Hay una ley natural
y esta ¡nos hace libres!
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
No sería de extrañar
que muchas veces hayas escuchado la palabra ley y la palabra libertad. Tengo
suficientes elementos para temer que no te hayan presentado ni de una ni de
otra el verdadero concepto.
Hoy en día se exalta mucho la libertad, sin hacer las aclaraciones que
corresponden; y no se habla de la ley sino en un sentido empobrecido; y
probablemente la mayoría de nuestros contemporáneos se formen una idea de estos
dos conceptos como el de dos pugilistas que se dan tortazos sobre el ring de
nuestra conciencia. Si yo quiero ser libre, la ley me frena; si intento imponer
la ley, confino mi libertad o la de mis semejantes. Con una idea así no tendrán
mucho futuro los que quieran hablarme de los mandamientos de Dios. ¡Y qué pensarás de mí si te vengo a decir que los
mandamientos de Dios te liberan y te abren horizontes desconocidos! ¿Me
creerás o pensarás que hablo como un cura que viene a imponerte mojigaterías?
Y sin embargo, quisiera llamar tu atención sobre este punto, porque si no
comprendes la potencia liberadora de los mandamientos y de la ley (natural y divina)
te aseguro que no te están desatando ninguna cadena sino que te están robando
las piernas con las que camina tu verdadera libertad.
Antes de proseguir, quiero aclarar un punto para que no nos confundamos.
Hablaré indistintamente (para simplificar las cosas) de los mandamientos de
Dios (o decálogo, o sea diez
palabras o leyes) y de la ley natural, como si fueran la misma cosa.
No lo son, pero coinciden sustancialmente. La ley natural es la ley que está
grabada en nuestro corazón, desde el momento en que hemos sido creados (todo
ser la lleva grabada en su naturaleza). El decálogo ha sido revelado por Dios
en varias oportunidades; la más solemne fue la revelación de Dios a Moisés
sobre el monte Sinaí; pero más veces aún lo repite nuestro Señor en los
Evangelios. En realidad el decálogo es una expresión privilegiada de la “ley natural”. Como la sustancia de los
mandamientos pertenece a la ley natural, se puede decir que, si bien han sido
revelados, son realmente cognoscibles por nuestra razón, y, al revelarlos, Dios
no hizo otra cosa que recordarlos (añadiendo indudablemente algunas precisiones
o aplicaciones estrictamente reveladas). San Ireneo de Lyon decía: “Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de
los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con
recordárselos. Esto fue el Decálogo” [1]. La humanidad pecadora necesitaba
esta revelación; lo dice San Buenaventura: “En el
estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo
resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la luz de la razón y de la
desviación de la voluntad” [2]. Por esto, conocemos los mandamientos de la ley de Dios
por la revelación divina que nos es propuesta en la Iglesia, y por la voz de la
conciencia moral.
Si comparamos los Diez Mandamientos de la Ley Antigua, los de la Ley de Cristo
y la ley natural veríamos esta correlación:
Deuteronomio 5, 6-21
|
Ley de Cristo
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Ley Natural
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Yo soy el Señor, tu
Dios, que te ha sacado de Egipto, de la servidumbre. No habrá para ti otros
dioses delante de mi…
|
Amarás al Señor tu
Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (Mt 22,7).
Está escrito: Al
Señor tu Dios adorarás, sólo a Él darás culto (Mt 4,10).
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Amarás a Dios sobre todas las cosas.
|
No tomarás en falso
el nombre del Señor tu Dios…
|
Se dijo a los
antiguos: ‘No perjurarás’… Pues yo os digo que no juréis en modo alguno (Mt
5.33-34).
|
No tomarás el nombre
de Dios en vano.
|
Guardarás el día del
sábado para santificarlo.
|
El sábado ha sido
instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el
Hijo del hombre también es Señor del sábado (Mc 2,27-28).
|
Santificarás las
fiestas.
|
Honra a tu padre y a
tu madre.
|
Moisés ha dicho:
Honra a tu padre y a tu madre, y el que maldiga a su padre o a su madre es
reo de muerte (Mc 7,10).
|
Honrarás a tu padre y
a tu madre.
|
No matarás.
|
Habéis oído que se
dijo a los antepasados: ‘No matarás’; y aquel que mate será reo ante el
tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano,
será reo ante el tribunal (Mt 5,21-22).
|
No matarás.
|
No cometerás
adulterio.
|
Habéis oído que se
dijo: ‘No cometerás adulterio’. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer
deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5,27-28).
