viernes, 16 de octubre de 2009

LA DEFENSA ARMADA DE LOS CRISTEROS MEXICANOS NO SE PUEDE CONDENAR COMO UNA ACCIÓN INMORAL


PRIMER ENSAYO SOBRE LA LICITUD DE LA GUERRA CRISTERA

Al cumplirse 80 años del final oficial de la llamada «guerra cristera» en México (1926-1929), el padre Juan González Morfín, graduado de la Universidad de la Santa Cruz en Roma y profesor en México de la Universidad Panamericana, ha escrito un vibrante ensayo sobre la licitud moral del levantamiento cristero contra la persecución a los católicos mexicanos.

Ensayo pionero en su género, La guerra cristera y su licitud moral (Porrúa, 2009), está camino a convertirse en referencia obligatoria para todo aquel que quiera adentrarse en esta época difícil de México, en esta guerra motivada por la intransigencia del gobierno del general Plutarco Elías Calles (1924-1928) y de sus suceso r, Emilio Portes Gil (1928-1930) con respecto a la libertad religiosa y a la libertad del pueblo fiel.

-¿Qué dicen el Magisterio, la Doctrina y la tradición del pensamiento cristiano sobre una acción armada como lo fue la guerra cristera en México, de la cual se cumplen 80 años de haber concluido?
En el momento en que algunos católicos mexicanos optaron por la defensa armada para recuperar derechos que les habían sido arrebatados, el Magisterio de la Iglesia era unánime en condenar cualquier insurrección armada en contra del poder constituido por los males mayores que se seguirían en contra del bien común. No había todavía lo que se podría llamar una «doctrina católica sobre la resistencia armada». Sin embargo, en algunos libros de moral de autores probados, se comenzaba a proponer que, si se cumplían las condiciones que hacían considerar justa la defensa armada de un país contra un injusto agresor, se podría considerar justo el levantamiento de un pueblo contra un Gobierno que se hubiera convertido en su injusto agresor.

Esto era sobre todo una solución teórica y las condiciones señaladas habían ido evolucionando a lo largo de varios siglos, pero presentaba muchos problemas en la práctica: ¿Cómo se podría garantizar que los medios pacíficos habían sido agotados? ¿Qué tipo de agresión, o qué tipo de derechos debían ser conculcados para que se considerara necesario el recurso a las armas? ¿Quién o quiénes estarían facultados para llamar al levantamiento? Como se ve, la respuesta no era tan sencilla. En «La guerra cristera y su licitud moral», presento un amplio estudio sobre este asunto que, sin embargo, ni es exhaustivo ni pretende dar la última palabra.

-¿Cuál fue la base social del movimiento cristero?
La guerra cristera fue un levantamiento popular, en todo el sentido de la palabra: abarcó a todos los estratos de la sociedad, lo que no quiere decir que en la misma proporción todos hayan entrado en el terreno de batalla. Los primeros levantamientos, en Zacatecas, fueron de campesinos que, acostumbrados a defenderse de las gavillas de maleantes que constantemente los asolaban en aquella época de gran anarquía, vieron la necesidad de defenderse del Gobierno que les impedía practicar su religión. El móvil inmediato que precipitó el levantamiento del general Pedro Quintanar fue una agresión de los soldados contra una multitud de católicos. A los pocos días, estando ya «levantado», se le unió el general Aurelio Acevedo con unas decenas de personas que vieron la necesidad de levantarse cuanto antes, pues las tropas del Gobierno estaban decomisando las armas que ellos tenían para su defensa habitual de las gavillas de ex revolucionarios, y se dieron cuenta de que, si los dejaban sin armas, habrían quedado indefensos ante cualquier arbitrariedad del Gobierno, que «ya había cerrado sus iglesias», por lo que se decidieron a luchar en defensa su fe, sin tener un perspectiva clara de lo que podrían hacer tan pocas personas.

-¿Cómo de rápido se extendió la insurrección en aquel año de 1926?
Levantamientos parecidos en cuanto a los motivos se dieron en diversos puntos geográficos en aquellos meses que siguieron a la suspensión del culto, es decir, a partir de agosto de 1926. Al mismo tiempo, se iniciaron las acciones de persecución más repugnantes en contra del pueblo católico, por lo que los levantamientos se reprodujeron: en esos primeros momentos encontramos ya gente que no pertenecía al campesinado, como los hermanos Navarro Origel, de Pénjamo, Guanajuato; como Carlos Díez de Sollano, también en Guanajuato; como los Guízar, en la zona de Cotija, Michoacán, como una treintena de jóvenes de las familias pudientes de Piedras Negras, Coahuila, y podríamos enumerar un largo etcétera de personajes de clase media alta y clase alta, como también podríamos mencionar a otros muchos de clase media, que estuvieron presentes desde el inicio de la guerra cristera. Por razones simplemente matemáticas, el porcentaje mayor d e levantados procedían de los campesinos.

-¿Que diferencia a los cristeros de otros movimientos llamados «revolucionarios»: el que no querían subvertir el orden social ni el poder, sino que les permitieran volver a sus prácticas de fe?
Los mismos cristeros muchas veces rechazaron, como ataque, el ser llamados «revolucionarios». No era cambiar el régimen político por medio de las armas lo que perseguían con su resistencia, sino que se les devolvieran los derechos que se les habían quitado; por eso, cuando pensaron que tenían garantizado que podrían volver a practicar su fe en libertad, entregaron las armas. En este sentido, es interesante el testimonio que dio el agregado militar de los Estados Unidos al término de la guerra cristera: «Se esperaba que, terminad a la guerra religiosa, un gran número de cristeros se volverían bandidos. Esto no ocurrió».

