«La Iglesia y las Iglesias están llamadas a dejarse guiar por el
Espíritu Santo, adoptando una actitud de apertura, docilidad y obediencia» para
alcanzar la unidad. Lo ha afirmado el Papa Francisco este sábado en la Misa
celebrada en la catedral de Estambul. Acto seguido, ha participado en una
oración ecuménica en la iglesia de San Jorge, sede del Patriarca de
Constantinopla. Por la mañana, visitó Santa Sofía y la mezquita azul
Noticia digital (29-XI-2014)
El Papa Francisco ha vivido este sábado una intensa jornada en Estambul,
la antigua Constantinopla. Por la tarde, el Santo Padre celebró la Santa Misa
en la Catedral del Espíritu Santo de Estambul. En la liturgia estaban presentes
el patriarca ecuménico Bartolomé, el patriarca siro-católico Ignacio III
Younan, representantes de la Iglesia apostólica armenia, de aquella
siro-ortodoxa y de las confesiones evangélicas. Entre los concelebrantes se
encontraban el secretario de Estado vaticano, cardenal Pietro Parolin; el
nuncio Antonio Lucibello, el cardenal Leonardo Sandri, Prefecto de la
Congregación para las Iglesias Orientales y el portavoz vaticano, padre
Federico Lombardi.
En su homilía, el Obispo de Roma enfatizó que el Espíritu Santo es el
alma de la Iglesia. «Él da la vida, suscita los diferentes carismas que
enriquecen al Pueblo de Dios y, sobre todo, crea la unidad entre los creyentes:
de muchos, hace un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo. Toda la vida y la misión
de la Iglesia dependen del Espíritu Santo; él realiza todas las cosas».
«La Iglesia y las Iglesias -continuó el Santo Padre- están llamadas a
dejarse guiar por el Espíritu Santo, adoptando una actitud de apertura,
docilidad y obediencia». Se trata de una tarea «fatigosa, pues siempre tenemos
la tentación de poner resistencia al Espíritu Santo», de instalarnos «en las
propias posiciones estáticas e inamovibles». La Iglesia «se muestra fiel al
Espíritu Santo en la medida en que no pretende regularlo ni domesticarlo. Y
nosotros, los cristianos, nos convertimos en auténticos discípulos misioneros,
capaces de interpelar las conciencias, si abandonamos un estilo defensivo para
dejarnos conducir por el Espíritu». Nuestras defensas -añadió el Papa- «pueden
manifestarse en una confianza excesiva en nuestras ideas, nuestras fuerzas, o
en una actitud de ambición y vanidad».
HERMANOS EN LA FE, LA CARIDAD Y LA ESPERANZA
La tarde continuó con la oración ecuménica en la Iglesia Patriarcal de
San Jorge y el encuentro privado con Bartolomé I en el Fanar, la histórica
residencia del patriarca ortodoxo. Al «venerado y querido Hermano» Bartolomé,
el Obispo de Roma le agradeció cordialmente su acogida fraterna. «Siento que
nuestra alegría es más grande porque la fuente está más allá; no está en
nosotros, no en nuestro compromiso y en nuestros esfuerzos, que también deben
hacerse, sino en la común confianza en la fidelidad de Dios, que pone el
fundamento para la reconstrucción de su templo que es la Iglesia», precisó el
Papa, recordando luego que Andrés y Pedro eran hermanos de sangre, pero el
encuentro con Cristo los transformó en hermanos en la fe y en la caridad. «Y en
esta tarde gozosa, en esta vigilia de oración, quisiera decir sobre todo:
hermanos en la esperanza».
Por la mañana, el Papa Francisco se había despedido de Ankara para
desplazarse en avión a Estambul, la única ciudad en el mundo entre dos
continentes, Asia y Europa, en las dos orillas del Bósforo que une el Mar Negro
con el Mediterráneo. A su llegada fue acogido por el Gobernador de Estambul y
por el Patriarca Ecuménico Bartolomé I, para después trasladarse en automóvil a
la Mezquita Azul o mezquita del Sultan Ahmed.
Construida entre 1609 y 1617 por Ahmed I sobre lo que fue el gran
palacio de Constantinopla, la mezquita paso a ser el lugar de culto más
importante del imperio otomano. El nombre de m” se deriva de los 21.043
azulejos de cerámica turquesa de las paredes y la cúpula. Las paredes, columnas
y arcos están recubiertas de la cerámica de Iznik (la antigua Nínive) con
colores que van del azul al verde. Benedicto XVI la visitó durante su viaje a
Turquía en 2006. Francisco fue acogido por el Gran Mufti y se detuvo unos
momentos en adoración silenciosa.
VISITA A SANTA SOFÍA
Finalizada la visita el Santo Padre se trasladó al Museo de Santa Sofía,
la basílica dedicada a la Divina Sabiduría, Hagia Sofia, construida en
el año 360 por el emperador Constancio II sobre un lugar ocupado por templos
paganos. Dos incendios, uno en el 404 y otro en el 532 la destruyeron pero el
emperador Justiniano emprendió su reconstrucción para hacer de ella «la obra
más suntuosa desde la época de la Creación», ordenando a todas las provincias
del imperio que suministrasen los mármoles mejores y los materiales más
apreciados. Santa Sofía fue así inaugurada por tercera vez en el 537.
