LA CONCEPCIÓN VIRGINAL DE CRISTO [1]
Sobre la virginidad de la
Madre de Dios en la concepción de Cristo, dogma de fe, que figura en el Símbolo
de los Apóstoles –«nació de Santa María Virgen»–, afirma
Santo Tomás: «Es absolutamente necesario confesar
que la madre de Cristo concibió de modo virginal» [2].
Según refieren Tertuliano [3]
y San Ireneo [4],
«se sostenía lo contrario en la herejía de los
ebionitas y en la de Cerinto». La razón es
porque tenían a Cristo por un puro hombre, y pensaban que nació de la unión de
ambos sexos».
Seguidamente da tres
argumentos sobre la conveniencia de la concepción virginal de Cristo. El primero: «Por
salvaguardar la dignidad del Padre que le envía. Al ser Cristo verdadero y
natural Hijo de Dios, no fue oportuno que tuviera otro padre más que Dios, a
fin de que la dignidad de Dios no fuese transferida a otro alguno».
Si el primero es por la
dignidad del Padre, el segundo es por la
dignidad del Hijo, porque: «fue conveniente por la
propia dignidad del mismo Hijo, que es enviado. Este Hijo es el Verbo de Dios» [5].
Debe tenerse en cuenta, como
había explicado Santo Tomás en la primera parte de la Suma teológica, que: «todo aquel que entiende,
por el solo hecho de entender, procede algo de dentro de él, que es la
concepción de la cosa entendida, que proviene de la fuerza intelectiva y del
conocimiento de la cosa. Esta concepción es la que se significa en la voz, y se
llama «verbo o palabra del corazón» al verbo
significado en la voz» [6].
El «verbo del corazón» es, por tanto, el concepto
o lo concebido interiormente por el entendimiento, pero expresado con la
palabra física. Con el verbo se manifiesta lo que las cosas son.
Precisa ahora que: «el verbo es concebido sin ninguna corrupción del
corazón» o del interior, porque es la expresión del mismo; es lo que
manifiesta lo concebido desde la interioridad. «No
sólo eso, sino que la corrupción del corazón no permite a la concepción de un
verbo perfecto». La imperfección de la concepción interior es comunicada
a su efecto, la palabra o el verbo del corazón.
Por consiguiente, concluye: «como el Verbo tomó la carne para que fuese carne del
Verbo de Dios, fue conveniente que fuera concebida sin corrupción alguna de la
Madre».
El tercer motivo es por la dignidad de la
humanidad de Cristo. La virginidad de María, en la concepción de Cristo: «fue
conveniente a la dignidad de la humanidad de Cristo, en la que no debió haber
sitio para el pecado, puesto que por medio de ella era quitado el pecado del
mundo, según lo que se lee en San Juan: «He aquí el
Cordero de Dios» es decir, el inocente, «que
quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), Pero no era posible que de una
naturaleza ya corrompida por la unión sexual naciese una carne exenta de la
contaminación del pecado original. Por eso, dice San Agustín en el libro El matrimonio y la concupiscencia: «allí solamente faltó el acto conyugal», a
saber, en el matrimonio de María y José, «porque no podía realizarse en la
carne del pecado, sino en la semejanza de la carne de pecado, aquel que habría
de ser sin pecado» (c. 12)» [7].
Por la verdad de la humanidad
de Cristo, podría objetarse: «Cristo fue de la
misma especie que los demás hombres, como se dice en la Escritura «se anonadó a
si mismo, tomado forma de siervo, hecho a semejanza de los hombres» (Flp
2, 7). Luego, siendo engendrados los otros hombres
mediante la unión del varón con la mujer, parece que Cristo tuvo que ser
engendrado de modo semejante. Y así, no parece que fuera concebido de madre
virgen» [8].
A ello, responde Santo Tomás: «así como la naturaleza está determinada a un efecto
natural, de igual manera está determinada respecto al modo de producirlo. Pero,
teniendo el poder divino sobrenatural capacidades infinitas, así como no está
determinado a un único efecto, tampoco lo está con relación al modo de producir
cualquier efecto. Y por eso, como el poder divino pudo hacer que el primer
hombre se formase «del limo de la tierra» (Gn 2, 7), así también pudo hacer que el cuerpo de Cristo se formase
de una virgen sin concurso de varón» [9].
