¿Hasta qué punto vale la pena ser fieles a Cristo cuando luego uno puede quedar abandonado a su suerte, como un soñador derrotado?
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Hay ocasiones en las que ser fiel al Evangelio
implica el riesgo de un fracaso en la familia, en el trabajo, en la vida
social. ¿Qué hacer, entonces?
La pregunta se presenta continuamente en los corazones de muchos católicos. Un
empresario sabe que tiene que pagar buenos salarios, pero que así puede perder
la competividad y llegar a la quiebra. Un esposo o una esposa sabe que no debe
usar anticonceptivos, pero la otra parte le amenaza con la expulsión del hogar
o con el divorcio. Un farmacéutico sabe que no debe vender pastillas que
implican un uso contrario a la moral católica, pero si no las vende quedará
aislado en el mercado y terminará por cerrar la farmacia. Un distribuidor de
libros sabe que no es correcto favorecer la venta de libros contrarios a la
doctrina católica, pero si actúa así se arriesga al fracaso.
Las situaciones son infinitas. En el fondo de las mismas se esconde la pregunta
inicial: ¿qué hacer, cómo actuar? ¿Hasta qué punto
vale la pena ser fieles a Cristo cuando luego uno puede quedar abandonado a su
suerte, como un soñador derrotado?
Plantear así la cuestión implica un error de perspectivas. Porque con este tipo
de preguntas parece que la alternativa está entre ser fieles a Cristo y ser
prácticos y realistas. En otras palabras, Cristo queda puesto como un obstáculo
a la -
porque uno llega a pensar que lo que Cristo pide sería "peligroso":
seguirle implica dar un salto en el vacío que puede llevar al fracaso.
En realidad, quien conoce de verdad a Cristo, quien sabe lo que Él ha hecho por
uno mismo y por todos los hombres, quien aprecia el cielo como la meta
auténtica de toda existencia humana, quien siente en su corazón el abrazo de la
misericordia, quien vive a fondo la fe y la esperanza, no puede tener miedo.
Cristo es, para el que cree en serio, lo más importante. Más importante que su
puesto de trabajo, que su vida matrimonial, que sus seguridades humanas, que su
dinero, que su salud.
Es fácil decirlo y parece muy difícil vivir de esta manera. Pero quien ama de
veras, y amamos de veras cuando nos sentimos muy amados por un Dios bueno, es
capaz de eso y de mucho más.
Los mártires son, en ese sentido, un ejemplo luminoso: están dispuestos a
perder la propia vida en manos de perseguidores asesinos antes que renunciar a
Cristo. Han vivido la coherencia heroica del cristiano.
La vida de tantos mártires, hombres y mujeres, sirve de luz para la vida de
todo bautizado. Su testimonio es la consecuencia de quien sabe lo que podemos
leer en uno de los textos más hermosos de quien lo dejó todo por Cristo, Pablo
de Tarso:
"¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?,
¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Como
dice la Escritura: ´Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como
ovejas destinadas al matadero´. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a
aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los
ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la
altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8,35-39).
Después de dos mil años, podemos decir, desde una experiencia que salva, que ni
los impuestos, ni las amenazas, ni el paro, ni las ideas dominantes son
suficientes para hacer que nos apartemos de quien nos ha dado su Cuerpo y su
Sangre para salvarnos, de quien nos invitó a ser, para siempre, sus amigos.
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