Todos hemos conocido a un
sacerdote que nos ha escandalizado, o nos ha hecho daño, o incluso nos ha
traicionado. No pocos hombres y mujeres de hoy dicen: creo en Dios pero no en
la Iglesia; y quieren decir: creo en Dios, pero no en los curas. Cuando me
convertí, y comencé a conocer la Iglesia, Dios puso estupendos sacerdotes que
me ayudaron muchísimo en lo personal y en lo espiritual, y simplemente asumí
que ese prejuicio que había contra los sacerdotes era simplemente eso: un
prejuicio, contra el que yo luchaba denodadamente haciendo ver que los
sacerdotes eran gente buena, entregada, casi con historias de secreta santidad.
Poco a poco, según avancé en el conocimiento de la Iglesia, me percaté de algo que parece obvio, pero una cosa es saber algo intelectualmente, y otra muy distinta es saberlo experiencialmente o “con el corazón”: los sacerdotes son personas normales y corrientes, y como tales, tienen pasiones, pecados, y limitaciones. Revelan a Dios, pero también lo velan; muestran a Dios, al tiempo que lo ocultan. La santidad del Espíritu Santo en ellos que coopera con su libertad, muestra la santidad de Dios; pero su propio pecado y pasión, lo ocultan. Lo que más me hizo darme cuenta de ello fue, evidentemente, que yo mismo había sido llamado al sacerdocio, y aunque llevaba ya años en el seminario, mis pasiones y pecados seguían ahí, y mis limitaciones no sólo no se iban, sino que crecían cada vez más. Entonces comprendí que a veces se esperaba de los sacerdotes una perfección y una santidad imposibles, ya que por el hecho de ser sacerdote, uno no es santo; y aunque un sacerdote fuera santo, eso no hace que deje de tener pecados, pasiones o limitaciones, ya que la santidad no implica la perfección total. También me di cuenta de que lo que el mundo no había podido tolerar en los sacerdotes era que pretendieran pasar por justos, siendo pecadores, es decir: el fariseísmo. Sacerdotes escandalizados ante los pecados de sus fieles, o inmisericordes en lo que al pecado se refiere, que pretendían aparentar ser justos, perfectos o santos sin serlo realmente, han hecho que nuestro mundo manifieste un rechazo notable hacia lo sacerdotes, cuya fama está abiertamente mermada y puesta en duda por sistema. En una ocasión, cuando era diácono, paseando por un parque, un grupo de jóvenes me vieron pasar y gritaron si más: “¡Pederasta!”.
Poco a poco, según avancé en el conocimiento de la Iglesia, me percaté de algo que parece obvio, pero una cosa es saber algo intelectualmente, y otra muy distinta es saberlo experiencialmente o “con el corazón”: los sacerdotes son personas normales y corrientes, y como tales, tienen pasiones, pecados, y limitaciones. Revelan a Dios, pero también lo velan; muestran a Dios, al tiempo que lo ocultan. La santidad del Espíritu Santo en ellos que coopera con su libertad, muestra la santidad de Dios; pero su propio pecado y pasión, lo ocultan. Lo que más me hizo darme cuenta de ello fue, evidentemente, que yo mismo había sido llamado al sacerdocio, y aunque llevaba ya años en el seminario, mis pasiones y pecados seguían ahí, y mis limitaciones no sólo no se iban, sino que crecían cada vez más. Entonces comprendí que a veces se esperaba de los sacerdotes una perfección y una santidad imposibles, ya que por el hecho de ser sacerdote, uno no es santo; y aunque un sacerdote fuera santo, eso no hace que deje de tener pecados, pasiones o limitaciones, ya que la santidad no implica la perfección total. También me di cuenta de que lo que el mundo no había podido tolerar en los sacerdotes era que pretendieran pasar por justos, siendo pecadores, es decir: el fariseísmo. Sacerdotes escandalizados ante los pecados de sus fieles, o inmisericordes en lo que al pecado se refiere, que pretendían aparentar ser justos, perfectos o santos sin serlo realmente, han hecho que nuestro mundo manifieste un rechazo notable hacia lo sacerdotes, cuya fama está abiertamente mermada y puesta en duda por sistema. En una ocasión, cuando era diácono, paseando por un parque, un grupo de jóvenes me vieron pasar y gritaron si más: “¡Pederasta!”.
