Cuántas veces experimentamos la necesidad de decir: Perdóname Señor.
Por: Pablo Augusto Perazzo | Fuente: CEC
Cuántas veces experimentamos la necesidad de
decir: “Perdóname Señor”. Le pedimos que
tenga piedad de nosotros. Que nos perdone más allá de la gravedad de nuestro
pecado. Nos toca arrepentirnos de lo que hemos hecho. Luego, le pedimos perdón.
Sin embargo, solemos creer equivocadamente que: “Si ya me arrepentí, me tiene que perdonar”. Yo ya
hice mi parte, Él tiene que hacer la suya. Como si Dios estuviese obligado a
perdonarme porque yo lo quiero. Qué arrogancia y soberbia. Creer que Dios está
obligado a perdonarnos, subyugado a nuestra voluntad. Como si yo pudiera
exigirle su perdón.
Debemos entender algo muy bien. El perdón no es
algo que por justicia lo merecemos. Por lo tanto no es algo que puedo exigir.
El perdón es algo que va más allá de lo justo, y por lo tanto Dios nos lo
concede gratuitamente. En otras palabras. El perdón que recibimos no es lo que
merecemos por justicia, aunque nos hayamos arrepentido de corazón. Obviamente
pensamos que Dios, por ser Dios, debe perdonar siempre, porque Él es Bueno. Sin
embargo, si dependiera de nosotros, por justicia, deberíamos –aunque suene “duro” decirlo– alejarnos cada vez más Dios.
Cerrarnos a la posibilidad de la Vida Eterna. Dios nos perdona porque Él así lo
quiere. Dios es libre para perdonarnos o no. Estrictamente hablando el perdón
de Dios no es algo justo que merezcamos luego de nuestro arrepentimiento. Lo
justo a raíz de mi pecado es un castigo. Por eso, si Dios nos perdona, va más
allá de lo justo. Su perdón es un regalo, un don, que Él nos quiere
amorosamente conceder.
Pongamos un ejemplo para que se entienda más
claramente. Cuando compro un carro a plazos, firmo un contrato y me comprometo
a pagar puntualmente las cuotas en determinado día. Si un día decido no pagar
la cuota porque no tengo ganas, porque ya me cansé y decido arbitrariamente
incumplir el contrato, tengo por justicia que atenerme a las consecuencias del
contrato: el otro tiene todo el derecho a cobrarme una multa. Es su derecho. Es
algo justo. Aunque pueda decirle al cajero del banco: “mira
me levanté malgeniado, no sé qué me pasó y tomé una mala decisión, no seas
malito y no me cobres la multa. Estoy arrepentido y por lo tanto, me tienes que
perdonar la multa”. Cobrarme la multa no es algo malo, pues eso estaba
estipulado en el contrato. Es justo pagar las consecuencias de mis actos. Esa
justicia es buena, así no me guste, así yo desease que se me tratase distinto.
Pero Dios, en su infinito amor, no es así con
nosotros. Si dependiese de nosotros, por justicia no debiéramos recibir el
perdón. Deberíamos ser castigados por nuestros pecados. Recibir la “multa” por nuestros pecados. Pero Dios no es así
con nosotros.
El Antiguo Testamento para ayudarnos a entender
esta característica de Dios usa el vocablo hesed,
que significa: Dios es “profundamente Bueno”. Es
bueno porque es fiel a sí mismo y va más allá de lo justo. Más allá de nuestro
pecado e infidelidad, Dios que siempre es fiel a sí mismo, sale a nuestro
encuentro, nos busca y nos invita una y otra vez a la conversión. Por el amor
que nos tiene, nos perdona gratuitamente.
El hombre no lo merece, porque somos nosotros
mismos quien rechazamos a Dios. Es decir, o hago una opción consciente y
voluntaria por alejarme de Dios. Le “tocaría” a
Dios simplemente respetar esa decisión. Pero Dios que es “hesed”, bueno, misericordioso, fiel a sí mismo y
por esta fidelidad nos perdona. Es decir, no tendría ninguna razón para
hacerlo, pero sí lo hace. No porque lo merezcamos, sino porque Dios es fiel a
sí mismo. Por lo tanto su perdón es un don gratuito, que brota de su bondad,
como amor más fuerte que nuestra traición. «No lo
hago por vosotros, casa de Israel, sino más bien por el honor de mi nombre»
(Ez 36, 22). Son increíbles las palabras de San Pablo. (Rom 5, 20): “Dónde abunda el pecado, sobreabunda la gracia”.