|
No cometerás actos
impuros.
|
No robarás.
|
No robarás (Mt
19,18).
|
No robarás.
|
No dirás testimonio falso
contra tu Prójimo
Se dijo a los antepasados:
No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos ni mentirás
(Mt
5,33) No dirás falso testimonio
No desearás la mujer
de tu prójimo.
|
El que mira a una
mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5,28).
|
No consentirás pensamientos
ni deseos impuros.
|
No codiciarás… nada
que sea de tu Prójimo.
|
Donde está tu tesoro
allí estará tu corazón (Mt 6,21).
|
No codiciarás los
bienes ajenos.
|
Como vemos, los preceptos contenidos en la ley natural, que todo hombre puede
descubrir con su inteligencia, han sido también revelados por Dios en el
Antiguo Testamento y en el Nuevo. Y, como explicaremos a continuación, la ley
natural proviene de Dios y es en tal sentido “divina”,
por eso hablaremos indistintamente de los mandamientos divinos
refiriéndonos a ambas cosas.
- ¿QUÉ
ES ESO DE UNA LEY NATURAL?
En su discurso a la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 6 de febrero de
2004, el Papa Juan Pablo II señaló de modo muy claro lo siguiente: “Otro argumento importante y urgente que quisiera someter
a vuestra atención es el de la ley moral natural. Esta ley pertenece al gran
patrimonio de la sabiduría humana, que la Revelación, con su luz, ha
contribuido a purificar y desarrollar ulteriormente. La ley natural, accesible
de por sí a toda criatura racional, indica las normas primeras y esenciales que
regulan la vida moral. Basándose en esta ley, se puede construir una plataforma
de valores compartidos, sobre los que se puede desarrollar un diálogo
constructivo con todos los hombres y mujeres de buena voluntad y, más en
general, con la sociedad secular. Como consecuencia de la crisis de la
metafísica, en muchos ambientes ya no se reconoce el que haya una verdad
grabada en el corazón de todo ser humano. Asistimos por una parte a la difusión
entre los creyentes de una moral de carácter fideísta, y por otra parte, falta
una referencia objetiva para las legislaciones que a menudo se basan solamente
en el consenso social, haciendo cada vez más difícil el que se pueda llegar a
un fundamento ético común a toda la humanidad” [3].
- A)
EXISTE UNA LEY LLAMADA “NATURAL”
La existencia de una ley natural es postulada por la misma razón. Si aceptamos la
existencia de Dios y la creación de todo cuanto existe por parte de Dios,
debemos aceptar la existencia de un plan eterno de Dios sobre la creación; como
consecuencia se sigue la existencia de cierta correlación en las creaturas
mismas, pues toda regla y medida se encuentra de un modo en el que regula y de
otro en el que es regulado. Esto se ve reforzado por la convicción universal
(incluidos los pueblos paganos) de un deber moral y de la posibilidad del
conocimiento y discernimiento del bien y del mal; también lo vemos considerando
el absurdo a que llevaría la negación de una ley de la naturaleza: todas las opiniones morales sería admisibles, por tanto,
los vicios podrían ser virtudes y las virtudes vicios, según las diversas
concepciones arbitrarias de los hombres. Para un creyente, a estos
argumentos se suma el testimonio de la Revelación.
Por eso se dice que la ley natural es la misma ley eterna participada en los
seres dotados de razón [4], o, como suele definírsela: una participación
de la ley eterna en la creatura raciona l[5]. Con gran acierto se ha hablado de una “teonomía participada”, decir, el ordenamiento
divino de la creatura racional hacia su fin último, grabado en la naturaleza
humana y percibido por la luz de la razón [6].
Esta ley está presente en todos los seres. Sin embargo, en el hombre tiene algo
particular. Las creaturas irracionales se manejan por instintos ciegos; buscan
los bienes que los perfeccionan, pero sin entender que son bienes ni que los
están buscando; simplemente buscan. No tienen conciencia de buscar; son
arrastrados. Se defienden cuando los atacan porque aman instintivamente su vida
y no la quieren perder; pero no entienden lo que es la vida. Se aparean y
procrean y luego alimentan y defienden a sus crías porque aman ciegamente el
bien de la especie, aunque no entiendan lo que es el amor sensible que sienten
ni lo que es la especie (por eso, cuando sus cachorros ya no los necesitan más,
se olvidan de ellos). Viven en manada porque se deleitan en convivir con los de
su propia especie, pero no entienden lo que eso significa. Gozan de estar
juntos, pero no hacen amistad. Los instintos son los hilos invisibles que los
hacen moverse en el escenario del mundo como las marionetas de un infantil
teatro de juguete.