Poco después de me ordené
sacerdote, y con el curso de estos años me he dado cuenta de que en el mundo de
los sacerdotes también hay juicios, críticas, envidias, murmuración,
preferencias, aspiraciones personales… Sacerdotes más preocupados de las
piedras que de las personas… Sacerdotes funcionarios, o acomodados… Y también,
como todos sabemos, sacerdotes abiertamente pecadores que han cometido aberraciones
civiles, que salieron a la luz sobre todo durante el año sacerdotal,
¿casualmente…? Me he encontrado con no pocos fieles que han venido a mí, a
veces escandalizados, y a veces con lágrimas, sin comprender la actitud de éste
o aquél sacerdote, e incluso con la pregunta: ¿pero éste por qué se metió a
cura? Gente que, sin embargo, alaba y valora la entrega silenciosa y callada de
tantos sacerdotes que son verdaderos reflejos de Cristo y que luchan con amor y
paciencia, tras las ovejas.
En resumen, en los sacerdotes hay
santidad, mediocridad e incluso depravación, y si bien estas tres cosas pueden
convivir en un mismo sacerdote, también podemos ver que nos encontramos con
sacerdotes santos, mediocres o depravados. Los sacerdotes santos están, y estarán
siempre ahí; no serán quizá muy conocidos, ni saldrán en los periódicos, quizá
ni siquiera lleguen “muy alto” dentro de la Iglesia, o no sean especialmente
valorados más que por los fieles que se beneficien de su santidad. De hecho,
muy seguramente serán perseguidos y calumniados, envidiados y combatidos, como
lo fue el Padre Pío, incluso en el interior mismo de la Iglesia. Esa es la
maldición de los elegidos.
Los sacerdotes depravados están y
estarán siempre ahí, por desgracia, como escándalo para el mundo y la Iglesia,
ya que han llegado a ser sacerdotes por aspiraciones y caminos que no venían de
Dios, como Simón el Mago, que quiso comprar el poder de derramar el Espíritu
Santo; a éstos se los ve venir, o al menos, su verdad acaba saliendo a la luz.
El grupo en el que quiero centrar
mi atención – porque es el grupo que más daño veo que puede hacer – es el de
los sacerdotes mediocres. El Santo Padre Francisco nos hablaba al poco de ser
elegido de los pastores funcionarios y de los pastores con olor a oveja, de los
pastores con cara de pepinillos en vinagre con grandes y lujosos coches, y en
contraste con los pastores pobres y entregados. ¿Qué puede llevar a un
sacerdote a la mediocridad?
Yo creo que todo sacerdote – no
hablo de los depravados – llega a serlo movido por una auténtica vocación, más
o menos explícita o discernida, que le lleva a un deseo radical de entregar su
vida al Señor en el servicio de la Iglesia. Satanás ataca los primeros años de
vocación y de seminario duramente, tratando de hacer desistir al candidato de
su vocación, y cuando no lo consigue, los últimos años de seminario y los
primeros de cura, se retira hasta otra ocasión. Y después, cuando se lleva un
cierto rodaje, aparecen nuevas tentaciones, en las que el enemigo ya no quiere
hacer desistir de la vocación, cuanto quiere llevar a no vivirla con la
radicalidad inicial, sin entusiasmo, en mediocridad. Y pueden ser pequeñas o
grandes cosas las que hagan a un sacerdote caer en la mediocridad. Quizá acabó
tan cansado de los primeros años, que acabó diciéndose que ya había trabajado
suficiente; o que debía acoger pequeñas compensaciones; o que tenía derecho a
ciertas cosas, caprichos o relaciones. Quizá le frustró algún fracaso pastoral,
y eso le llevó, inconscientemente, a preocuparse de las estructuras y de las
piedras, de los terrenos y los edificios, antes que de las personas; y mientras
en su mente está trabajando pastoralmente, en la realidad está distanciado de
las ovejas. Quizá el exceso de trabajo les llevó a la ansiedad o la depresión.
