JUICIO FINAL. LA RESURRECCIÓN
La muerte es una
separación del cuerpo y del espíritu por desfallecimiento de aquél. Durante la
vida temporal, el hombre debe prepararse para la eterna.
Por: Arbil | Fuente: Catholic.net
El cristianismo, una
religión de milagros y de misterios.
Hay dos errores gravísimos: el de instalarse cómodamente en la vida del tiempo,
haciendo del camino fin y de lo provisional definitivo, comprometiendo así
gravemente la vida en la eternidad; y el obsesionarse hasta la obnubilación con
la vida eterna, de tal modo que, en un quietismo antivitalista, olvidemos que
es aquí, en la vida temporal, donde hemos de definirnos para aquélla.
Es en el tiempo donde nos definimos para la salvación o la condenación eternas.
Y es al fin del tiempo cuando ha de producirse el examen individual sobre el amor,
es decir, sobre las obras, porque obras son amores y no buenas razones.
El milagro prueba el señorío de Dios sobre el orden de la naturaleza por El
creado, que rompe o interrumpe.
El misterio prueba el señorío de Dios sobre la Verdad, que, sin dejar de serlo,
el hombre, por sí solo, no puede ver en muchas de sus parcelas, necesitando que
Él se las revele.
Centrando nuestra atención en lo mistérico, para percibir y percatarse de la
Verdad que oculta, hace falta, con la Revelación, una fuente de conocimiento
más alto que la de los sentidos, y aún más alto que la que nos proporciona la
razón. Esa fuente más elevada de conocimiento se llama la fe.
Si la luz de Dios -Lumen Dei- permite al
bienaventurado contemplar intuitivamente, hacienda innecesaria la luz de los
sentidos, la luz de la razón y la luz de la fe el hombre, en tanto esa
bienaventuranza no llegue, aquí, en el tiempo y en el espacio, necesita para su
andadura correcta, para no tropezar o para rehacerse del tropiezo, alumbrarse
con la llama triple de los sentidos, de la razón y de la fe.
También el cristianismo, por ser mistérico, aunque parezca contradictorio no lo
es, porque lo contradictorio no puede concordarse, mientras que lo paradójico
explica y concuerda en su contexto lo que, en principio, es decir, a primera
vista, se presenta como discordante, inconciliable y antinómico.
Hay, así , paradoja y no contradicción en frases conocidas como éstas: "los últimos serán los primeros", "el que
se humilla será ensalzado"·, "mi paz os dejo, pero he venido a traer
la guerra", "dichosos los que padecen", "el que quiera
salvar su vida la perderá,...."
La suprema paradoja -y no contradicción, como veremos- no está en unas
palabras, sino en un hecho clave. Cristo, Maestro de la Verdad, dice de Sí mismo: «Yo soy la Vida»;
y sin embargo, la Vida encarnada muere en la Cruz.
A este hecho clave hemos de llegar si con la luz de los sentidos, de la razón y
de la fe, nos acercamos a la vida y a la muerte, como problema esencial de todo
hombre; y, como un derivado, al derecho a vivir de coda hombre en su etapa
histórica en la que vosotros y yo nos encontramos.
La muerte, como destrucción orgánica, es un fenómeno psicosomático, que
transforma el cuerpo animado en cadáver, al estar desprovisto de animación. Un cadáver,
durante algunas horas, como por inercia, mantiene la configuración corporal; y
hay cadáveres que, artificialmente -embalsamamiento y momificación- o
sobrenaturalmente -cadáveres incorruptos de algunos santos-, la conservan por
tiempo indefinido. Pero, en cualquiera de los casos, allí no hay cuerpos, sino
cadáveres.
Pero la muerte, en el hombre, es algo más que un fenómeno psicosomático, que
puede homologarse con la muerte de otros seres vivos creados. la muerte en el
hombre es un fenómeno metafísico, sobrevenido porque el hombre, siendo
naturaleza creada, es sobrenaturaleza. El hombre, enmarcado en, y fruto de la
tarea creadora genesíaca, aparece como un ser sobrenatural en un doble sentido:
por una parte, se le proclama rey de la creación,
destinado a dominarla -por lo que está sobre ella-, y por otra, el aliento de
vida que le da el ser es un aliento divino eternizante y, por ello
cualitativamente distinto e infinitamente superior al del resto de todo lo
creado.
El hombre, criatura-eternizada, no fue, ni siquiera originariamente, criatura
glorificada, pero el aliento divino de vida, que al espiritualizarle lo
eternizó, hizo tránsito a su envoltura corporal, que de suyo, de por sí,
hubiera estado sujeta a la muerte. El hombre del paraíso era un hombre
inmortalizado. la muerte en el hombre es un acontecimiento metafísico
sobrevenido. la muerte de la carne es el fruto de la desobediencia de su
espíritu libre, el Haftuag que dirían los alemanes, la responsabilidad hecha
castigo por la Schuld, es decir, por la culpa.
