La vida de San Ignacio es reflejo
de que nunca es demasiado tarde para volver a empezar porque, aunque uno no
tenga una gran formación, a veces es suficiente con el fervor y el deseo de ir
adelante en el servicio.
“El amor
debe ponerse más en las obras que en las palabras” (San Ignacio de Loyola)
“Si no se tomara la vida como una misión, dejaría de ser vida para convertirse en infierno” (Tolstoi).
Un cierto sentimiento de nostalgia le asalta a uno al traspasar la frontera entre la juventud y la madurez. Y llega un momento en el que uno siente la necesidad de mirar atrás para hacer un balance y recordar a aquellas personas que nos han dejado una huella en el corazón y, de alguna manera, una asignatura pendiente en el alma. Gratitud y nostalgia, envueltos en un sentido de responsabilidad por lo mucho que uno ha ido integrando con el paso de los años gracias a aquellas enseñanzas en colegios de la Compañía.
La educación, esa asignatura pendiente en nuestra sociedad, es una brújula para reencontrar la misión y el mejor legado de unos padres a sus hijos porque a uno le proporcionan raíces, principios y alas para despegar un proyecto de vida. Enseñanzas que quedaron en el interior en diversas capas. Y mientras algunas se manifestaban en el momento en el que fueron transmitidas, otras esperaban pacientemente en el inconsciente a ver la luz. Es precisamente en momentos de búsqueda o inquietud cuando aparecen en oleadas muchas de aquellas lecciones que dejaron una huella y que reflejan un espíritu que puede ayudarnos a reconectar con nuestra esencia. Y para recuperar el norte en momentos de duda o incertidumbre como el que atravesamos con la ilusión de aterrizar en una vocación con la que poder comprometernos. Todavía resuena con fuerza aquel lema que nos inculcaron en la infancia, que algunos dejamos de lado pero que quedo grabado para siempre: “Crece donde te hayan plantado para aspirar a intentar dar siempre lo mejor de ti mismo y en todo amar y servir para mayor Gloria de Dios”.
En aquellos años escuchamos muchas veces la historia de San Ignacio de Loyola, así como la referencia a los Ejercicios Espirituales, que son, en palabras del Fundador de la Compañía de Jesús: “Todo lo mejor que en esta vida puedo pensar, sentir y entender, así para el hombre poderse aprovechar a sí mismo, como para poder ayudar a otros muchos”. Un proceso para buscar, descubrir y seguir la voluntad de Dios a través del Evangelio. ¿Pero quien era realmente aquel santo tan carismático, cuya espiritualidad tanto influyó en el Papa Francisco?
San Ignacio, bautizado como Iñigo, nació en Azpeitia, Guipuzcoa. Era el menor de los hijos de una poderosa familia en la que recibió una profunda educación religiosa, aunque inicialmente no cumplió el deseo familiar de iniciar carrera eclesiástica, sino que se sintió más atraído por la honra militar. Las circunstancias familiares le permitieron ejercitarse junto a importantes hombres de la Corte, posición que le valió para conocer a todo tipo de personas e incluso mantener un romance con la reina Germana de Foix, la segunda esposa de Fernando el Católico. Pero en 1521 fue alcanzado por una bala de cañón mientras defendía Pamplona del ataque de los franceses. Gravemente herido, se retiró al predio familiar de Loyola donde inició una larga recuperación en la que, para combatir el tedio, se dio a la lectura, y como en la casa no encontró libros de caballerías, tuvo que conformarse con algunas obras dedicadas a la figura de Cristo y al relato de la vida de los santos.
Hasta entonces, según narra su biografía, vivía dominado por la inquietud, y le asaltaban pensamientos de todo tipo. Pero poco a poco fueron calando en él las virtudes de San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán a los que, quizás por ese deseo inicial de búsqueda de honra, quería emular. Esas lecturas le llevaron a invertir la búsqueda de reconocimiento por la Gloria de Dios al entender que "la honra es la seducción que llega a esclavizar de tal modo que arrastra al hombre al deseo de conseguirla". Un camino que ahoga las virtudes y la capacidad de servir de una persona. Y a partir de entonces, fue cambiando sus deseos de grandeza por la búsqueda de la voluntad de Dios a través del Evangelio y el servicio a los demás. “Servir” es una expresión Ignaciana clave que expresa un Amor manifestado en la entrega, en agradar a quien se ama. Ser un hombre para los demás, y especialmente a los que tienen algún tipo de carencia. Y en los Ejercicios Espirituales traza el camino inverso a la absolutización de la honra, rechazando lo mundano y lo que es vano, para identificarse con el espíritu de Cristo. Ya no era su gloria sino la de Dios la que buscaba y de ahí el lema de la Compañía: "A mayor gloria de Dios" (A.M.D.G.).
