptos de la
ley». Afirmaban que, si quieren cumplirlos, los hombres pueden hacerlo
desde las propias fuerzas de su naturaleza humana, ya que no ha sido herida por
el pecado original.
Como no puede admitirse esta
herejía condenada por la Iglesia, podría igualmente entenderse que: ««por la razón natural» quiere decir por la naturaleza
reformada por la gracia, puesto que se dice de los gentiles, convertidos a la
fe, que, con el auxilio de la gracia de Cristo, empezaron a observar los
preceptos morales de la ley».
Sin ser falsa esta segunda
interpretación, no parece que San Pablo se refiera aquí a la razón natural
perfeccionada por la gracia, porque lo indicaría. Debe entenderse, por tanto,
que: «por la razón natural quiere decir que por la
ley natural se les mostraba a ellos qué debían hacer, según lo que dice la
Escritura: «Muchos dicen: ¿Quién nos hará ver las cosas buenas? Impresa está» (Sal
4, 6-7), lo que es la luz natural de la razón, en la cual está la imagen de
Dios».
Debe precisarse, sin embargo,
que, con ello: «no se excluye que no sea necesaria
la gracia para mover el afecto, así como por la ley se tiene el conocimiento
del pecado, como dirá San Pablo más adelante (Rm 3, 20), y, con, todo todavía
se requiere la gracia para mover la voluntad» [44].
Sin la gracia, el mero conocimiento racional de la ley no les permitía a los
gentiles cumplir todos los mandamientos, ni al cumplir algunos hacerlo
perfectamente o perseverar en ellos.
698. –El
Aquinate, en la Suma contra los gentiles,
concluye su explicación sobre los mandamientos de la Ley divina con la
siguiente afirmación: «Con lo dicho se rechaza la
posición de los que dicen que lo justo y lo recto lo establece la ley», la
ley divina prescrita por Dios. ¿Por qué queda
rebatido este voluntarismo divino sobre lo que es bueno y malo?
–Se dice, en el párrafo
anterior a esta observación, que, con todo lo explicado sobre los mandamientos
de la ley de Dios: «Se patentiza que la bondad o
malicia de las acciones no solamente lo son por preceptuarlo la ley, sino según
el orden natural. Por eso ese dice en la Escritura: «Los juicios del Señor son
verdaderos y son justificados en sí mismos» (Sal 18, 10)».
Lo mandado por la ley es
bueno, porque proviene de la voluntad divina, que, con ello, conduce al hombre
a su perfección y a su felicidad, pero lo querido por Dios ha sido
anteriormente conocido por su entendimiento divino. Lo mandado es bueno, por
tanto, porque también ha sido entendido por Dios. Por ello, el precepto está de
acuerdo con la naturaleza humana, que ha sido preconcebida por Dios. Además
como el conocimiento de Dios es su propia substancia, con la que se identifica,
lo bueno lo es porque así es la misma bondad de la naturaleza de Dios.
El fundamento de la ley es la
razón divina, que es Dios. De manera que: «lo
preceptuado por la ley divina es recto no sólo por ser establecido por la ley,
sino también naturalmente» [45],
o establecida por la ley natural, infundida por Dios, según su razón, que se
identifica con su propia naturaleza divina. Por ello, puede decirse, por una
parte que lo mandado lo es porque Dios es así, racional; por otra, que: «no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de
Dios» [46].
Eudaldo Forment
[13] San Agustín, La
ciudad de Dios, XIX, 13. Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II.
q. 29, a. 2, in c.
[14] San Agustín, La
ciudad de Dios, XIX, 13. Véase: Santo Tomás de Aquino, Suma teológica,
II-II, q. 29, a. 1, in c.
[16] ÍDEM, Exposición
de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley,
Noveno precepto, 188.
[24] Santo Tomás de
Aquino, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez
mandamientos de la ley, Décimo precepto, 188.
[29] Santo Tomás de
Aquino, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez
mandamientos de la ley, Décimo precepto, 196.
[31] Santo Tomás de
Aquino, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez
mandamientos de la le., Décimo precepto, 196.
[35] ÍDEM, Exposición
de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley,
Noveno precepto, Décimo mandamiento, 197-200.
[46] Afirmación de
Manuel II Paleólogo, citada por Benedicto XVI en Fe, razón y universidad.
Recuerdos y reflexiones (Encuentro con los representantes de la ciencia en
el Aula Magna de la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006), en
VV.AA, Dios salve la razón, Madrid, Ediciones Encuentro, 2008, pp.
29-42.
Eudaldo Forment
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