Hay con el hombre una distancia abismal. También él lleva grabado en su ser el
Plan de Dios. Pero los suyos no son instintos ciegos. Recibe también de Dios la
luz de la razón que le permite descubrir y leer ese Plan, y la libertad para
ejecutarlo. En esto consiste su prerrogativa. Dios lo manda al gran teatro del
mundo con un libreto lleno de sabiduría y con ojos espirituales para leer y
comprender, para amar ese plan y para ejecutarlo. Esa es la ley natural: “En lo profundo de su conciencia –afirma el
Concilio Vaticano II–, el hombre descubre una ley
que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena,
cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a
hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene
una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad
humana y según la cual será juzgado (cf. Rom 2, 14-16)” [7]. Este “código está
inscrito en la conciencia moral de la humanidad, de tal manera que quienes no
conocen los mandamientos, esto es, la ley revelada por Dios, son para sí
mismos Ley (Rom 2,14) Así lo escribe San Pablo en la carta a los Romanos; y
añade a continuación: Con esto muestran que los preceptos de la Ley están
inscritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia (Rom 2,15)” [8].
Se trata, por tanto, de una ley divina,
porque ha sido querida y promulgada directamente por Dios; se llama natural no
en contraposición a la ley sobrenatural, sino por oposición a la ley positiva
(divina o humana). Su nombre propio es “ley divina
natural”.
¿Por qué se la llama natural? Ante
todo, porque no impone sino cosas que están al alcance de la naturaleza humana
razonable, mandadas porque son buenas en sí mismas (la veracidad, el amor de
Dios), o prohibidas porque son malas en sí mismas (como la blasfemia, la
mentira). Además, porque es conocida por la luz interior de nuestra razón,
independientemente de toda ciencia adquirida, de toda ley positiva e incluso
de toda revelación (aunque Dios, en su misericordia también nos la revele). Tal
luz nos permite distinguir entre el bien y el mal por comparación de nuestras
inclinaciones hacia sus fines propios. Es por eso que, a través de ella puede
establecerse el fundamento para determinar la moralidad objetiva universal de
las acciones humanas.
Que tenemos esta ley grabada en el corazón significa que nuestra razón es capaz
de leer en su propia naturaleza el fin para el que existe (fin que es su
verdadera perfección y felicidad) y puede descubrir que, en relación con este
fin, todos los demás seres no son sino medios por los que se llega al fin. En
el momento en que cada ser humano, llegando al uso de su razón, reconoce que
tiene un fin último y una causa eficiente de la que siempre depende, se da
como la promulgación individual o subjetiva que aplica a cada uno dicha ley
[9].
- B)
¿CUÁL ES EL CONTENIDO DE ESA LEY (ES DECIR, QUÉ ES LO QUE MANDA)?
[10]
Analizando nuestra naturaleza y las inclinaciones naturales o espontáneas que
descubrimos en nuestro interior, podemos llegar a formular las cosas que la ley
natural nos manda o nos prohíbe. Se trata más bien de una especie de “lectura” que hacemos en nuestra naturaleza.
ANTE TODO, DESCUBRIMOS UN MANDAMIENTO FUNDAMENTAL. La
primera cosa que captamos en el orden práctico es la noción de “bien”: el bien se presenta como aquello que todos los
seres apetecen. De aquí nuestra razón capta un primer precepto: se debe
obrar el bien y hay que evitar el mal. A veces reviste otras
formulaciones (por ejemplo, “observa el orden del
ser”, “cumple siempre tu deber”, etc.), pero éstas no son más que
formulaciones derivadas o equivalentes de aquel primer principio, sobre el cual
se fundan todos los demás. No debemos reducir esta percepción de que hay que
hacer el bien y hay que evitar el mal en el sentido que le daba Kant
(para él esto tiene sólo el sentido de una simple obligación
de la que no podemos escaparnos); en realidad es infinitamente más rico que
esto; lo que nuestra inteligencia capta al percibir el bien es la atracción que éste ejerce sobre todo ser;
entendamos, pues, esto en el sentido de que el bien es lo que realmente nos
atrae –con fuerza irresistible, como el amor– y el mal nos causa auténtica y
raigal repulsa.
LAS CONCLUSIONES INMEDIATAS.
