VATICANO, 15 Nov. 17 / 05:50 am (ACI).- El Papa Francisco ofreció
una segunda catequesis
sobre la Misa
durante la Audiencia General en la Plaza de San Pedro.
El Pontífice explicó que la Eucaristía es la mejor oración y afirmó que
hay que “ser humildes, reconocerse hijos, descansar
en el Padre, confiar en Él. Para entrar en el Reino de los cielos es necesario
hacerse pequeños como niños”.
A continuación, la catequesis completa del Papa:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con las catequesis sobre la Santa Misa. Para comprender la
belleza de la celebración eucarística deseo iniciar con un aspecto muy simple:
la Misa es oración, es más, es la oración por excelencia, la más alta, la más sublime,
y al mismo tiempo la más “concreta”. De
hecho, es el encuentro de amor con Dios mediante su Palabra y el Cuerpo y
Sangre de Jesús. Es un encuentro con el Señor.
Pero antes debemos responder a una pregunta. ¿Qué cosa es verdaderamente
la oración? Ella es sobre todo diálogo, relación personal con Dios. Y el hombre
ha sido creado como ser en relación personal con Dios que encuentra su plena
realización solamente en el encuentro con su Creador. El camino de la vida es hacia el encuentro definitivo con
el Señor.
El Libro del Génesis afirma que el hombre ha sido creado a imagen y
semejanza de Dios, quien es Padre e Hijo y Espíritu Santo, una relación
perfecta de amor que es unidad. De esto podemos comprender que todos nosotros
hemos sido creados para entrar en una relación perfecta de amor, en un continuo
donarnos y recibirnos para poder encontrar así la plenitud de nuestro ser.
Cuando Moisés, ante la zarza ardiente, recibe la llamada de Dios, le
pregunta cuál es su nombre. Y, ¿qué cosa responde Dios?: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14). Esta expresión, en
sentido original, expresa presencia y gracia, y de hecho enseguida Dios agrega:
«El Señor, el Dios de sus padres, el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob» (v. 15). Así también Cristo, cuando llama
a sus discípulos, los llama para que estén con Él. Esta pues es la gracia más
grande: poder experimentar que la Misa, la Eucaristía es el momento
privilegiado para estar con Jesús, y, a través de Él, con Dios y con los hermanos.
Orar, como todo verdadero diálogo, es también saber permanecer en
silencio – en los diálogos existen momentos de silencio –, en silencio junto a
Jesús. Y cuando nosotros vamos a Misa, tal vez llegamos cinco minutos antes y
comenzamos a conversar con quien está al lado nuestro. Pero no es el momento de
conversar: es el momento del silencio para prepararnos al diálogo. Es el
momento de recogernos en nuestro propio corazón para prepararnos al encuentro
con Jesús. ¡El silencio es muy importante! Recuerden lo que les he dicho la
semana pasada: no vamos a un espectáculo, vamos al encuentro con el Señor y el
silencio nos prepara y nos acompaña. Permanecer en silencio junto a Jesús. Y
del misterioso silencio de Dios emerge su Palabra que resuena en nuestro corazón.
Jesús mismo nos enseña como realmente es posible “estar”
con el Padre y nos lo demuestra con su oración. Los Evangelios nos
muestran a Jesús que se retira en lugares apartados para orar; los discípulos,
viendo esto su íntima relación con el Padre, sienten el deseo de poder
participar, y le piden: «Señor, enséñanos a orar»
(Lc 11,1). Hemos escuchado en la Lectura antes, al inicio de la audiencia.
Jesús responde que la primera cosa necesaria para orar es saber decir “Padre”. Estén atentos: si yo no soy capaz de
decir “Padre” a Dios, no soy capaz de orar.
Debemos aprender a decir “Padre”, es decir,
ponerse en su presencia con confianza filial. Pero para poder aprender, se
necesita reconocer humildemente que tenemos necesidad de estar instruidos, y
decir con simplicidad: Señor enséñanos a orar.
Este es el primer punto: ser humildes, reconocerse hijos, descansar en
el Padre, confiar en Él. Para entrar en el Reino de los cielos es necesario
hacerse pequeños como niños. En el sentido que los niños saben confiar, saben
que alguien se preocupará de ellos, de lo que comerán, de lo que se pondrán y
otras cosas más (cfr. Mt 6,25-32). Esta es la primera actitud: confianza y
familiaridad, como el niño hacia los padres; saber que Dios se recuerda de ti,
cuida de ti, de ti, de mí, de todos.
La segunda predisposición, también esta propia de los niños, es dejarse
sorprender. El niño hace siempre mil preguntas porque desea descubrir el mundo;
y se maravilla incluso de cosas pequeñas porque todo es nuevo para él. Para
entrar en el Reino de los cielos se necesita dejarse maravillar. ¿En nuestra
relación con el Señor, en la oración – pregunto – nos dejamos maravillar o
pensamos que la oración es hablar a Dios como hacen los papagayos? No, es
confiar y abrir el corazón para dejarse maravillar. ¿Nos dejamos sorprender por
Dios que es siempre el Dios de las sorpresas? Porque el encuentro con el Señor
es siempre un encuentro vivo, no es un encuentro de museo. Es un encuentro vivo
y nosotros vamos a la Misa, no a un museo. Vamos a un encuentro vivo con el
Señor.
En el Evangelio se habla de un cierto Nicodemo (Jn 3,1-21), un hombre
anciano, una autoridad en Israel, que donde Jesús para conocerlo; y el Señor le
habla de la necesidad de “renacer de lo alto” (Cfr.
v. 3). Pero, ¿qué cosa significa? ¿Se puede “renacer”?
¿Volver a tener el gusto, la alegría, la maravilla de la vida, es posible,
también ante tantas tragedias? Esta es una pregunta fundamental de nuestra fe y
este es el deseo de todo verdadero creyente: el deseo de renacer, la alegría de
reiniciar. ¿Nosotros tenemos este deseo? ¿Cada uno de nosotros tiene deseo de
renacer siempre para encontrar al Señor? ¿Tienen este deseo? De hecho, se puede
perderlo fácilmente porque, a causa de tantas actividades, de tantos proyectos
de poner en acto, al final nos queda poco tiempo y perdemos de vista aquello
que es fundamental: nuestra vida del corazón, nuestra vida espiritual, nuestra
vida que es encuentro con el Señor en la oración.
En verdad, el Señor nos sorprende mostrándonos que Él nos ama incluso en
nuestras debilidades. «Jesucristo […] es la Víctima
propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también
por los del mundo entero» (1 Jn 2,2). Este don, fuente de verdadera
consolación – pero el Señor nos perdona siempre – esto, consuela, es una
verdadera consolación, es un don que nos es dado a través de la Eucaristía, de
aquel banquete nupcial en el cual el Esposo encuentra nuestra fragilidad. Puedo
decir que, ¿Cuándo recibo la comunión en la Misa, el Señor encuentra mi
fragilidad? ¡Sí! ¡Podemos decirlo porque esto es verdad! El Señor encuentra
nuestra fragilidad para llevarnos a nuestra primera llamada: aquella de ser
imagen y semejanza de Dios. Este es el ambiente de la Eucaristía, esta es la
oración.
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