Murió
en el convento de los religiosos menores de París un religioso apellidado
"el angélico" por su vida angelical.
Había en
el convento un maestro de Teología que había sido su gran confidente, y aunque
conocía la obligación que tenía cada sacerdote de celebrar tres misas por el
alma de cada difunto de la misma religión, sin embargo dejaron de ofrecerlas al
angélico, creyendo que por la alta perfección a que llegó en la tierra,
estuviera ya en el cielo.
¡Pero
qué erróneos son los juicios de los hombres!
Aquel
religioso que se creía tan perfecto cayó en el Purgatorio, donde esperando en
vano los acostumbrados sufragios de su amigo, de quien se los prometía aún mayores,
se le apareció una noche quejándose amargamente de tal descuido entre los más
acerbos dolores; de lo que asombrado el Padre maestro quiso excusarse diciendo
que no había pensado jamás que un alma de una perfección tan sublime hubiese
necesitado refinarse en el fuego del Purgatorio.
Pero el
religioso le dijo:
"No se puede comprender humanamente cuán rigurosos son los juicios
de Dios y cuán severamente castiga cualquier defecto, y por su misericordia,
emplea toda la fuerza de su omnipotencia para purificar a las almas y hacerlas
dignas del Paraíso".
A cuyas
palabras, arrepentido el Teólogo de su negligencia, ofreció en los tres
siguientes días la Eucaristía en sufragio de aquella alma con tanta devoción, que
consiguió librarla del Purgatorio.
Esto nos
enseña que no debemos nunca descuidar las oraciones y Misas para nuestros
difuntos aunque a nuestra vista hayan llevado una vida santa, pues sólo Dios
conoce nuestros corazones.
(Extraído del Libro
"Almas del Purgatorio" por Fray Jose Mach)
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