Durante la conquista de Constantinopla en 1204 es despojada por los
cristianos latinos de los adornos más ricos y en 1453, cuando cae en manos de
los otomanos, Mehmed II la transforma en mezquita, convirtiéndola en la primera
mezquita imperial de Estambul. Durante los tres siglos siguientes el lugar de
culto musulmán recibe espléndidos regalos de diversos sultanes hasta que en el
Setecientos los mosaicos son cubiertos de cal. En 1847 el sultán Abdulmegid
confía a los arquitectos suizos Gaspare y Giuseppe Fossati la tarea de devolver
a la luz los mosaicos y de restaurar el edificio. Desde 1935, por voluntad de
Ataturk, Santa Sofía es un museo. Los Papas Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto
XVI lo visitaron siempre durante sus viajes a Turquía.
El Papa Francisco fue recibido por el director del museo en la Puerta
del Emperador que lo acompañó en una visita guiada que duró alrededor de media
hora. El Santo Padre firmó en el Libro de Oro de Santa Sofía, primero en griego
con la frasse «Santa Sabiduría de Dios», y luego en latín «Quam dilecta
tabernacula tua Domine» («¡Cuán hermoso es tu santuario, Señor!» (Salmo
83).
Después de visitar Santa Sofia, Francisco fue a la representación
pontificia, donde le esperaban los miembros de las comunidades católicas
(latina, armenia, siria y caldea) de Estambul y donde recibió el saludo del
presidente de la Conferencia Episcopal Turca el arzobispo monseñor Ruggero
Franceschini OFM Cap.
VIS / RV / Alfa y Omega
HOMILÍA COMPLETA DEL SANTO PADRE EN LA CATEDRAL CATÓLICA
En el Evangelio, Jesús se presenta al hombre sediento de salvación como
la fuente a la que acudir, la roca de la que el Padre hace surgir ríos de agua
viva para todos los que creen en él (cf. Jn 7,38). Con esta profecía,
proclamada públicamente en Jerusalén, Jesús anuncia el don del Espíritu Santo
que recibirán sus discípulos después de su glorificación, es decir, su muerte y
resurrección (cf. v. 39).
El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Él da la vida, suscita los
diferentes carismas que enriquecen al Pueblo de Dios y, sobre todo, crea la
unidad entre los creyentes: de muchos, hace un solo cuerpo, el cuerpo de
Cristo. Toda la vida y la misión de la Iglesia dependen del Espíritu Santo; él
realiza todas las cosas.
La misma profesión de fe, como nos recuerda san Pablo en la primera
Lectura de hoy, sólo es posible porque es sugerida por el Espíritu Santo:
«Nadie puede decir: ¡Jesús es el Señor!, sino por el Espíritu Santo» (1
Co 12,3b). Cuando rezamos, es porque el Espíritu Santo inspira la oración en el
corazón. Cuando rompemos el cerco de nuestro egoísmo, salimos de nosotros
mismos y nos acercamos a los demás para encontrarlos, escucharlos, ayudarlos,
es el Espíritu de Dios que nos ha impulsado. Cuando descubrimos en nosotros una
extraña capacidad de perdonar, de amar a quien no nos quiere, es el Espíritu el
que nos ha impregnado. Cuando vamos más allá de las palabras de conveniencia y
nos dirigimos a los hermanos con esa ternura que hace arder el corazón, hemos
sido sin duda tocados por el Espíritu Santo.
Es verdad, el Espíritu Santo suscita los diferentes carismas en la
Iglesia; en apariencia, esto parece crear desorden, pero en realidad, bajo su
guía, es una inmensa riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de
unidad, que no significa uniformidad. Sólo el Espíritu Santo puede suscitar la
diversidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, producir la unidad. Cuando
somos nosotros quienes deseamos crear la diversidad, y nos encerramos en
nuestros particularismos y exclusivismos, provocamos la división; y cuando
queremos hacer la unidad según nuestros planes humanos, terminamos implantando
la uniformidad y la homogeneidad. Por el contrario, si nos dejamos guiar por el
Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca crean conflicto, porque
él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia.
Los diversos miembros y carismas tienen su principio armonizador en el
Espíritu de Cristo, que el Padre ha enviado y sigue enviando, para edificar la
unidad entre los creyentes. El Espíritu Santo hace la unidad de la Iglesia:
unidad en la fe, unidad en la caridad, unidad en la cohesión interior. La
Iglesia y las Iglesias están llamadas a dejarse guiar por el Espíritu Santo,
adoptando una actitud de apertura, docilidad y obediencia.
Es una visión de esperanza, pero al mismo tiempo fatigosa, pues siempre tenemos
la tentación de poner resistencia al Espíritu Santo, porque trastorna, porque
remueve, hace caminar, impulsa a la Iglesia a seguir adelante. Y siempre es más
fácil y cómodo instalarse en las propias posiciones estáticas e inamovibles. En
realidad, la Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no
pretende regularlo ni domesticarlo. Y nosotros, los cristianos, nos convertimos
en auténticos discípulos misioneros, capaces de interpelar las conciencias, si
abandonamos un estilo defensivo para dejarnos conducir por el Espíritu. Él es
frescura, fantasía, novedad.