Una vez recuperado de sus heridas, inició una estancia en Montserrat, donde hizo un trabajo de penitencia y examen de conciencia a fondo para “tocar tierra” repasando por escrito todo lo que había acontecido en su vida. San Ignacio describe ese proceso de “consolación espiritual” como un impulso que lleva al corazón a estar encendido en el amor y que se manifiesta mediante lágrimas, un aumento de esperanza, fe, caridad, paz y alegría internas. Renunció a sus vestiduras de noble, a sus armas y se preparó espiritualmente para viajar como un pobre y partir en peregrinación hacia Jerusalén. La peregrinación tuvo una primera etapa en la cercana población de Manresa, donde pasó un año en oración, consagrado a las almas de los más necesitados. Después de ese periodo de reflexión y purga interior, embarcó hacia Italia, y desde Venecia a Palestina.
El ejemplo de San Ignacio es fundamental para entender la realidad de un peregrino que aspira a reencontrarse consigo mismo en su búsqueda interior para encontrar un punto de inflexión vital que le permita tomar una “determinada determinación” hacia una meta concreta que le aporte un sentido a su vida en relación con los demás. Una aspiración que, como reflejó en su vida, muchas veces no es una cuestión de tener sino de dejar atrás, y en ocasiones dejarlo todo. No paró de viajar toda su vida, pidió limosnas, fue encarcelado, y asumió con obediencia la voluntad de sus superiores de retornar de Tierra Santa hacia París, para encontrarse con sus compañeros con los que co-fundaría la Compañía de Jesús en 1539, aprobada por el Papa Pablo III en Roma un año después. A pesar de ser un hombre siempre en búsqueda, sus biógrafos se refieren a él como "El Peregrino", un hombre cuya vida vagaba de un lugar a otro hasta encontrar un norte, “una misión cuya patria es el mundo” en sus misiones de evangelización. A ello contribuyeron compañeros de San Ignacio como Pedro Fabro o Francisco Javier, hoy beatificados, en misiones en lugares tan remotos como la India o Japón. Un espíritu que reflejó “La Misión”, aquella maravillosa película dirigida por Roland Joffé sobre las misiones evangelizadoras de los Jesuitas en Latinoamérica en el Siglo XVIII y cuyo principio reza: “Con un Oboe los Jesuitas podrían haber evangelizado a todo un continente”.
La palabra “Misión” hace referencia a una misión de vida que apoye la consecución de un fin superior que nos reconecte con nuestra esencia, de trascendencia, de humanidad. El humanismo es un movimiento intelectual, filosófico y cultural europeo estrechamente ligado al Renacimiento cuyo origen se sitúa en el siglo XIV que trata al hombre como un fin, no como un medio, y sitúa a las personas y al espíritu por encima de las cosas materiales. Pero la realidad en el Siglo XXI sigue evidenciando que la abundancia de medios, sólo contribuye, en muchos casos a la difuminación de los fines. Pablo VI afirmó que “donde quiera que en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles o de primera línea, ha habido o hay confrontaciones: en los cruces de ideologías y en las trincheras sociales, entre las exigencias del hombre y mensaje cristiano allí han estado, y están, los jesuitas". Un ejemplo que sigue hoy tan vigente como antaño, y no sólo en las reducciones del Paraguay, sino en la misma Roma. ¿Qué sería del mundo si todos los hombres tuvieran el espíritu de aquellos misioneros? Y al recordar esa emocionante película uno se pregunta: ¿Es lo que hay? ¿El mundo es así? ¿O somos nosotros quienes lo hemos hecho así? Yo, un descentrado más, entre tantos, también lo he hecho así…
Hoy la Iglesia tiene como sucesor de Pedro a un seguidor de Ignacio, Jorge, rebautizado como Francisco, el primer Papa jesuita de la historia de la Iglesia Católica. Su carisma nos invita a reestructurarnos y a reafirmarnos espiritualmente y de ahí el propósito de repasar los principios de una de las empresas evangelizadoras más combativas de la Iglesia, y una de las mayores contribuciones de España a la historia de la Humanidad. ¿Y cuáles eran los principios fundamentales de la espiritualidad de San Ignacio? ¿Que llevó a hombres como San Francisco de Borja a manifestar delante del cadáver de la Emperatriz Isabel: "No volveré a servir a señor que se me pueda morir"?
