El gran enemigo del alma es la soberbia.
Hemos de dejar a nuestro paso el buen aroma de Cristo, nuestra sonrisa, una calma serena, buen humor y alegría, caridad y comprensión.
Contemplar al Niño Jesús nos ayudará a ser humildes.
«Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera.» (Mateo 11, 28-30)
Jesús, quieres aliviarme de mis fatigas y agobios y, para conseguirlo, me dices que coja tu yugo.
¿Cómo es posible que llevando aún más carga, vaya más ligero? Si la vida tiene ya tantas dificultades, ¿para qué liarme más?
El secreto está en que tu yugo me tira para arriba; no es un peso muerto, sino que es como unas alas que -aunque pesen- me permiten volar.
Jesús, vivir como Tú me enseñas cuesta un poco. Y, a veces, algo más. Pero si te sigo en serio, mi vida se llena de sentido -de misión-, y entonces, cualquier esfuerzo vale la pena, y cada sacrificio es un nuevo motivo de gozo interior.
Y ya no me acuerdo del peso de tu yugo, como el ave no se fija en el peso de sus alas, y comprendo perfectamente por qué dices: «mi yugo es suave y mi carga ligera».
Jesús, he de aprender de Ti, que eres «manso y humilde de corazón.» En el contexto del Evangelio, «aprender» no significa simplemente comprender teóricamente -como cuando se estudia una fórmula matemática- sino adquirir esas virtudes de las que hablas. Y las virtudes se adquieren con repetición de actos.
Es decir, me pides que haga actos de humildad y mansedumbre, que en el fondo están bastante relacionados.
El soberbio no tiene paciencia con los errores de los demás, o con lo que él cree que son errores. Ni tampoco sabe reconocer los suyos propios.
El humilde, en cambio, vuelve a empezar sin nerviosismos, y no se exaspera ante las limitaciones de los que le rodean. «Conviene no forjarnos ilusiones.
La paz de nuestro espíritu no depende del buen carácter y benevolencia de los demás.
Ese carácter bueno y esa benignidad de nuestros prójimos no están sometidos en modo alguno a nuestro poder y a nuestro arbitrio. Esto sería absurdo.
La tranquilidad de nuestro corazón depende de nosotros mismos. El evitar los efectos ridículos de la ira debe estar en nosotros y no supeditarlo a la manera de ser de los demás. El poder superar la cólera no ha de depender de la perfección ajena, sino de nuestra virtud».
«¿ Qué importa tropezar si en el dolor de la caída hallamos la energía que nos endereza de nuevo y nos impulsa a proseguir con renovado aliento?
No me olvidéis que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez. Si en el libro de los Proverbios se comenta que el justo cae siete veces al día, tú y yo -pobres criaturas- no debemos extrañarnos ni desalentarnos ante las propias miserias personales, ante nuestros tropiezos, porque continuaremos hacia adelante, si buscamos la fortaleza en Aquel que nos ha prometido: «venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré». Gracias, Señor porque has sido siempre Tú, y sólo Tú, Dios mío, mi fortaleza, mi refugio, mi apoyo. Si de veras deseas progresar en la vida interior sé humilde».
Jesús, la humildad es básica en mi vida cristiana. Sin humildad, no puedo progresar en la vida interior. Pero la humildad no es algo que se tiene o no se tiene, sino algo que crece o disminuye; una cualidad que tengo que aprender, y que también puedo olvidar si no la cuido.
«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas.»
Jesús, prometes paz y descanso en el alma de los humildes. Y esto es así porque el humilde no se cree perfecto y no se hunde cuando falla.
Al contrario, ante los errores personales, el alma humilde se levanta en seguida, pide perdón, y vuelve a luchar con más ímpetu que antes, buscando la fortaleza, el refugio y el apoyo de tu gracia.
Jesús, enséñame a ser humilde, a volver a empezar una y otra vez si hace falta, con santa tozudez.
Que no me crea impecable, que no me alce por encima de los demás, pues cuanto más me alce, más fuerte será la caída.
Dame esa humildad de corazón, y entonces, ¿qué importa tropezar si en el dolor de la caída hallamos la energía que nos endereza de nuevo y nos impulsa a proseguir con renovado aliento?
El gran enemigo del alma es la soberbia, porque es la que se opone continuamente a que obedezcamos, a que nos esforcemos por cumplir una voluntad distinta de la nuestra, como si de este modo perdiéramos la libertad.
"Si bien todos los vicios nos alejan de Dios, sólo la soberbia se opone a Él; a ello se debe la resistencia que Dios ofrece a los soberbios"
Jesús, desde tu nacimiento en Belén me enseñas una nueva forma de vivir en la tierra. Es la forma del amor verdadero, del amor entregado, del amor sacrificado.