Nuestras defensas pueden manifestarse en una confianza excesiva en
nuestras ideas, nuestras fuerzas -pero así se deriva hacia el pelagianismo-, o
en una actitud de ambición y vanidad. Estos mecanismos de defensa nos impiden
comprender verdaderamente a los demás y estar abiertos a un diálogo sincero con
ellos. Pero la Iglesia que surge en Pentecostés recibe en custodia el fuego del
Espíritu Santo, que no llena tanto la mente de ideas, sino que hace arder el
corazón; es investida por el viento del Espíritu que no transmite un poder,
sino que dispone para un servicio de amor, un lenguaje que todos pueden
entender.
En nuestro camino de fe y de vida fraterna, cuanto más nos dejemos guiar
con humildad por el Espíritu del Señor, tanto mejor superaremos las
incomprensiones, las divisiones y las controversias, y seremos signo creíble de
unidad y de paz.
Con esta gozosa certeza, los abrazo a todos ustedes, queridos hermanos y
hermanas: al Patriarca Siro-Católico, al Presidente de la Conferencia
Episcopal, el Vicario Apostólico, Mons. Pelâtre, a los demás obispos y Exarcas,
a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas y fieles laicos
pertenecientes a las diferentes comunidades y a los diversos ritos de la
Iglesia Católica. Deseo saludar con afecto fraterno al Patriarca de
Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, al Metropolita Siro-Ortodoxo, al
Vicario Patriarcal Armenio Apostólico y a los representantes de las comunidades
protestantes, que han querido rezar con nosotros durante esta celebración. Les
expreso mi reconocimiento por este gesto fraterno. Envío un saludo afectuoso al
Patriarca Armenio Apostólico, Mesrob II, asegurándole mis oraciones.
Hermanos y hermanas, dirijámonos a la Virgen María, Madre de Dios. Junto
a ella, que oraba en el cenáculo con los Apóstoles en espera de Pentecostés,
roguemos al Señor para que envíe su Santo Espíritu a nuestros corazones y nos
haga testigos de su Evangelio en todo el mundo. Amén.
PALABRAS DEL PAPA DURANTE LA ORACIÓN ECUMÉNICA
Santidad, querido Hermano:
El atardecer trae siempre un doble sentimiento, el de gratitud por el
día vivido y el de la ansiada confianza ante el caer de la noche. Esta tarde mi
corazón está colmado de gratitud a Dios, que me ha concedido estar aquí para
rezar junto con Vuestra Santidad y con esta Iglesia hermana, al término de una
intensa jornada de visita apostólica; y, al mismo tiempo, mi corazón está a la
espera del día que litúrgicamente hemos comenzado: la fiesta de San Andrés
Apóstol, que es el Patrono de esta Iglesia.
En esta oración vespertina, a través de las palabras del profeta
Zacarías, el Señor nos ha dado una vez más el fundamento que está a la base de
nuestro avanzar entre un hoy y un mañana, la roca firme sobre la que podemos
mover juntos nuestros pasos con alegría y esperanza; este fundamento rocoso es
la promesa del Señor: «Aquí estoy yo para salvar a mi pueblo de Oriente a
Occidente… en fidelidad y justicia» (8,7.8).
Sí, venerado y querido Hermano Bartolomé, mientras expreso mi sentido
«gracias» por su acogida fraterna, siento que nuestra alegría es más grande
porque la fuente está más allá; no está en nosotros, no en nuestro compromiso y
en nuestros esfuerzos, que también deben hacerse, sino en la común confianza en
la fidelidad de Dios, que pone el fundamento para la reconstrucción de su
templo que es la Iglesia (cf. Za 8,9). «¡He aquí la semilla de la paz!» (Za
8,12); ¡he aquí la semilla de la alegría! Esa paz y esa alegría que el mundo no
puede dar, pero que el Señor Jesús ha prometido a sus discípulos, y se la ha
entregado como Resucitado, en el poder del Espíritu Santo.
Andrés y Pedro han escuchado esta promesa, han recibido este don. Eran
hermanos de sangre, pero el encuentro con Cristo los ha transformado en
hermanos en la fe y en la caridad. Y en esta tarde gozosa, en esta vigilia de
oración, quisiera decir sobre todo: hermanos en la esperanza. Qué gracia,
Santidad, poder ser hermanos en la esperanza del Señor Resucitado. Qué gracia
-y qué responsabilidad- poder caminar juntos en esta esperanza, sostenidos por
la intercesión de los santos hermanos, los Apóstoles Andrés y Pedro. Y saber
que esta esperanza común no defrauda, porque no se funda en nosotros y nuestras
pobres fuerzas, sino en la fidelidad de Dios.
Con esta esperanza gozosa, llena de gratitud y anhelante espera, expreso
a Vuestra Santidad, a todos los presentes y a la Iglesia de Constantinopla mis
mejores deseos, cordiales y fraternos, en la fiesta del santo Patrón.
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