i. Indiferencia: Entendida constructivamente, se fundamenta en la necesidad de ser indiferentes a las cosas del mundo, en el sentido de no condicionar a circunstancias materiales la misión que el hombre tiene en su vida. Es uno de los ejes principales del discurso del Papa Francisco junto al discernimiento. Se trata de una manera de enfocar los esfuerzos hacia aquello que es considerado importante y trascendental, distinguiéndolo de lo que es accesorio.
ii. Discernimiento: Empieza reconociendo la dirección que marca el espíritu sintiendo, discerniendo y confirmando. Una buena elección debe incluir el ofrecimiento para que Dios la confirme. Y esto equivale a dar la espalda a lo mundano mediante el discernimiento para distinguir claramente lo que es agradable a Dios actuando en los combates más difíciles.
iii. Magis: Del latín “más”, consiste en desear y elegir lo que más nos conduce al fin para el que hemos sido creados. Implica entender la voluntad de Dios en cada momento para aspirar a realizar la misión de la mejor manera posible, exigiéndonos siempre más, de manera apasionada y a ejemplo de Jesús.
iv. Humildad: Para San Ignacio, la humildad consiste, entre otras cosas, en reconocerse hijos de Dios, creados por Él y agradecer todo lo que Dios ha puesto en uno, para servirlo con esos talentos personales, ya sean grandes o pequeños. Y no creerse, ni desear tener o parecer más que los demás.
v. Encarnación: Dios no es un ser lejano o pasivo, sino que está actuando en el corazón de la realidad, en el mundo, aquí y ahora. Eso es lo que representa la Encarnación en un ser humano: Jesús. La “espiritualidad Ignaciana” es activa, es un discernimiento continuo, un conocimiento del Espíritu actuando en el mundo, en forma de amor y de servicio.
vi. ”Tanto Cuanto”: El hombre puede utilizar todas las cosas que hay en el mundo “tanto cuanto” le ayuden para su fin y para servir a Dios y a sus hermanos, y de la misma manera, apartarse de ellas en cuanto se lo impidan. Ser libre frente a todo lo que pueda impedirle el cumplimiento de la voluntad divina.
vii. Disciplina: "Observad la regla", instaba San Ignacio a su biógrafo Luis Goncalves. La disciplina, a través de los votos (pobreza, obediencia, castidad) y un cuarto voto de obediencia al Papa fue una de las máximas en su vida. Situó a la Compañía durante años en numerosos conflictos que llevaron incluso a su supresión por parte del Papa Clemente XIV en el siglo XVIII.
¿Qué nueva vida es esta que ahora comenzamos? Se preguntaba San Ignacio cuando empezaba a ser agitado por nuevos espíritus: ¿Y cómo sostener la vida que uno ha de vivir durante 70 años? La vida de San Ignacio es reflejo de que nunca es demasiado tarde para volver a empezar porque, aunque uno no tenga una gran formación, a veces es suficiente con el fervor y el deseo de ir adelante en el servicio. Incluso para aquellos que nos alejamos de principios y raíces que nos inculcaron en la infancia, esta nueva etapa supone una gran oportunidad para reivindicar una apuesta por el humanismo y la dignidad del hombre. Ganar en contenido, dirección y sentido de la vida. Y es que, en efecto, “lo que el alma escribe, jamás se borra” porque con el paso de los años, uno comprueba como aquel espíritu universal, de alguna manera, ha pasado a formar parte de nosotros.
No pretendo contribuir al fariseismo, al cinismo, ni a la hipocresía, tan de moda en nuestros días, a través de estas líneas, sino repasar el origen de la Compañía de Jesús. Un recorrido envuelto de agradecimiento con motivo de la Semana Ignaciana y el primer aniversario de Francisco como Sumo Pontífice. Al final, como me decía un amigo y compañero de fe, “Obras son amores y no buenas razones”. Ojala ese fervor siga brillando en la oscuridad y permanezca vivo en la memoria de los que tuvimos el privilegio de formarnos en esa familia, con la esperanza de reconectar con aquella huella, aquella memoria, cuyos principios rectores en esencia para algunos, siguen siendo un norte a modo de misión pendiente: ¿Qué queremos construir? ¿Dónde esta el compromiso? ¿Cómo agradecemos lo que nos rodea?