Por eso, yo acojo con ironía el esfuerzo de algunos defensores, incluso en el
campo católico, de la teoría de la evolución, con su lista más o menos
imaginaria de los antropoides intermedios. Para mí, lo que teológica e
históricamente se ha producido en la humanidad es, en cierto modo, una
involución, una degradación, un retroceso. No es que el antropoide, en un
momento y en un lugar indeterminados, se haya convertido en hombre, con la
posición erecta -bípedo implume- y el ensanchamiento de su ángulo facial, sino
que el hombre inmortalizado, con inteligencia diáfana y voluntad firme, al
rebelar libremente su espíritu contra Dios, privó a su alma, no de su
eternización -porque el espíritu no perece-, pero Si de su glorificación, y a
la carne de su inmortalidad. Reducida la carne a sí misma, inutilizada por el
pecado la fuerza inmortalizante del espíritu, el cuerpo del hombre quedó
aprisionado por el deterioro y el desfallecimiento de la naturaleza creada que,
en principio, iba a dominar. Por el pecado, la naturaleza le dominó y sometió
la carne -sólo naturaleza de por sí- a su propia ley de finitud.
A luz de la fe proyectada sobre la muerte del hombre, sobre su reencuentro con
la tierra, de cuyo barro se formó su carne, sobre la reconversión en polvo de
lo que no era más que polvo, nos conduce desde la promesa del Paraíso que se
perdió al cumplimiento histórico y metahistórico de la misma promesa. El
vástago de José anunciado en el Génesis, próximo para Isaías, recordado en el
Adviento que acaba de comenzar, vine a destruir el pecado y con el pecado su
fruto, que es la muerte.
Esa victoria la consigue la Vida encarnada muriendo, y muriendo en la Cruz. A
partir de ese instante, la muerte cobra, con significado distinto, otra
valencia sobrenatural. No deja de ser un fenómeno psicosomático, no deja de ser
salario del pecado, no deja de ser guadaña segadora, pero es, al mismo tiempo,
para el hombre en gracia, que ha escondido su vida en Cristo y muere en El y
con El, llave del Paraíso y janua coeli, puerta del cielo. Pero hay algo más.
En el Símbolo de la Fe decimos que "creemos en
la resurrección de los muertos",
la conversión de la guadaña en llave del muro que cierra en pórtico que se
abre, es una realidad esperanzada para el cuerpo, que recobrará su
incorruptibilidad y será inmortalizado y glorificado. Cuando se consume la
victoria sobre la muerte, victoria que tuvo su principio y tiene su garantía en
Cristo resucitado, con los ojos del cuerpo, que ahora no pueden ver a Dios,
traspasados por el lumen gloriae, se podrá contemplar en Dios lo que Él ha preparado para el gozo del hombre.
Todo esto nos lleva a lo que podríamos llamar una nueva visión de la muerte, de
la vida y del status viatoris que discurre desde que la vida temporal se inicia
hasta que la vida temporal concluye.
Nueva visión de la muerte: Aunque la muerte en el hombre no deje de ser la obra
del Maligno, que por odio a la vida la introdujo en la humanidad; aunque la
muerte vaya despertando como vivencia acosadora conforme transcurren los años y
se advierta su cercanía; aunque la vivencia de la muerte produzca pánico, por
lo que pueda implicar de dolorosa y de tránsito a lo desconocido, repugnancia
por instinto de conservación, rebeldía ante lo que puede interpretarse como
inhumano, tristeza amarga como frustración del ser, resignación estoica ante la
imposibilidad de evitarla, todo ello en el cristianismo es superable, porque su
visión de la muerte, sin ignorar esas reacciones, las supera.
Para el cristiano, que mira la muerte no sólo con la luz de los sentidos y de
la razón, sino con la luz de la fe, la muerte no aniquila el ser. La muerte es
una separación, una despedida del cuerpo y del espíritu por desfallecimiento de
aquél. La despedida no es para siempre. No es un adiós, sino un hasta luego. Lo
tremendo del hombre no es que muera de verdad, sino que, aun deteriorándose y
pulverizándose el cuerpo, el hombre -su yo personal identificante- no muere
nunca.
