jueves, 24 de abril de 2014

TESTIMONIO DE FE CATÓLICA


Son varias las veces…, en las que he usado una historia, que la mayoría de las veces, no sé ni cómo, ni de donde he recibido, para sacarle su jugo espiritual. Porque todo lo que nos sucede, a cada uno de nosotros, da origen a un acto o a una conducta por nuestra parte. En definitiva, siempre nos caben varias actitudes, de aceptación de negación o ecléctica, pero en cualquiera de ellas intervine nuestra voluntad. Nuestra voluntad es nuestro inexpugnable baluarte frente a las tentaciones de nuestro mayor enemigo y también es el camino que tenemos para alcanzar la vida eterna. Casi podríamos decir, que nosotros somos lo que es nuestra voluntad.

La historia a comentar es la siguiente:

             Un joven católico fue llamado a filas en su país que estaba dominado en aquel tiempo, por el comunismo que imperaba detrás del llamado telón de acero. El ejército de su país formaba parte del Ejército rojo.

En posición de firmes, se encontraba junto a sus compañeros con los cuales formaba una unidad, en el patio de armas del cuartel. Andrei, que era el nombre de este soldado, que con 18 años era un firme creyente, en sus convicciones. A pesar de las maratonianas conferencias, que tuvo que soportar en el cuartel, donde además de la instrucción militar, se les adoctrinaba en el ateísmo marxista. A la iglesia no se les permitía ir nada más que a lo mayores de edad, a los cuales se les consideraba casos perdidos imposibles de ser adoctrinados. La abuela de Andrei, que era uno de esos casos perdidos, había transmitido sus creencias y enseñado los evangelios a su nieto Andrei y él plenamente había vivido las enseñanzas de su abuela. Él había aceptado al Señor como su Dios y salvador.

Uno por uno, dos oficiales del ejército, iban interrogando a cada uno de los soldados acerca de sus creencias. Andrei y todos sus compañeros pensaron que, se estaba comprobando el grado de asimilación que los soldados habían logrado por razón las clases de adoctrinamiento ateo que habían recibido. Lógicamente todos pensaron que si uno confesaba ser cristiano esto le traería como mínimo grandes problemas y posiblemente hasta la muerte.

De pie y en fila junto con su unidad, Andrei ya había resuelto lo que iba a contestar. Los oficiales preguntaban a cada uno de los soldados lo mismo: “¿Eres cristiano?” “No”, era la respuesta que iban dando, todos. Entonces se acercaron al más próximo a Andrei: “¿Eres cristiano?” “No”, contestó también. Los jóvenes reclutas permanecían parados, con la mirada fija hacia delante. Algunos que si tenían débiles convicciones cristianas, pensaban que era mejor no afirmar su condición de cristiano.

Los interrogadores se acercaron al joven Andrei. Varios años atrás había tomado la firme decisión de ser un cristiano coherente y leal, pero aún así estaba nervioso. Cuando los oficiales le preguntaron: “¿Eres cristiano?” Sin vacilar, Taavi dijo con voz fuerte y clara, “Sí, soy cristiano”. “Entonces ven con nosotros”, fue la orden del oficial, más joven. Andrei los siguió. Subieron a un vehículo y se dirigieron hacia el edificio donde estaba la cocina. Andrei no sabía lo que pasaría, y aunque esperaba lo peor, obedeció las órdenes.

Los oficiales le dijeron: “Te vamos a sacar del entrenamiento de combate. Eres cristiano y estás dispuesto a morir por tu fe, sabemos que no vas a robar, por lo tanto, te vamos a colocar en la cocina”. En la cocina se gestaba la mayor operación de mercado negro del Ejército Rojo. En ella se llevaba a cabo el contrabando y la venta ilegal de alimentos para los hambrientos soldados. Ellos sabían que la presencia de Andrei reduciría el robo. Los oficiales soviéticos sabían que no robaría el alimento para venderlo. Con su testimonio heroico, Andrei se sintió más fuerte en su fe, además de que comió mejor a partir de entonces.

Una cosa es que pensemos que somos católicos y otra muy distinta es que estemos dispuestos a morir por Cristo. Lo más seguro, es que ninguno de nosotros Dios nos regale la posibilidad ganar una palma de martirio. Pero alguna vez nos hemos preguntado cual sería nuestra reacción. Posiblemente más de un lector pensaría, que desde luego él daría el paso al frente y estaría dispuesto a morir y otros pensarían “Que el Señor, no me ponga en el disparadero, porque posiblemente sería apóstata”. Yo creo que ambos se equivocarían, el que cree que no sería apóstata, porque está cometiendo un grave error, que es el de solo confiar en sus fuerzas para resistir la tentación de salvar la vida y el que duda que cual sería su actitud porque posiblemente el Señor le diese en ese momento las gracias necesaria para saber acepar el martirio.

            El Señor nos lo dejó dicho bien claro: "1 Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. 2 Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto. 3 Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado; 4 permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permaneciereis en mí. 5 Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada”. (Jn 15,1-6).

            Si no contamos con el Señor, nada podemos hacer. Las gracias divinas nos son imprescindibles, para nuestra eterna salvación, solo no podemos nada. ¿Quién es el que falla y peca? Aquel que deja la oración y los sacramentos, que es el camino más claro para convertirse uno en carne de satanás. Para cualquier cosa por insignificante que creamos que sea, sin la ayuda divina es imposible lograr nada, porque ella es la que nos fortifica y presta valor a rechazar el mal, fortaleciendo nuestra voluntad.

            El demonio tiene muchas artes y procedimientos para inducirnos a que ofendamos a Dios, pero nunca jamás puede entrar en nuestra voluntad. Bueno es por tanto que continuamente en nuestras personales oraciones diarias, le pidamos el fortalecimiento de nuestra voluntad.

            Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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