Luis Valls-Taberner Muls
“Si no se tomara la vida como una misión, dejaría de ser vida para convertirse en infierno” (Tolstoi).
Un cierto sentimiento de nostalgia le asalta a uno al traspasar la frontera entre la juventud y la madurez. Y llega un momento en el que uno siente la necesidad de mirar atrás para hacer un balance y recordar a aquellas personas que nos han dejado una huella en el corazón y, de alguna manera, una asignatura pendiente en el alma. Gratitud y nostalgia, envueltos en un sentido de responsabilidad por lo mucho que uno ha ido integrando con el paso de los años gracias a aquellas enseñanzas en colegios de la Compañía.
La educación, esa asignatura pendiente en nuestra sociedad, es una brújula para reencontrar la misión y el mejor legado de unos padres a sus hijos porque a uno le proporcionan raíces, principios y alas para despegar un proyecto de vida. Enseñanzas que quedaron en el interior en diversas capas. Y mientras algunas se manifestaban en el momento en el que fueron transmitidas, otras esperaban pacientemente en el inconsciente a ver la luz. Es precisamente en momentos de búsqueda o inquietud cuando aparecen en oleadas muchas de aquellas lecciones que dejaron una huella y que reflejan un espíritu que puede ayudarnos a reconectar con nuestra esencia. Y para recuperar el norte en momentos de duda o incertidumbre como el que atravesamos con la ilusión de aterrizar en una vocación con la que poder comprometernos. Todavía resuena con fuerza aquel lema que nos inculcaron en la infancia, que algunos dejamos de lado pero que quedo grabado para siempre: “Crece donde te hayan plantado para aspirar a intentar dar siempre lo mejor de ti mismo y en todo amar y servir para mayor Gloria de Dios”.
En aquellos años escuchamos muchas veces la historia de San Ignacio de Loyola, así como la referencia a los Ejercicios Espirituales, que son, en palabras del Fundador de la Compañía de Jesús: “Todo lo mejor que en esta vida puedo pensar, sentir y entender, así para el hombre poderse aprovechar a sí mismo, como para poder ayudar a otros muchos”. Un proceso para buscar, descubrir y seguir la voluntad de Dios a través del Evangelio. ¿Pero quien era realmente aquel santo tan carismático, cuya espiritualidad tanto influyó en el Papa Francisco?
San Ignacio, bautizado como Iñigo, nació en Azpeitia, Guipuzcoa. Era el menor de los hijos de una poderosa familia en la que recibió una profunda educación religiosa, aunque inicialmente no cumplió el deseo familiar de iniciar carrera eclesiástica, sino que se sintió más atraído por la honra militar. Las circunstancias familiares le permitieron ejercitarse junto a importantes hombres de la Corte, posición que le valió para conocer a todo tipo de personas e incluso mantener un romance con la reina Germana de Foix, la segunda esposa de Fernando el Católico. Pero en 1521 fue alcanzado por una bala de cañón mientras defendía Pamplona del ataque de los franceses. Gravemente herido, se retiró al predio familiar de Loyola donde inició una larga recuperación en la que, para combatir el tedio, se dio a la lectura, y como en la casa no encontró libros de caballerías, tuvo que conformarse con algunas obras dedicadas a la figura de Cristo y al relato de la vida de los santos.
Hasta entonces, según narra su biografía, vivía dominado por la inquietud, y le asaltaban pensamientos de todo tipo. Pero poco a poco fueron calando en él las virtudes de San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán a los que, quizás por ese deseo inicial de búsqueda de honra, quería emular. Esas lecturas le llevaron a invertir la búsqueda de reconocimiento por la Gloria de Dios al entender que "la honra es la seducción que llega a esclavizar de tal modo que arrastra al hombre al deseo de conseguirla". Un camino que ahoga las virtudes y la capacidad de servir de una persona. Y a partir de entonces, fue cambiando sus deseos de grandeza por la búsqueda de la voluntad de Dios a través del Evangelio y el servicio a los demás. “Servir” es una expresión Ignaciana clave que expresa un Amor manifestado en la entrega, en agradar a quien se ama. Ser un hombre para los demás, y especialmente a los que tienen algún tipo de carencia. Y en los Ejercicios Espirituales traza el camino inverso a la absolutización de la honra, rechazando lo mundano y lo que es vano, para identificarse con el espíritu de Cristo. Ya no era su gloria sino la de Dios la que buscaba y de ahí el lema de la Compañía: "A mayor gloria de Dios" (A.M.D.G.).