Quizá sus ambiciones se han desplazado, y en lugar de buscar almas para Cristo,
buscan un puesto en la Iglesia – con intención de hacer el bien – pero
descuidando a las ovejas. Quizá han acabado considerando que no están valorados
y que no se tienen en cuentas sus capacidades, que están donde no deben, y eso
hace que abandonen la radicalidad en la entrega. Quizá han abandonado la
oración, y se han desconectado interiormente el amor primero. Quizá se han
acostumbrado a los sacramentos. Quizá la sequedad les ha llevado poco a poco a
la desesperanza. Quizá la consciencia de su pobreza, debilidad y pecado les han
llevado a desistir del ideal de la santidad. Quizá sus limitaciones humanas les
llevan a compararse, a envidiar a otros, a juzgar y criticar, y por tanto a
justificarse en su pobreza y así a abandonar la radicalidad. Quizá…
Este artículo no quiere ser un
jarro de agua fría, ni tampoco pesimista. El primero a quien asaltan todos
estos peligros es a mí mismo. Este artículo quiere ser una invitación a los
sacerdotes, para que recuperen el entusiasmo y la santidad del comienzo.
¡Renovemos nuestra vocación! ¿Te acuerdas de aquél primer momento, en que el
amor de Cristo hacía vibrar tu corazón? ¿Te acuerdas de aquél celo que invadió
tu corazón y te hizo arder en celo por las almas? ¿Te acuerdas de aquellos
momentos en que descubriste que la Biblia estaba escrita para ti? ¿Te acuerdas
de aquella emulación que despertaba en ti el ejemplo de sacerdotes santos?
¡Reavívala! ¡Desescombra esa vocación, sácala a relucir de nuevo, quita todo lo
que te separa de ti mismo! El Señor nos ama, y nos llama; sus dones y promesas
son irrevocables. El sacerdocio imprime un carácter indeleble en el alma: no se
puede perder.
De los doce apóstoles, uno le
traicionó, y otro permaneció al pie de la cruz; los otros diez, se mantuvieron
aquí y allá, más cerca o lejos… Pedro le siguió, luego le negó, luego lloró…
uno de ellos le seguía por el huerto, pero al verle, huyó desnudo… unos
permanecieron en Jerusalén, mientras otros se iban ya hacia Emaús… Esa es la
historia de nuestra vida. Quizá no seamos Judas, quizá no seamos Juan… Somos
pobres, limitados, pecadores. Dios nos llama a abrazar esa debilidad, sin
justificarla, pero sin hundirnos en ella; nos llama a reavivar nuestra vocación
y a recuperar el anhelo por la santidad, el deseo de ser pastores santos. “Os
daré pastores según mi Corazón”, prometía el Señor por boca de Jeremías.
Y a los laicos, os digo: no os
escandalicéis de vuestros pastores, orad por ellos, no los juzguéis. Pero
tampoco dejéis de decirles las cosas y de animarles a la radicalidad y a la
entrega. Orad por ellos, y luego exigidles. No olvidéis que son humanos como
vosotros, a la par que transparencia de Cristo para vosotros.
DE UN MANUSCRITO MEDIEVAL:
UN SACERDOTE DEBE SER...
A la vez muy grande y muy
pequeño.
De espíritu noble, y a la vez
sencillo como el labriego.
Héroe que ha triunfado de sí
mismo, y hombre que luchó contra Dios.
Fuente inagotable de santidad, y
pecador a quien Dios perdonó.
Señor de sus propios deseos, y
servidor de los más débiles.
Alguien que jamás se doblegó
frente a los poderosos, y sólo se inclina ante los humildes.
Dócil discípulo de su maestro, y
caudillo de valerosos combatientes.
Pordiosero de manos suplicantes,
y mensajero que distribuye el oro a manos llenas.
Animoso soldado en la batalla, y
mano tierna para el enfermo.
Anciano por la prudencia que pone
en sus consejos, y niño que confía en los demás.
Hecho para la alegría, y curtido
por el sufrimiento.
Ajeno a
toda envidia, transparente en sus pensamientos, sincero en la palabra, amigo de
la paz, enemigo de la pereza, seguro de sí mismo".
Jesús María Silva
Castignani
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