Al decir que nuestra naturaleza se inclina hacia bien y huye del mal, estamos
todavía diciendo cosas muy generales; ¿cuál bien,
qué mal? Nuestra razón, analizando las inclinaciones propias de nuestra
naturaleza podrá a continuación concretar cuál es ese bien (o esos bienes) que
nos atraen con su fuerza irresistible (porque en ellos está nuestra perfección)
y de aquí podrá expresar en forma de preceptos o mandamientos, los primeros
preceptos de la ley natural, llamados también conclusiones
inmediatas por ser las conclusiones
a las que llega a partir del primer precepto. Ya Santo Tomás descubría en
nuestra naturaleza tres tendencias fundamentales del hombre: la que nos corresponde como sustancias (género remoto del
ser humano), la que nos corresponde como animales (género próximo) y la que nos
corresponde como seres racionales (que es nuestra diferencia específica con el
resto del género animal); y esta última, a su vez revela dos facetas
complementarias, pues vemos que hay bienes que nos perfeccionarán en el espíritu,
mientras que otros nos perfeccionan socialmente [11]. Veamos cada una de ellas:
La primera inclinación es la inclinación a conservarnos en
el ser (el ser, el existir, es el primer bien que nos perfecciona y
por eso lo apetecemos). Esta inclinación la tenemos en común con todos
los seres y produce en nosotros el deseo de vivir. Esta inclinación natural
funda, por ejemplo, el derecho de legítima defensa y, correlativamente la
prohibición del asesinato del inocente (el ser es mi perfección, por tanto
tengo derecho a que no me lo quiten injustamente; y estoy obligado a hacer yo
lo mismo con mis semejantes). Esta inclinación es también la fuente del amor
espontáneo y natural de sí mismo; forma en nosotros el amor hacia los bienes
naturales, como la vida y la salud; nos inclina a buscar todo lo que es útil
para nuestra subsistencia: el alimento, el vestido, la habitación; nos inclina
a la acción y también al necesario reposo. Esta inclinación se desarrolla y
fortifica por medio de algunas virtudes naturales, de modo particular la
esperanza y la fortaleza.
La segunda inclinación es la inclinación sexual y familiar.
Se trata de la inclinación propia de nuestra dimensión
animal, y por esta inclinación tendemos a perpetuar nuestra especie. No se
trata de una simple inclinación al sexo sino más exactamente es una tendencia
al amor entre el hombre y la mujer y a la afección entre los padres y los
hijos. Funda el derecho al matrimonio así como el deber de asumir
responsablemente las obligaciones conexas y complementarias: el don de la
transmisión de la vida, el mutuo sostén, la educación de los hijos que son
fruto de esta inclinación, el deber de respetar el matrimonio ajeno. Del
análisis de esta inclinación pueden colegirse las falsas formas de sexualidad:
la homosexualidad, el autoerotismo (masturbación), la heterosexualidad
deliberadamente infecunda (anticoncepción), la heterosexualidad inestable
(concubinato y fornicación, incluidas las relaciones prematrimoniales). Esta
inclinación es perfeccionada naturalmente por la virtud de la castidad que
asegura el señorío sobre la propia sexualidad en vista del crecimiento natural,
espiritual y familiar.
La tercera inclinación es la inclinación al conocimiento de
la verdad. Nace de nuestra naturaleza espiritual, y se
traduce en una espontáneo instinto de búsqueda de la verdad. Es tan natural al
hombre que es como constitutiva de su inteligencia; por eso nadie le enseña a
un niño a preguntar el porqué de las cosas, y sin embargo, todos los niños, ni
bien empiezan a usar su inteligencia quieren conocer todo y quieren que se les
explique todo; a veces los vemos como máquinas
de preguntar; más exactamente son devoradores
de la verdad. El amor de la verdad es el deseo más propiamente
humano y está en el origen de toda ciencia. Esta inclinación funda el derecho
natural de cada hombre a recibir lo que le es necesario para desarrollar su
inteligencia, es decir, el derecho a la instrucción. Pero, por otro lado,
también impone el deber fundamental de buscar la verdad y de cultivar la
inteligencia, especialmente en el dominio de la moral y de la verdad
fundamental que es la verdad sobre Dios [12].
Esta misma tercera inclinación espiritual tiene otra meta,
que es la inclinación a vivir en sociedad. Ya Aristóteles
calificaba al hombre como animal social y político. Esta inclinación se basa
tanto en motivos de orden material (la imposibilidad del individuo para
subsistir por sí solo) cuanto en razones espirituales (la inclinación y
necesidad de la amistad, del afecto y del amor humano). Esta inclinación
fundamenta todos los derechos sociales y pone límites a una libertad concebida arbitrariamente;
así por ejemplo, de esta inclinación puede establecerse la antinaturalidad de
la mentira, del robo, de la injusta distribución de los bienes naturales, etc.
