domingo, 4 de octubre de 2009

¿ES LICITO DIVORCIARSE?


Marcos 10, 2-16.
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Es en las pruebas donde el amor se acrisola, y el paso de los años agigantan la fidelidad.

Marcos 10, 2-16. Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer. El les respondió: ¿Qué os prescribió MoisésEllos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla» Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre» Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. El les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio» Le presentaban unos niños para que los tocara; pero los discípulos les reñían. Mas Jesús, al ver esto, se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él» Y abrazaba a los niños, y los bendecía poniendo las manos sobre ellos.

Reflexión. Hace ya mucho tiempo hicieron esta misma pregunta a nuestro Señor. ¿Es lícito a un hombre divorciarse de su mujer? - le preguntaron los judíos al Señor -. En el judaísmo del tiempo de Jesús había dos posturas contrapuestas sobre el tema del divorcio: una, liberal, que daba al hombre derecho de repudiar a la esposa por cualquier motivo que él, en su propio arbitrio, considerara suficiente; la otra, en cambio, tenía un poco más de consideración respecto a la mujer, y exigía que existiera, al menos, un motivo grave y razonable para ello. Aquellos hombres pretendían que Jesucristo se pronunciase sobre una de esas dos posturas, pero les va a salir, como tantísimas otras veces, el tiro por la culata.

Les responde, sencillamente, que por ningún motivo debe el hombre divorciarse de su mujer. Y, como argumento decisivo, apela a la Palabra de Dios, a la Sagrada Escritura: Moisés lo permitió por vuestra terquedad les dice. Pero al principio de la creación no era así. Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Así pues, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. ¡Respuesta clarísima y contundente! No hay lugar a dudas ni a fáciles escapatorias.

El Evangelio del día de hoy nos permite hacer una brevísima reflexión sobre la dignidad del matrimonio cristiano y la grandeza de la fidelidad conyugal. Existen ya tantas y tantas páginas sobre este tema, que es imposible decir algo nuevo. Pero no es lo que pretendo. Y tampoco me voy a detener en aspectos doctrinales que considero que ya te son muy bien conocidos. Simplemente deseo compartir contigo, amigo lector, algunas experiencias, pues las páginas más bellas y fascinantes son las que se han escrito no con tinta, sino con el amor, la sangre y la vida misma.

Creo que todos guardamos en nuestra memoria testimonios muy hermosos y admirables de esposos cristianos, que han sido ejemplo de auténtico amor y fidelidad conyugal a lo largo de su vida, a pesar de las mil dificultades de todos los días. Más aún, es precisamente en las pruebas donde este amor se acrisola, y el paso de los años agigantan y embellecen la fidelidad.

Hace ya tiempo conocí a una señora sevillana, todavía joven y bella, que llevaba como veinte años de viuda y que había sacado adelante a sus cinco hijos no sin pocos sacrificios, pero con un grandísimo amor y dedicación admirable. Y, conversando con ella, me decía en una ocasión que se sentía profundamente orgullosa de su familia y de su matrimonio; que para ella, su esposo no había muerto, pues siempre había permanecido vivo en su pensamiento y en su corazón. Y me dejó muy impresionado cuando me confesó: Mire este anillo de bodas. Se ha embellecido mucho a lo largo de todos estos años y ahora su precio es incalculable: vale muchísimos más quilates que cuando me casé. ¡Qué testimonio tan maravilloso de amor y de fidelidad de esta mujer! Efectivamente, el paso del tiempo, como a los buenos vinos, ha purificado, aquilatado y añejado su amor.

Recuerdo también con gran emoción aquella noche, hace ya más de tres lustros, cuando me encontraba en casa, conversando a solas con mis papás. Hablábamos de los temas más variados de la vida. Y se me ocurrió preguntarles cómo se habían conocido y enamorado. Quería compartir con ellos sus recuerdos más bellos y personales, y que los habían hecho tan felices. Les pedí que me contaran algo de su noviazgo y de sus experiencias como esposos y padres cristianos. Fueron aquéllas, horas muy sabrosas de tertulia familiar. Y me acuerdo que, en un momento, me dijo mi papá: Mira, hijo, en todos estos años, tu mamá y yo nunca nos hemos peleado. Yo me admiré un poco y, al ver mi padre mi extrañeza, añadió: Bueno, obviamente, pequeños desacuerdos o diversidad de opiniones sobre algunas cosas, sí han existido. Pero nunca hemos llegado a una violenta discusión o un enojo fuerte entre nosotros. Y, ¿sabes por qué? Porque para pelear se necesitan dos; y no hay pelea donde uno de los dos no quiere. Y así hemos hecho siempre hasta el día de hoy. Esto es lo que nos ha mantenido unidos y ha acrecentado nuestro amor. Realmente, ¡qué hermosos testimonios de fidelidad y de amor conyugal! Y podríamos contar infinidad de casos más.

¿Es lícito divorciarse? Nuestro Señor nos da la respuesta clarísima en el Evangelio de hoy. Y, además, el testimonio - a veces heroico - de tantísimos hombres y mujeres nos ofrece un argumento decisivo en esta materia. ¡Ojalá que los esposos cristianos sigan dando este maravilloso ejemplo de amor y de fidelidad, tan urgente hoy más que nunca, a todos los hombres de nuestra sociedad contemporánea! Sólo así seremos de verdad auténtico fermento en la masa.
Autor: P. Sergio A. Córdova LC

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