¿Qué es la cosa más grande que un papá puede dar a sus hijos?
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
“Mi padre es grande, grande
de verdad, cada vez que se convierte nuevamente en un niño”. Así
cantaba un coro infantil en un festival no hace mucho tiempo. Y es que dentro
de cada padre, de cada madre, se esconde siempre el haber sido un niño. A veces
sale a la luz este “niño escondido”. Otras
veces ese niño permanece oculto, invisible, pero no por eso deja de estar allí.
¿Qué significa que un padre “se convierte en un niño”? La
pregunta implica responder a otra pregunta: ¿qué
significa ser niño? El niño es siempre explosión de vida, de alegría, de
aprendizaje, de juego, de iniciativa, de sorpresas, de lágrimas que desaparecen
pronto o de alegrías más o menos estables. El niño es cariño, aunque a veces
también algo de egoísmo. El niño es observación, curiosidad, búsqueda. El niño
es inquietud incontenible, actividad incansable, movimiento extenuante...
De nuevo, la pregunta: ¿cómo debería ser un papá
que se convierte en niño? Pues está claro: debería
ser capaz de dejar el traje que lo aprisiona, los asuntos importantes que lo
tienen siempre ocupado, las prisas por cumplir toda una serie de requisitos... Dejar
de lado tantas cosas para sentarse en el suelo y jugar, con un coche en
miniaturas, a carreras con su hijo, o a doctor de las muñecas de la hija, o a
veterinario de las tortugas del más pequeño...
Para muchos la idea de que uno ha llegado a adulto es sinónimo de estabilidad,
de algo de aburrimiento, de monotonía. No hay tiempo para convertirse en un
niño, si es que a veces no se cae en el triste peligro de no tener ni tiempo
para estar con los hijos... Hay niños que sólo ven a sus padres en la noche,
antes de acostarse, y, por las prisas y los cansancios de la jornada, apenas si
hay tiempo para un saludo y un “hasta mañana”.
El fin de semana, quizá, los padres están algo de tiempo en casa, pero es el
momento en que los chicos salen fuera con los amigos, o van a un club, o
simplemente quedan pegados al aparato de la televisión o a un juego electrónico
para no molestar a los papás.
Sin embargo, ¡qué bonita es la familia en la que tanto papá como mamá dedican
lo mejor de su tiempo a sus hijos! Hoy es papá quien coge una novela y la lee a
quien, con sus pocos años, empieza a pelearse con las letras. Mañana es mamá
quien juega a la niñera con la hija pequeña, y las dos peinan juntas a la
muñeca favorita. Pasado mañana son los dos, papá y mamá, que acompañan a los
pequeños a cazar mariposas, perseguir lagartijas o tirar piedras a la
superficie de un estanque... Y cada día, al caer la noche, pequeños y grandes
saben rezar juntos, como si todos fuesen igualmente niños e igualmente grandes,
oraciones sencillas y cariñosas como el “Jesusito
de mi vida” o el “Dulce Madre...”
Los padres, ciertamente, tienen que ganar el pan para sus hijos. Hacen bien en
trabajar y luchar para que los niños puedan tener lo mejor. En ese esfuerzo por
ayudarles también hay que encontrar maneras para compartir cariño (que es la
cosa más grande que un papá puede dar a sus hijos). El niño será más feliz con
un papá y una mamá que juegan con él al escondite que con un costoso juego
electrónico que usa sin que nadie disfrute de sus victorias.
Sí: los padres son grandes cuando se hacen como
niños. Es entonces cuando también los niños aprenden que es posible ser
grandes dando todo el cariño y las energías a los demás. ¿No es esta la mejor educación que podemos ofrecer a
nuestros hijos?
Este artículo es parte del libro "La vida como
don. Reflexiones humanas y cristianas para un milenio que inicia" de
Fernando Pascual
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