La virtud de la justicia perfecciona y salvaguarda correctamente esta natural
inclinación del hombre.
LOS PRECEPTOS SEGUNDOS DE LA LEY NATURAL.
Junto al precepto fundamental de la ley natural y a los primeros preceptos de
la ley natural, nuestra razón, trabajando ya de modo más fino, descubre otros
fines que nos perfeccionan pero que no tienen ya la evidencia inmediata de los
anteriores, sino que son fruto de un razonamiento generalmente científico
[13].
Estos constituyen lo que algunos llaman con diversos nombres: derecho natural
aplicado, o especial, o segundo, o derivado. Por ejemplo, pertenece a este
nivel de principios la ilicitud de la venganza privada, la indisolubilidad del
matrimonio [14], etc.
- C)
¿CÓMO ES ESA LEY NATURAL?
Esta ley natural tiene varias características, las más importantes de las
cuales son tres: es universal, inmutable e indispensable.
UNIVERSALIDAD. La
ley natural es válida para todos los hombres [15]. Niegan esta
verdad todos los que defienden algún modo de relativismo cultural o geográfico
(o sea, los que sostienen que los principios morales o éticos dependen
exclusivamente de cada cultura o cada región; así los que dicen que no tiene el
mismo valor moral en homicidio o el adulterio en nuestra cultura occidental que
entre los hotentotes). En el fondo estos relativismos confunden el valor
objetivo de la ley natural con su posible desconocimiento por parte de algunos
hombres. La ley natural es válida para todo ser humano porque se deduce, como
ya hemos indicado, a partir de las inclinaciones naturales del hombre. Habiendo
unidad esencial en el género humano, los preceptos han de ser necesariamente
universales. El hombre, con las estructuras fundamentales de su naturaleza, es
la medida, condición y base de toda cultura [16]. Sin embargo,
otra cosa es que todos los hombres conozcan todos estos preceptos. En este
sentido los filósofos y teólogos distinguen entre los distintos niveles de la
ley diciendo que: sobre el precepto universalísimo no cabe ignorancia alguna
por su intrínseca evidencia; sobre los primeros preceptos cabe la posibilidad de
ignorar algunos, aunque no durante mucho tiempo; esto se agrava en la situación
real del hombre caído (pero dicen que es imposible ignorarlos todos en
conjunto); finalmente, sobre las conclusiones remotas caben mayores
probabilidades de ignorancia inculpable, de oscurecimiento de la razón debido
al pecado y de error en el procedimiento del razonamiento práctico. Digamos de
paso que esto postula la necesidad moral de la gracia y la revelación para que
las verdades religiosas y morales sean conocidas de todos y sin dificultad, con
una firme certeza y sin mezcla de error [17].
INMUTABILIDAD. La
ley natural es también inmutable, es decir, que permanece a través de las
variaciones de la historia; subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y
sostiene su progreso [18]. Se opone a esta verdad el relativismo histórico o
evolucionismo ético que sostiene que la moralidad está sujeta a un cambio
constante (o sea, que una cosa es la moral en nuestro tiempo y otra la moral de
los tiempos de Cristo; y otra será la moral del próximo siglo). Nuevamente
estamos ante una confusión de planos. Podemos distinguir una inmutabilidad
objetiva y una inmutabilidad subjetiva. Objetivamente hablando la ley natural
admite un cierto cambio cuantitativo en el sentido de que puede lograrse con el
tiempo una mayor declaración de los preceptos contenidos en ella; pero esto no
significa que verdadera cambie sino que los mandatos se van explicitando,
concretando y conociendo más. Desde el punto de vista de los sujetos la ley
natural es inmutable en cuanto no puede borrarse del corazón del hombre, del
mismo modo que no puede éste perder su naturaleza.
INDISPENSABILIDAD. La
ley natural no admite excepciones. Santo Tomás aceptaba sólo la posibilidad de
la dispensa realizada por el mismo Dios, en cuanto autor de la naturaleza, de
algún precepto del derecho natural secundario cuando lo exige un bien mayor, ya que éste
salvaguarda sólo los fines secundarios de la naturaleza. Tal es el caso, por
ejemplo, de la permisión en el Antiguo Testamento de la poligamia y del
divorcio [19]. Pero nunca hay excepción ni dispensa de ningún precepto
primario [20]; por eso, las aparentes excepciones que admite la moral en
los casos de hurto y homicidio no son verdaderas excepciones de la ley natural,
sino auténticas interpretaciones que responden a la verdadera idea de la ley
[21].