El cuarto y último
motivo es por la
finalidad de la misma Encarnación, ya que ésta: «se
ordenó a que los hombres renaciesen como hijos de Dios «no de deseo de carne,
ni de deseo de hombre, sino de Dios» (Jn 1, 13), es decir del poder de
Dios. El modelo de este acontecimiento debió manifestarse en la misma
concepción de Cristo. Por lo que escribe San Agustín, en el libro La santa virginidad:
«Convenía que nuestra cabeza, por un extraordinario milagro, naciese de una
mujer físicamente Virgen, para significar que sus miembros habían de nacer
espiritualmente de la Iglesia virgen» (c. 6)» [10].
LA VIRGINIDAD DE LA
MADRE DE DIOS EN EL NACIMIENTO DE SU HIJO
Al igual que la concepción de
Cristo fue milagrosa y sobrenatural, lo mismo ocurrió al dar a luz la Virgen
María a su hijo. Su parto fue virginal, tal como se definió dogmáticamente en
el Concilio de Letrán del año 649 (can. 8)[11],
y cuyas doctrinas fueron aprobadas por el Concilio ecuménico de Constantinopla
III en el año 681. En el Concilio de Trento, el papa Pío IV, en la constitución
Cum quorundam, expresó la afirmación
de todos los anteriores concilios de la virginidad perpetua de la Santísima
Virgen de este modo: «permaneció siempre en la
integridad de la virginidad, a saber, antes del parto, en el parto y
perpetuamente después del parto» [12].
En el artículo siguiente,
Santo Tomás expone las razones de la conveniencia del parto virginal de la
Madre de Dios. Da tres, después de declarar que: «Sin
ninguna duda debemos asegurar que la Madre de Cristo, también en el parto, fue
virgen, pues el Profeta no sólo dice: «He aquí que la virgen concebirá», sino
que añade «y dará a luz un hijo». (Is, 7, 14)».
Si en el texto citado de Isaías se dice que «la
virgen concebirá en su seno y dará a luz un hijo» [13],
queda afirmado que será virgen en la concepción e igualmente en el parto.
La primera razón que da Santo Tomás de ello es
la siguiente: «porque esto convenía a la propiedad
del que nacía, que era el Verbo de Dios, pues el verbo no sólo es concebido por
la mente sin corrupción, sino que sin corrupción sale también de ella». El
concepto o verbo mental, al ser el significado de la palabra física, oral o
escrita, no afecta al cuerpo, al igual que tampoco lo hizo al ser concebido o
conocido.
Por consiguiente: «para que fuese manifiesto que aquel cuerpo era del mismo
Verbo de Dios, convino que naciese del seno incorrupto de una virgen. Por eso
se lee en un sermón del Concilio de Efeso: «La que da a luz pura carne pierde
la virginidad; más, cuando quien nace en la carne es el Verbo de Dios, el
propio Dios conserva la virginidad, demostrando con ello que es el Verbo de
Dios. Ni siquiera nuestro verbo corrompe nuestra mente al ser proferido o salir
de ella. Y Dios, Verbo substancial, que ha resuelto nacer, tampoco destruye la
virginidad» (p. III, c. 9)»,
En la segunda razón de la conveniencia del parto
virginal de María se dice que: «Era esto
conveniente por lo que toca al efecto de la encarnación de Cristo, pues,
habiendo venido Cristo para quitar nuestra corrupción, no era conveniente que,
al nacer, corrompiese la virginidad de la madre. Y así dice San Agustín, en un
sermón de la Natividad del Señor: «No era justo que con su venida
violase la integridad el que había venido a sanar lo que estaba corrompido» (Serm.
sup. 121, 3)».
Por último, la
tercera razón es que: «fue conveniente que no mermase el honor de la madre el
que había mandado honrar a los padres» [14].