Nueva visión de la vida: la vida del hombre es
lineal, pero ascendente. En ella hay, no uno, sino dos alumbramientos; y
ambos son dolorosos, porque la redención del hombre y la vida histórica del
hombre están signadas por el dolor. El primer alumbramiento es el parto. Por el
parto, el hombre ve la luz del mundo. Por el parto se da a luz en el tiempo; y
la separación del claustro materno es dolorosa para la madre y para el hijo; y
dolorosa hasta el derramamiento de sangre. Por el segundo alumbramiento, se
pasa a la luz de la eternidad. Este nuevo dar a luz es también separación dolorosa,
porque hay dolor en el cuerpo, que siente su desanimación progresiva, y en el
alma, que, al irse desprendiendo de la nebulosa de los sentidos, con todas sus
potencias en vigor, tiene conciencia nítida del desgarro. El dolor de este
alumbramiento es más profundo que el del primero, porque incide en la más
íntima radicalidad del ser. De alguna manera podría recordarlo la separación de
la uña de la carne, a que se refería doña Jimena al separarse del Cid, o la
frase de Antonio Rivera, nuestro "Angel del Alcázar":
«¡Me estoy muriendo!»
Ahora bien; si la muerte es otro alumbramiento, como el del trigo que se pudre
para hacerse espiga, o el gusano de seda que, luego de hacer su capullo, lo
rompe y, alado, se hace mariposa, o el del hierro que, en la fragua, incandescente
y cincelado y forjado, se convierte en obra de arte, la muerte no es una
pérdida, sino una ganancia, como dice San Pablo, y todas aquellas reacciones,
pánico, repugnancia, rebeldía resignación, se hacen deseo. Nadie como Teresa de
Jesús manifiesta ese deseo, no de morir como huida, como olvido o como
descanso, sino como anhelo de usar la llave y de abrir la puerta de la Vida, de
morir precisamente para vivir. El desasosiego de morir por no morir florece en
los versos famosos: "Y en tal alto Vida
espero, que muero porque no muero."
Nueva visión del status viatoris: En el aquí y
ahora de la primera etapa vital, el hombre, a la luz de la fe, no contempla lo
que ha de sucederle como una prolongación sino dio de aquélla; como un estirón
sin final del tiempo; como un tiempo con prórroga interminable. El
tiempo de la eternidad ya no es tiempo. Y el parto segundo de la muerte no es
una prolongación longitudinal, sino una ascensión cualitativa.
En el itinere histórico el hombre transcurre en él ahora-tiempo, y, como señala
Zubiri, desde un instante hacia un algo. El «ahora temporal» navega sobre el «siempre eterno»; y ese ahora comprende para el
hombre desde su concepción hacia y hasta su muerte corporal. En ese ahora, el
hombre se va configurando, conformando, definiendo y haciéndose definitivo, de
tal forma que configurado, conformado y definido, es decir, consumado
definitivamente, llega con su alma, al morir el cuerpo, a la eternidad.
La Parusía, que es la exaltación jubilosa, del triunfo final de Cristo, supone
la absorción del tiempo por la eternidad, la inmortalidad gloriosa del cuerpo
humane y la transformación de la naturaleza en una tierra y en un cielo nuevos.
Siendo esto así, para un cristiano la etapa histórica de su vida es una
preparación y una provisionalidad. Durante ella ha de procurar ir definiéndose,
es decir, preparándose y equipándose para la eterna. El ahora ha de estar en
función del siempre, y el camino y el quehacer del camino han de concebirse en
función de la meta.
Caben aquí, sin embargo, dos errores gravísimos: el de instalarse cómodamente
en la vida del tiempo, haciendo del camino fin y de lo provisional definitivo,
comprometiendo así gravemente la vida en la eternidad; y el obsesionarse hasta
la obnubilación con la vida eterna, de tal modo que, en un quietismo
antivitalista, olvidemos que es aquí, en la vida temporal, donde hemos de
definirnos para aquélla.
Es en el tiempo donde nos definimos para la salvación o la condenación eternas.
Y es al fin del tiempo cuando ha de producirse el examen individual sobre el
amor, es decir, sobre las obras, porque obras son amores y no buenas razones.
Con esta perspectiva, debemos asomarnos a la cuestión actualísima como ninguna
de la muerte y de la vida temporales. Una y otra se contemplan desde la luz de
los sentidos y de la razón, pero, sobre todo, a la luz de la Verdad revelada y,
por tanto, de la fe: la fe objetiva, como haz de
verdades, y la fe subjetiva, como virtud teologal.
La vida y la muerte temporales, en función de la Vida o de la muerte eternas,
se contorsionan en la ley, en las costumbres y en la conciencia individual y
colectiva. Ahí donde la vida está amenazada, allí el cristiano ha de comparecer
para dar testimonio de la verdad, aunque el testimonio conlleve persecución y
sacrificio.
B.P.L.
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