-¿Qué papel jugaron los obispos y los sacerdotes en la guerra cristera y en los «arreglos» de 1929?
Cuando habían comenzado a proliferar los levantamientos de católicos que intentaban defender su fe por medio de las armas, la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa, asociación cívica laica que se había fundado hacía 1925, pretendió encabezar los diversos movimientos para darles una cierta organización. En ese momento solicitaron al episcopado su apoyo en varios sentidos, lo único que consiguieron fue una especie de compromiso de no condenar el movimiento armado.

Durante los casi tres años de lucha armada, la mayoría de los obispos permanecieron en el exilio y, efectivamente, nunca condenaron la defensa armada. Uno de ellos, el arzobispo de Durango, monseñor José María González y Valencia, se vio en la necesidad de responder a la pregunta expresa de quienes se habían levantado en armas y el sentido de su respuesta fue que, no habiendo ellos provocado la agresión, habiendo después agotado todos los medios pacíficos y defendiendo derechos verdaderamente irrenunciables para ellos y para sus hijos, como el derecho de practicar su religión, quienes se habían levantado en armas podían estar tranquilos en su conciencia. Los sacerdotes durante esa época no tanto de guerra, sino de terrible persecución, se dedicaron a esconderse.

-Eran tiempos muy difíciles para el sacerdocio...
Con riesgo de perder su vida, como de hecho la perdieron muchos, los sacerdotes atendían clandestinamente las peticiones de sus fieles. Algunos de ellos, menos de cincuenta, ejercían su ministerio entre los levantados en calidad de capellanes castrenses. Unos pocos, menos de diez, incluso llegaron a empuñar las armas.

-¿Y el papel de los obispos en los «arreglos»?
Sobre «los arreglos» la explicación no es tan sencilla, pues se suele dar por un hecho que los obispos intervinieron para pactar la paz con el Gobierno sin tomar en cuenta a los levantados, y la situación no fue exactamente así. Es un tema complejo y difícil de explicar, sobre todo de una manera convincente, en pocas palabras. Algunos dirigentes cristeros, entre ellos el mismo general en jefe, Enrique Gorostieta, confesaba en su correspondencia privada la necesidad de llegar a un acuerdo de paz.

Los obispos lo que pactaron con el Gobierno de Portes Gil fue, sobre todo, un marco de aplicación de las leyes que les permitiera ejercer su ministerio sin estar sujetos a la autoridad civil en cuestiones de disciplina externa, es decir, llegaron a un «arreglo» que les permitía reanudar el culto. Las bases del licenciamiento de los cristeros las negoció quien en ese momento era el general en jefe del ejército cristero, Jesús Degollado Guízar, quien previamente había consensuado con el comité de guerra de la Liga un documento que aceptó íntegramente el gobierno de Portes Gil. Esas bases en un primer momento sí fueron cumplidas, pero al poco tiempo comenzaría la matanza selectiva de todos los que habían ocupado algún cargo en el movimiento armado. Insisto que esto no es tan sencillo de explicar en pocas palabras.

-¿Y Roma?
Los obispos habían pedido autorización del Papa para suspender el culto; era lógico que también la pidieran para reanudarlo, sobre todo si las condiciones que los habían llevado a suspenderlo no sólo no habían mejorado, sino se habían agravado muchísimo. Por eso, para acordar su reanudación habían pedido autorización a la Santa Sede, quien les sugirió que cualquier arreglo al que se llegara cumpliera las siguiente condiciones: a) una solución pacífica y laica; b) amnistía completa para obispos, sacerdotes y fieles; c) devolución de propiedades como iglesias, seminarios, casas de los obispos y sacerdotes; y d) que la Sante Sede pudiera tener relaciones sin restricción con la Iglesia mexicana.

Se puede decir que los obispos, urgidos por el bien que traería la paz a sus hijos que llevaban casi tres años sin el auxilio de los sacramentos, se resignaron a aceptar mucho menos de lo que la Santa Sede había indicado. Para hacerse una idea más completa de la actuación de la Sede Apostólica en el conflicto, recomiendo la lectura de «El conflicto religioso en México y Pío XI» (Minos, 2009), un librito que publiqué hace unos meses.

-¿Qué enseñanzas para la historia deja la guerra cristera?
Conviene seguir estudiando este tema, pues hasta hace muy poco tiempo era un tema casi prohibido para la historiografía -oficial y no-, quizá por tantos dolores que ocasionó. Quisiera, más que responder qué enseñanzas, cambiar un poco la pregunta y responder, de una manera que quizá yo mismo tendría que corregir cuando haya estudiado más el tema, en lugar de «enseñanzas» hablar de «consecuencias» y, en ese sentido puedo decir que la guerra cristera ayudó enormemente a fortalecer la fe de los mexicanos. En los territorios de nuestro país en que se llevó a cabo, actualmente la práctica religiosa se encuentra más extendida y mejor consolidada. La sangre de mucha gente que murió a causa de la fe sigue ahora dando fruto.

-En su opinión y en resumen: ¿fue lícito, moralmente hablando, el levantamiento cristero?
El Papa Pío XI, en una Encíclica escrita en 1937, es decir ocho años después de terminada la guerra cristera, dio la razón a los obispos que no condenaron esa insurrección, y dio la razón explicando que «no se ve cómo se podría entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender a la Nación y defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder público para arrastrarla a la ruina». Esto, de alguna manera es una confirmación a posteriori de que la defensa armada emprendida por algunos católicos mexicanos en defensa de la libertad religiosa no se puede condenar como una acción inmoral; sin embargo, con ello no se quiere decir que todas las acciones emprendidas por los cristeros hayan sido moralmente lícitas.
Jaime Septién/Zenit/El Observador

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