Contra la conveniencia que la
Madre de Dios fuese virgen en el parto, se puede objetar que ello implica la
negación de la realidad del cuerpo humano de Cristo, porque: «no a un cuerpo verdadero, sino al fantástico, parece
convenir el que pueda pasar por lugar encerrado, siendo cierto que dos cuerpos
no pueden estar a la vez en el mismo lugar. Luego el cuerpo de Cristo no debió
salir del seno cerrado de su Madre» [15].
A ello responde el Aquinate: «Cristo quiso demostrar de tal modo la verdad de su
cuerpo, que a la vez se manifestase su divinidad. Por eso juntó lo sublime con
lo modesto. De donde, para manifestar la verdad de su cuerpo, nace de una
mujer, y para mostrar su divinidad, nace de una virgen. Dice San Ambrosio en el
Himno de Navidad que: «Tal nacimiento convenía a Dios» (Him, Ven
Redentor de los pueblos)» [16].
Otra objeción que parece
plausible es la siguiente: «Dice San Gregorio, en
la Homilía de la Octava de Pascua, que, por el hecho de haber entrado el
Señor después de su resurrección, con las puertas cerradas, donde estaban sus
discípulos, «mostró que su cuerpo era de la misma naturaleza, pero de condición
gloriosa» (Sobre el Evang., 2, hom. 26). Parece, pues, que el
pasar por sitio cerrado pertenece al cuerpo glorioso, porque dos cuerpos a la
vez no pueden estar en el mismo lugar. Pero el cuerpo de Cristo en su
concepción no era glorioso, sino pasible al tener una carne «semejante a la del pecado» (Rm, 8, 3). Luego no salió por el seno cerrado de la Virgen» [17].
Sobre esta dificultad, indica
Santo Tomás que: «dijeron algunos que Cristo en su
nacimiento había tomado la cualidad gloriosa de la sutileza, como cuando
caminaba sobre el mar sin mojarse los pies había tomado la cualidad gloriosa de
la agilidad». Sin embargo, no puede admitirse, porque: «tales dotes del cuerpo glorioso provienen de la
redundancia de la gloria del alma en el cuerpo». En cambio, «Cristo antes de la pasión permitió que su carne obrase y
padeciese lo que le es propio, ni entonces existía esa redundancia de la gloria
del alma en el cuerpo».
En consecuencia, debe decirse
que el entrar Cristo en una habitación cerradas sus puertas y su nacimiento:
«se hizo milagrosamente por el poder divino. Por esto dice San Agustín: «Las puertas cerradas no ofrecieron resistencia a la masa
del cuerpo en que moraba la divinidad. Pudo entrar cerradas las puertas el que
al nacer, dejó intacta la virginidad de la madre» (Com, a San Juan,
20, 19, 4). Y Dionisio dice que: «Cristo realizaba
lo que es propio del hombre con un poder sobrehumano, y esto lo demuestra la
Virgen concibiendo de modo sobrenatural y el agua movediza al sostener el peso
de unos pies terrenos» (Epist. 4, Ad Caium)» [18].
LA VIRGINIDAD
PERPETUA DE LA VIRGEN MARÍA
También en el canon citado del
Concilio de Letrán quedó definido dogmáticamente que «la
santa y siempre Virgen María» permaneció,
«aún después del parto, en su virginidad indisoluble» [19];
al igual que se hizo después en la constitución ya citada de Paulo IV. Ya en el
concilio ecuménico II de Constantinopla, del año 533, en sus cánones, se habla
de la «santa gloriosa madre de Dios y siempre
Virgen María» [20]
y de «la santa gloriosa siempre Virgen María
madre de Dios» [21].
Santo Tomás afirma
explícitamente que la Madre de Cristo «permaneció virgen después del parto».
Cita la interpretación de San Agustín, en uno de sus sermones, sobre las
palabras del profeta Ezequiel: «Está puerta estará
cerrada, y no se abrirá y no pasará por ella varón, porque el Señor Dios de
Israel ha entrado por ella» [22].
