Cristo y la novedad... o más bien
la novedad es el mismo Cristo. Cristo trae consigo toda novedad, y ésta no es
el afán de novedades, cambios, noticias, sino la transformación más profunda
que se puede realizar: comienza todo de nuevo, un nuevo inicio de esplendor, de
vida y de gloria.
La vida que conocemos, limitada y
llena de debilidades, queda asumida por la novedad de Cristo y se convierte en
vida eterna.
El tiempo, que lo experimentamos
en su fugacidad casi como un amenaza, se convierte en tiempo de salvación, de
gracia y de comunicación de Dios, recibiendo un nuevo nombre:
"eternidad".
El amor, que ahora lo
experimentamos mezclado con nuestro éros sin purificar, con nuestra
concupiscencia, se eleva a algo nuevo, la cáritas, un amor sobrenatural que
dignifica y se sabe entregar.
El hombre, cada uno de nosotros,
sometidos a la fragilidad del pecado y a la muerte, nace de nuevo con Cristo
-por el agua y el Espíritu- a una existencia espiritual, llevada por el Espíritu
Santo, con vocación de santidad.
La novedad es Cristo para el
hombre.
"Resucitó realmente, abriendo así a la vida un
nuevo horizonte sin confín; lo dio Él de Sí mismo: "No temas, yo soy el
primero y el último, el viviente, que fui muerto y ahora vivo por los siglos de
los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno" (Ap 1,17-18).
Un mundo nuevo ha sido fundado; ha quedado inaugurado un nuevo modo de existir.
¡Cristo ha resucitado, Cristo vive!" (Pablo VI, Mensaje pascual, 10-abril-1977).
El tiempo y el hombre son nuevos
por Cristo resucitado; pero la novedad alcanza a todo lo creado, a este mundo
nuestro que se va transformando hasta el día de su Venida, en un cielo nuevo y
una tierra nueva.
Bien podríamos calificar que la
novedad del Resucitado es también "cósmica" y que todo, absolutamente
todo lo creado, participa de la novedad del Señor:
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