Desde fuera para el que no la pone en práctica es como un yugo: sacrificio, cruz, entrega, trabajo, servicio, obediencia.
Pero para el que te sigue, ese "yugo es suave y su carga es ligera". La verdadera carga la soporta el que intenta liberarse de tus mandatos, ir a la suya, no obedecer a nadie más que a si mismo: porque acaba obedeciendo a sus caprichos, a sus gustos y a sus vicios, en medio de una vida triste y vacía.
"Si bien todos los vicios nos alejan de Dios, sólo la soberbia se opone a Él; a ello se debe la resistencia que Dios ofrece a los soberbios"
¿Cómo estoy de humildad?
"Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas.
"Jesús, que aprenda de Ti a ser humilde, a cumplir libremente la voluntad de Dios, como lo hiciste Tú durante toda tu vida: desde Belén basta el Calvario. Sólo así encontraré esa paz interior que, junto con la alegría, es uno de los frutos más característicos de la vida cristiana.
"El amor de Dios es celoso; no se satisface si se acude a su cita con condiciones: espera con impaciencia que nos demos del todo. Quizá pensaréis: responder que si a ese Amor exclusivo, ¿no es acaso perder la libertad? (...) Cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez que servir a Cristo Señor nuestro comporta dolor y fatiga. Negar esta realidad supondría no haberse encontrado con Dios. El alma enamorada conoce que, cuando viene ese dolor, se trata de una impresión pasajera y pronto descubre que el peso es ligero y lo carga es suave, porque lo lleva Él sobre sus hombros. Pero hay hombres que no entienden, que se rebelan contra el Creador (...) Son almas que hacen barricadas con la libertad. ¡Mi libertad, libertad! (...) Su libertad se demuestra estéril, o produce frutos ridículos, también humanamente.
El que escoge, ¡con plena libertad!, una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros. ¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. (...)
Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad.
Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. (...) La libertad sólo puede entregarse por amor. Por amor a la libertad, nos atamos.
Únicamente la soberbia atribuye o esas ataduras el peso de una cadena.
La verdadera humildad, que nos enseñó Aquel que es manso y humilde de corazón, nos muestra que su yugo es suave y su carga ligera: el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que Él nos ganó en la Cruz.
El verdadero descanso para mi alma lo experimento, Jesús, cuando cumplo tu voluntad, aunque me cueste, atándome a ese yugo tuyo por amor, entregándote libremente mis gustos, mis intereses, mis deseos, porque me da la gana quererte sobre todas las cosas.
A pesar de tener esta idea muy clara, a veces me canso de luchar. Que sepa acudir a Ti en esos momentos de fatiga, para descargar ese peso en tus manos paternales, dejándome también guiar en la dirección espiritual, con humildad.
A un corazón manso y humilde, como el de Cristo, se abren las almas de par en par. La fecundidad de todo apostolado estará siempre muy relacionada con esta virtud del apostolado. Imitar a Jesús en su mansedumbre es la medida para nuestros enfados, impaciencias y faltas de cordialidad y de comprensión.
Especialmente la contemplación de Jesús nos ayudará a no ser altivos y a no impacientarnos ante las contrariedades.
Nuestro carácter no depende de la forma de ser de quienes nos rodean, sino de nosotros mismos.
La mansedumbre no es propia de los blandos y amorfos; está apoyada, por el contrario, sobre una gran fortaleza de espíritu. El mismo ejercicio de esta virtud implica continuos actos de fortaleza.
Así como los pobres son los verdaderamente ricos según el Evangelio, los mansos son los verdaderos fuertes.
La materia propia de esta virtud es la pasión de la ira, en sus muchas manifestaciones, a la que modera y rectifica de tal forma que no se enciende sino cuando sea necesario y en la medida en que lo sea.
La ira es justa y santa cuando se guardan los derechos de los demás; de modo especial, la soberanía y la santidad de Dios.
Las manifestaciones de violencia son en el fondo signos de debilidad.
Los mansos poseerán la tierra. Primero se poseerán a sí mismos, porque no serán esclavos de su mal carácter; poseerán a Dios porque su alma se halla siempre dispuesta a la oración, y poseerán a los que los rodean porque han ganado su cariño.
Hemos de dejar a nuestro paso el buen aroma de Cristo, nuestra sonrisa, una calma serena, buen humor y alegría, caridad y comprensión.
Contemplar al Niño Jesús nos ayudará a ser humildes.
Al copiar este artículo favor conservar o citar este link. Fuente: EL CAMINO HACIA DIOS
Publicado por Wilson f.
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