Dice el Santo en el mismo: «¿Qué significa esa
puerta cerrada en la casa del Señor, sino que María será siempre intacta? ¿Y qué
quiere decir el hombre no pasará por ella, sino que José no la conocerá? ¿Y que
indica el que sólo el Señor entra y sale por ella, sino que el Espíritu Santo
la fecundará, y que el Señor de los ángeles nacerá de ella? ¿Y que significa
que estará eternamente cerrada, sino que María es virgen antes del parto, en el
parto y después del parto?» [23].
Afirma Santo Tomás que: «es absolutamente necesario afirmar que la Madre de Dios,
como concibió y dio a luz siendo virgen, así permaneció virgen para siempre
después del parto». Convenía que fuera así, porque el negarlo supone un «error» que hay que «detestar».
En primer lugar: «porque eso
rebaja la perfección de Cristo, quien, como según la naturaleza divina es el
«Unigénito del Padre» (cf. Jn 1, 4) e «Hijo» suyo
totalmente «perfecto» (Cf. Heb 7, 28), así
también convino que fuese unigénito de la madre, como hijo suyo perfectísimo».
En segundo lugar, porque: «este error injuria al Espíritu Santo, cuyo sagrario fue
el seno virginal, en el que formó el cuerpo de Cristo; por lo que no resultaba
decoroso que fuera en adelante violado por la unión carnal».
En tercer lugar, porque «va en detrimento de la dignidad y de la santidad de la
Madre de Dios, que daría la impresión de una total ingratitud si no se
contentase con un Hijo tan excepcional, y si quisiese perder espontáneamente,
mediante la unión carnal, la virginidad que milagrosamente había sido
conservada en ella».
Por último, en
cuarto lugar, porque: «el propio San José caería en una suprema presunción en
caso de intentar contaminar a aquella cuya concepción por obra del Espíritu Santo
había conocido él mediante la revelación de un ángel» [24].
EL VOTO DE LA SANTÍSIMA
VIRGEN Y SAN JOSÉ
Sobre el voto de perpetua
virginidad de la Virgen María, San Agustín dice estas palabras, que sintetizan
la opinión común de toda la tradición: «Eres
virgen, eres santa, has hecho un voto» [25].
Argumenta que: «Es lo que indican sus palabras con
que María replicó al ángel, que le anunciaba que concebiría en su seno: «Como
-dice- acontecerá esto, si no conozco varón» (Lc 1, 34), Palabras que
ciertamente no hubiera pronunciado si no hubiese consagrado con anterioridad su
virginidad a Dios» [26].
Además de aceptar este argumento
basado en la Sagrada Escritura, Santo Tomás da este: «las
obras de perfección son más dignas de alabanza si se hacen en virtud de un
voto. Pero la virginidad debió estar en gran aprecio principalmente en la Madre
de Dios por las razones dadas anteriormente. Y por eso fue conveniente que su
virginidad estuviera consagrada a Dios por medio de un voto» 27].
El voto de virginidad lo debió
hacer juntamente con San José. De manera que: «no
lo hizo antes de desposarse con San José. Un vez que se produjo el desposorio,
hicieron ambos voto de virginidad de mutuo acuerdo» [28].
La razón que da Santo Tomás es
la siguiente: «En la Antigua Ley era preciso que
así los hombres como las mujeres atendiesen a la generación, pues el culto
divino se propagaba por la generación carnal, hasta que Cristo naciese de aquel
pueblo. No es creíble, por tanto, que la Madre de Dios hubiera hecho un voto
absoluto de de virginidad antes de desposarse con San José. Y aunque lo
deseara, se encomendaba sobre ello a la voluntad divina. Más una vez que
recibió esposo, según las costumbres de aquel tiempo lo exigían, junto con el
esposo hizo voto de virginidad» [29].
Precisa Santo Tomás sobre este
voto que, en primer lugar: «como parecía contrario
a la Ley no procurar dejar descendencia sobre la tierra, por eso la madre de
Dios no hizo el voto absoluto, sino condicionado, si a Dios placía». En
segundo lugar, que: «luego que conoció que era a
Dios agradable, hizo el voto absoluto, y esto antes de la anunciación del
ángel» [30].
