lunes, 24 de junio de 2013

NECESITAMOS PASTORES LAICOS YA


Recuerdo la portada de una revista Time, sobre la antigua república de Rhodesia (hoy Zimbabwe). Debía ser hacia 1979. Se mostraba un helicóptero aterrizando, del que salían apresuradamente perros y soldados. El titular era elocuente: “Rhodesia, ¿how much time?”

Un pequeño ejército de blancos intentaba mantener un statu quo de apartheid condenado por la Historia, imposible de defender, cuya caída, como anunciaba la revista, era ya inminente y evidente.

Pues, aunque parezca raro, es esta imagen la que se me viene a la cabeza cuando recuerdo las palabras de un sacerdote joven que me decía hace un tiempo: “llego a una parroquia. Abro la puerta y toco la campana, me revisto. Acuden unas pocas personas, celebro la eucaristía. Terminamos. Recojo todo, apago las luces y cierro la puerta. Arranco el coche y me dirijo a otro lugar. No hago catequesis, sólo digo misas…”…O algo así.

¿Entienden ahora la comparación?

Es algo que yo me pregunto. Que todos nos preguntamos: ¿cuánto tiempo? ¿cuánto más puede durar esta situación”. He tenido amigos curas que se ocupaban de 22 pueblos. ¿“Ocuparse”, realmente? ¿Con qué perspectivas?

Las “Unidades pastorales”, me temo, no van a arreglar nada. De hecho no creo que ninguna ocurrencia puntual, de última hora, vaya a hacerlo porque el problema al que nos estamos enfrentando en la Iglesia Católica de Europa es, ni más ni menos, que el de un cambio de paradigma. No se trata de una crisis coyuntural, como muchas otras anteriores. No son reajustes lo que necesitamos. Esta vez, me temo que no.

El modelo de estructuración pastoral del catolicismo es, sin apenas cambios, el definido por Trento a partir de 1563. Este Concilio tuvo una importancia extraordinaria y ha marcado las líneas de dirección de los últimos cuatro siglos.

En él, se consagraron una teología y una forma concretas de entender la Iglesia en el terreno doctrinal. En el de la organización práctica, la realidad se estructuró en forma piramidal, de modo que la base verdadera del conjunto se apoyaba en la figura del presbítero. Dicha figura fue definida y consagrada como el elemento fundamental y a partir de su ministerio se construía, en realidad, todo lo demás.

Un cura, una parroquia. Él predicaba, gobernaba, enseñaba, y administraba los sacramentos a sus fieles, su grey, cuyo papel consistía, simplemente en obedecer y dejarse “santificar”. Este concepto teórico de las cosas era expresado con toda claridad el Papa S. Pío X, a principios, todavía, del siglo XX.

Hasta tal punto una concepción semejante está arraigada en la conciencia general que incluso a día de hoy muchos cristianos siguen creyendo en que “la solución” definitiva a los problemas que plantea el enorme proceso de laicización que padecemos, es, simplemente el de una generación de nuevos “curas de Ars”. Hombres que insistan e insistan en el modelo tradicional, abriendo las parroquias las 24 horas, confesando sin parar, orando continuamente y atendiendo a todo el mundo en cualquier circunstancia.

Para defender la idea, se ponen tal o cual ejemplo de un sacerdote determinado, en una parroquia de tal país. La excepción se convierte en norma, y, sin más análisis, se vende como la panacea. Sin un minuto de reflexión: al fin y al cabo es lo que mejor cuadra en nuestros esquemas, y, además, tiene la ventaja de que los encargados de sacar las castañas del fuego son los de siempre… ¡Y a mí, que me dejen en paz!

Pero eso es imposible. Cualquiera que pensara un poco, que conociera la dinámica real de nuestra sociedad, o la historia de la Iglesia, se daría cuenta enseguida. Y no se trata de una cuestión teológica espiritual o pastoral. No, son matemáticas…

Sencillamente ya no hay sacerdotes, ni los habrá (salvo milagro absolutamente manifiesto), para mantener el modelo tradicional. Además los laicos ya no son los de antes. La parroquia como la hemos entendido durante siglos, simplemente se terminó…

Sin embargo, al mismo tiempo, curiosamente al mismo tiempo, nos encontramos con el surgimiento de una serie de carismas que han estado dormidos, escondidos (o quizá reprimidos) durante siglos. Miren, conozco buenos hombres casados que dedican muchas horas a la semana a hablar con otros, a escuchar sus problemas, a enseñarles y a fortalecer su fe. Predican en grupos o enseñan la Palabra de Dios. Acompañan a gente con problemas o con duelos y además trabajan y atienden ejemplarmente a su familia. Insisto en que conozco la realidad y que ésta es creciente. Pero, en el esquema actual de la Iglesia ¿qué son exactamente estas personas? En un ámbito evangélico estaría clarísimo: pastores. Pero entre nosotros no significan nada. Parece que no hay reconocimiento ni lugar para ellos y el don que el Señor les ha concedido.

Me pregunto si no será la hora de sustituir el viejo sistema piramidal de Trento por un modelo eclesiológico circular y de comunión apoyado en los ministerios, tanto ordenados como laicales.

Sé perfectamente que en la iglesia hay una enorme resistencia al cambio. Incluso entre los propios fieles. En algunos documentos se evita incluso utilizar la palabra “ministerio”, precisamente, al designar las funciones de aquellos en la “construcción del cuerpo” (como diría Pablo) para evitar toda confusión o colisión con los ordenados.

No me parece que el problema sea de tipo teológico, ni mucho menos dogmático: creo que la obra de teólogos como Dionisio Borobio o Bernard Sesboüé, por no hablar de aportaciones clásicas como las de Rahner o Congar y otros, han resuelto totalmente la cuestión a este nivel.

Así que ¿por qué no reconocer que puede haber pastores laicos: personas con una relación estrecha con el Señor, con una formación adecuada, con una vida comunitaria y, lo que es más importante, bajo la unción del Espíritu Santo? ¿Por qué no ofrecerles un reconocimiento, aunque sea simbólico, que clarifique su función ante la comunidad eclesial?

Se acepte o no, me temo que su labor será esencial en un futuro próximo.

Rezo por ellos. Porque sean muchos.

O muchas. Los necesitamos de verdad.

Un abrazo a todos.

Josue Fonseca

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