Una vez recuperado de sus heridas, inició una estancia en Montserrat, donde hizo un trabajo de penitencia y examen de conciencia a fondo para “tocar tierra” repasando por escrito todo lo que había acontecido en su vida. San Ignacio describe ese proceso de “consolación espiritual” como un impulso que lleva al corazón a estar encendido en el amor y que se manifiesta mediante lágrimas, un aumento de esperanza, fe, caridad, paz y alegría internas. Renunció a sus vestiduras de noble, a sus armas y se preparó espiritualmente para viajar como un pobre y partir en peregrinación hacia Jerusalén. La peregrinación tuvo una primera etapa en la cercana población de Manresa, donde pasó un año en oración, consagrado a las almas de los más necesitados. Después de ese periodo de reflexión y purga interior, embarcó hacia Italia, y desde Venecia a Palestina.
El ejemplo de San Ignacio es fundamental para entender la realidad de un peregrino que aspira a reencontrarse consigo mismo en su búsqueda interior para encontrar un punto de inflexión vital que le permita tomar una “determinada determinación” hacia una meta concreta que le aporte un sentido a su vida en relación con los demás. Una aspiración que, como reflejó en su vida, muchas veces no es una cuestión de tener sino de dejar atrás, y en ocasiones dejarlo todo. No paró de viajar toda su vida, pidió limosnas, fue encarcelado, y asumió con obediencia la voluntad de sus superiores de retornar de Tierra Santa hacia París, para encontrarse con sus compañeros con los que co-fundaría la Compañía de Jesús en 1539, aprobada por el Papa Pablo III en Roma un año después. A pesar de ser un hombre siempre en búsqueda, sus biógrafos se refieren a él como "El Peregrino", un hombre cuya vida vagaba de un lugar a otro hasta encontrar un norte, “una misión cuya patria es el mundo” en sus misiones de evangelización. A ello contribuyeron compañeros de San Ignacio como Pedro Fabro o Francisco Javier, hoy beatificados, en misiones en lugares tan remotos como la India o Japón. Un espíritu que reflejó “La Misión”, aquella maravillosa película dirigida por Roland Joffé sobre las misiones evangelizadoras de los Jesuitas en Latinoamérica en el Siglo XVIII y cuyo principio reza: “Con un Oboe los Jesuitas podrían haber evangelizado a todo un continente”.
La palabra “Misión” hace referencia a una misión de vida que apoye la consecución de un fin superior que nos reconecte con nuestra esencia, de trascendencia, de humanidad. El humanismo es un movimiento intelectual, filosófico y cultural europeo estrechamente ligado al Renacimiento cuyo origen se sitúa en el siglo XIV que trata al hombre como un fin, no como un medio, y sitúa a las personas y al espíritu por encima de las cosas materiales. Pero la realidad en el Siglo XXI sigue evidenciando que la abundancia de medios, sólo contribuye, en muchos casos a la difuminación de los fines. Pablo VI afirmó que “donde quiera que en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles o de primera línea, ha habido o hay confrontaciones: en los cruces de ideologías y en las trincheras sociales, entre las exigencias del hombre y mensaje cristiano allí han estado, y están, los jesuitas". Un ejemplo que sigue hoy tan vigente como antaño, y no sólo en las reducciones del Paraguay, sino en la misma Roma. ¿Qué sería del mundo si todos los hombres tuvieran el espíritu de aquellos misioneros? Y al recordar esa emocionante película uno se pregunta: ¿Es lo que hay? ¿El mundo es así? ¿O somos nosotros quienes lo hemos hecho así? Yo, un descentrado más, entre tantos, también lo he hecho así…
Hoy la Iglesia tiene como sucesor de Pedro a un seguidor de Ignacio, Jorge, rebautizado como Francisco, el primer Papa jesuita de la historia de la Iglesia Católica. Su carisma nos invita a reestructurarnos y a reafirmarnos espiritualmente y de ahí el propósito de repasar los principios de una de las empresas evangelizadoras más combativas de la Iglesia, y una de las mayores contribuciones de España a la historia de la Humanidad. ¿Y cuáles eran los principios fundamentales de la espiritualidad de San Ignacio? ¿Que llevó a hombres como San Francisco de Borja a manifestar delante del cadáver de la Emperatriz Isabel: "No volveré a servir a señor que se me pueda morir"?