No obstante, como nota Royo
Marín: «Si el ángel le hubiese manifestado de parte
de Dios que el modo de la concepción de Cristo había de ser el normal en un
matrimonio –lo cual implicaría la dispensa de su voto por parte de Dios–, la
Virgen hubiera acatado esta divina voluntad pronunciando su sublime «He aquí la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38)» [31].
Al reflexionar sobre las dos
virginidades del «matrimonio espiritual» de la
Santísima Virgen y San José, se preguntaba Bossuet sobre la «unión de la
divinidad con la carne», que se da en la Encarnación del Hijo de Dios; «¿no parece que hay demasiada desproporción entre la
corrupción de nuestros cuerpos y la belleza inmortal de este espíritu puro y en
consecuencia que no es posible unir naturalezas tan distintas?» [32].
Así se explica que, en este
misterio: «la santa virginidad se pone entre dos,
para acercarlos por su mediación. Y en efecto, observamos que la luz si cae
sobre cuerpos opacos, nunca los puede penetrar, porque su obscuridad la
rechaza, parece, al contrario, que se retira, reflejando sus rayos; pero al
encontrar un cuerpo transparente, lo penetra, se le une, porque encuentra allí
el esplendor y la transparencia que se acerca a su naturaleza y tiene algo de
la luz. De este modo (…), podemos decir que la divinidad del Verbo eterno
queriendo unirse a un cuerpo mortal, pedía la bienaventurada mediación de la
santa virginidad, la cual teniendo algo de espiritual, ha podido de cierta
manera preparar la unión de la carne con el espíritu.
Eudaldo Forment
[1] La imagen es de la pintura El nacimiento de la
Virgen (1660), obra de Murillo (1617-1682).
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III,
q. 28, a. 1, in c.
[3] Véase: Tertuliano, Libro de la Carne de Cristo,
c. 14
[4] Véase: San Ireneo, Contra las herejías,
III, c.21.
[5] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III,
q. 28, a. 1, in c.
[6] Ibíd., I, q. 27, a. 1, in c.
[7] Ibíd., III, q. 28, a. 1, in c.
[8] Ibíd., III, q. 28, a. 1, ob. 4.
[9] Ibíd., III, q. 28, a. 1, ad 4.
[10] Ibíd., III,
q. 28, a. 1, in c.
[11] Dz 256.
[12] Dz 993.
[13] Is 7, 14.
[14] Santo Tomás de
Aquino, Suma teológica, III, q. 28, a. 2, in c.
[15] Ibíd., III, q.
28, a. 2, ob. 2.
[16] Ibíd., III,
q. 28, a. 2, ad 2.
[17] Ibíd., III, q.
28, a. 2, ob. 3.
[18] Ibíd., III,
q. 28, a. 2, ad 3.
[19] Dz 256,
[20] Dz 214.
[21] Dz 218.
[22] Ez 44, 2.
[23] San Agustín, Serm.
sup., 195.
[24] Santo Tomás de
Aquino, Suma teológica, III, q. 28. a. 3, in c.
[25] SAN AGUSTÍN, Sermones,
En el natalicio de San Juan Bautista, 291, 6
[26] ÍDEM, La
santa virginidad, c. IV, 4.
[27] Santo Tomás de
Aquino, Suma teológica, III, q. 28, a. 4, in c.
[28] Ibíd.,, III,
q. 28, a. 4, ad 3.
[29] Ibíd., III,
q. 28, a. 4, in c.
[30] Ibíd., III,
q. 28, a. 4, ad 1,
[31] Antonio Royo
Marín, O.P., La Virgen María, Madrid, BAC 1968, p.90.
[32] Jacques-Benigne
Bossuet, Panégirique de Saint Joseph, (Depositum custodi), en Oeuvres
de Bossuet, Versalles, J.A. Lebel, 1816, vol. XVI, pp. 80-115,
p. 89.
[33] Ibíd., pp.
89-90.
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