(Rom 6, 23) dice: “Porque la paga del pecado es
muerte, más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”. Yo
no puedo enviar un regalo y más tarde enviarte la cuenta. Un regalo es algo
completamente gratuito.
El segundo vocablo, que en la terminología del
Antiguo Testamento sirve para definir la misericordia de Dios, es rah-mim. Este tiene un matiz distinto del hesed. Mientras hesed
pone en evidencia la fidelidad hacia sí mismo y de ser responsable del propio
amor (que son caracteres en cierto modo masculinos), rah-min,
ya en su raíz, denota el amor de la madre (rehem
significa regazo materno). Quiere explicar el amor de Dios como la unidad que
liga a la madre con el niño, por lo que brota una relación particular con él,
un amor particular. Se puede decir que este amor es totalmente gratuito, no
fruto de mérito, y que bajo este aspecto constituye una necesidad interior: es
una exigencia del corazón. La madre no le pone ninguna condición al amor que
tiene por el hijo de sus entrañas. Lo ama por el “simple”
hecho de ser su hijo. Es una variante casi «femenina»
de la fidelidad masculina a sí mismo, expresada en el hesed. “Rah-mim”
engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la
ternura, la paciencia y la comprensión, fundamentales para la disposición a
perdonar. Leemos en Isaías: «¿Puede acaso una mujer
olvidarse del hijo que amamanta, no compadecerse del hijo de sus entrañas?
Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría» (Is 49, 15). Este amor,
fiel e invencible gracias a la misteriosa fuerza de la maternidad, se expresa
en los textos bíblicos de diversos modos: ya sea como salvación de los
peligros, especialmente de los enemigos, ya sea también como perdón de los
pecados. Finalmente, en la prontitud para cumplir la promesa y la esperanza
(escatológicas), no obstante la infidelidad humana, como leemos en Oseas: «Yo curaré su rebeldía y los amaré generosamente» (Os
14, 5).
En el Nuevo Testamento vemos a Jesús, quien a lo
largo de su vida tuvo gestos elocuentes que nos muestran el corazón de Dios. Él
nos muestra ese amor y misericordia del Padre. Quién lo ve a Él, ve al Padre.
Por ejemplo, cuando está en casa de Simón (el fariseo). (Lc 7, 36-50) Ahí Jesús
es tocado por una pecadora pública que llora y moja sus pies, secándolos con
sus cabellos y perfumándoselos. Ella sabe que es pecadora y ve en Jesús a Dios
que es bueno y se compadece de los pecadores, perdonándolos. Sabe muy bien que
no merece su Perdón, pero lo suplica, haciendo todo lo posible para que Jesús
la perdone y pueda cambiar su vida, de la que siente vergüenza, y se
arrepiente. Jesús la ama, y con el cariño de siempre, la acoge, deja que lo
toque y la perdona. La perdona pues la ama. Por ese amor perdona sus pecados.
Hay muchos otros pasajes dónde vemos ese perdón gratuito de Jesús. El capítulo
15 del Evangelio de Lucas nos muestra elocuentemente como Jesús se preocupa por
nosotros pecadores. Un pastor que busca y perdona la oveja desobediente y
perdida; un hijo pródigo que regresa a la casa del Padre, quien hace una
fiesta, puesto que el hijo ya no está muerto, sino vivo. En esas dos parábolas
vemos como Dios, no solamente nos busca, sino que está todo el tiempo dispuesto
a perdonarnos. El hecho más evidente del amor que tiene Cristo por nosotros es
su entrega en la Cruz. Él, siendo de condición divina, se hace pecado por
nosotros en la cruz (Fil 2, 6ss). En esa nueva y eterna alianza tiene el hombre
el perdón definitivo de los pecados.








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