i. Indiferencia: Entendida constructivamente, se fundamenta en la necesidad de ser indiferentes a las cosas del mundo, en el sentido de no condicionar a circunstancias materiales la misión que el hombre tiene en su vida. Es uno de los ejes principales del discurso del Papa Francisco junto al discernimiento. Se trata de una manera de enfocar los esfuerzos hacia aquello que es considerado importante y trascendental, distinguiéndolo de lo que es accesorio.
ii. Discernimiento: Empieza reconociendo la dirección que marca el espíritu sintiendo, discerniendo y confirmando. Una buena elección debe incluir el ofrecimiento para que Dios la confirme. Y esto equivale a dar la espalda a lo mundano mediante el discernimiento para distinguir claramente lo que es agradable a Dios actuando en los combates más difíciles.
iii. Magis: Del latín “más”, consiste en desear y elegir lo que más nos conduce al fin para el que hemos sido creados. Implica entender la voluntad de Dios en cada momento para aspirar a realizar la misión de la mejor manera posible, exigiéndonos siempre más, de manera apasionada y a ejemplo de Jesús.
iv. Humildad: Para San Ignacio, la humildad consiste, entre otras cosas, en reconocerse hijos de Dios, creados por Él y agradecer todo lo que Dios ha puesto en uno, para servirlo con esos talentos personales, ya sean grandes o pequeños. Y no creerse, ni desear tener o parecer más que los demás.
v. Encarnación: Dios no es un ser lejano o pasivo, sino que está actuando en el corazón de la realidad, en el mundo, aquí y ahora. Eso es lo que representa la Encarnación en un ser humano: Jesús. La “espiritualidad Ignaciana” es activa, es un discernimiento continuo, un conocimiento del Espíritu actuando en el mundo, en forma de amor y de servicio.
vi. ”Tanto Cuanto”: El hombre puede utilizar todas las cosas que hay en el mundo “tanto cuanto” le ayuden para su fin y para servir a Dios y a sus hermanos, y de la misma manera, apartarse de ellas en cuanto se lo impidan. Ser libre frente a todo lo que pueda impedirle el cumplimiento de la voluntad divina.
vii. Disciplina: "Observad la regla", instaba San Ignacio a su biógrafo Luis Goncalves. La disciplina, a través de los votos (pobreza, obediencia, castidad) y un cuarto voto de obediencia al Papa fue una de las máximas en su vida. Situó a la Compañía durante años en numerosos conflictos que llevaron incluso a su supresión por parte del Papa Clemente XIV en el siglo XVIII.
¿Qué nueva vida es esta que ahora comenzamos? Se preguntaba San Ignacio cuando empezaba a ser agitado por nuevos espíritus: ¿Y cómo sostener la vida que uno ha de vivir durante 70 años? La vida de San Ignacio es reflejo de que nunca es demasiado tarde para volver a empezar porque, aunque uno no tenga una gran formación, a veces es suficiente con el fervor y el deseo de ir adelante en el servicio. Incluso para aquellos que nos alejamos de principios y raíces que nos inculcaron en la infancia, esta nueva etapa supone una gran oportunidad para reivindicar una apuesta por el humanismo y la dignidad del hombre. Ganar en contenido, dirección y sentido de la vida. Y es que, en efecto, “lo que el alma escribe, jamás se borra” porque con el paso de los años, uno comprueba como aquel espíritu universal, de alguna manera, ha pasado a formar parte de nosotros.
No pretendo contribuir al fariseismo, al cinismo, ni a la hipocresía, tan de moda en nuestros días, a través de estas líneas, sino repasar el origen de la Compañía de Jesús. Un recorrido envuelto de agradecimiento con motivo de la Semana Ignaciana y el primer aniversario de Francisco como Sumo Pontífice. Al final, como me decía un amigo y compañero de fe, “Obras son amores y no buenas razones”. Ojala ese fervor siga brillando en la oscuridad y permanezca vivo en la memoria de los que tuvimos el privilegio de formarnos en esa familia, con la esperanza de reconectar con aquella huella, aquella memoria, cuyos principios rectores en esencia para algunos, siguen siendo un norte a modo de misión pendiente: ¿Qué queremos construir? ¿Dónde esta el compromiso? ¿Cómo agradecemos lo que nos rodea?
Luis Valls-Taberner Muls
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