- NUESTRA
IDEA EQUIVOCADA DE LOS MANDAMIENTOS
Dichosos los que guardan
sus leyes… ¡Ojalá mis caminos se aseguren
para observar
tus preceptos!…Enséñame tus mandamientos…
Éstas son palabras de la Biblia, tomadas del Salmo 119, titulado “Elogio de la Ley divina”. No dejará de sorprender
la lectura atenta de este Salmo a quien tenga de la ley una idea más bien gris.
De hecho, ¿cuál es el concepto vulgar que tenemos
de los mandamientos divinos? Podemos decir que la mayoría de los
cristianos tienen de ellos el concepto de un “alambrado”.
Es decir, pensamos que los mandamientos nos pondrían el “límite” de nuestro obrar; indicarían algo así
como el mínimo tolerable: quien los traspasa “peca”.
Son pues como un alambrado: “más allá no se
puede ir”.
Incluso muchas personas buenas piensan así; o así trabaja su subconsciente.
Basta prestar atención a muchas preguntas que corrientemente debe escuchar el
sacerdote. Los hombres de negocios preguntan: ¿cuál
es el mínimo que uno tiene que declarar al pagar sus impuestos? Otros
preguntan: ¿hasta qué hora se puede llegar tarde a
Misa sin perder el precepto? ¿Vale si llegamos después de la predicación? ¿Y si
llegamos después del Credo? A algunos novios se les escucha: ¿qué es lícito hacer a los novios durante el noviazgo?
¿cuáles tratos son pecado? ¿hasta dónde se puede llegar sin pecar?… ¡Y
podríamos hacer una lista interminable!
En el fondo, ¿qué pedimos? ¡Que nos indiquen el
mínimo de la moral! O sea, regateamos con Dios; le pedimos un “descuento” en los mandamientos.
Quienes piensan así, también suelen decir con el mayor desparpajo: “Yo no soy una persona mala. No digo que cumplo todos
los mandamientos; pero cumplo la mayoría...”.
¿Qué idea se nos ha formado de la ley natural y de los mandamientos de Dios? Es
como un alambrado de ocho hilos de púa que nos prohíbe pasarnos al campo del
vecino… ¡el cual, por otra parte, siempre parece
más verde que el nuestro! Pero ¿qué es lo
que sucede cuando la vemos de esta manera? Lo mismo que les sucede a las
vacas que están encerradas en un campo de pastos mustios, separadas por un
alambrado de otro campo de atrayente verdura y olorosa fragancia: se pasan el día pegaditas al alambre, mordisqueando las
matitas de alfalfa que se cuelan entre los hilos y mirando con lánguida ilusión
la pradera vecina.
Algo semejante ocurre con los cristianos que ven así los mandamientos: se pasan la vida coqueteando con el pecado y envidiando a
los que sin escrúpulos viven libertinamente. A estos Pemán les recuerda: ¡Qué mal equilibrio es
este andar pies tras pies por la orilla de un volcán!
Este modo de entender la ley y los mandamientos es ajeno a nuestra fe; o mejor
dicho, es opuesto. Empezó con la idea que difundió un mal fraile llamado
Guillermo de Ockam, quien pensaba que Dios nos manda cosas con cierta arbitrariedad. Ockam
reconocía que para salvarnos tenemos que cumplir lo que Dios nos manda; pero
también decía que Dios podría perfectamente cambiar de opinión y mandarnos lo
contrario de lo que nos manda ahora, y hacer que lo que ahora es vicio pase a
ser virtud, y lo que ahora es virtud se califique como vicioso. Llegó a decir
que si Dios en lugar de mandar que lo amemos sobre todas las cosas preceptuase
que le tengamos odio, ¡el odio a Dios sería virtuoso
y obligatorio! [22]. Ockam fundó el voluntarismo puro que afirma que es la
voluntad la que determina el bien y el mal, independientemente de la
inteligencia. Hace ya varios siglos que venimos pagando el pato de su equívoco:
todos los que creen que una mala acción (como la
anticoncepción, la esterilización o el aborto) es lícita porque la ley lo
permite, son hijos legítimos de Ockam, como son retoños suyos los que en la Cumbre
de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1997, dijeron: “Hay que elaborar una nueva ética para un mundo nuevo, un
nuevo código universal de conducta: reemplazar los diez mandamientos por los
dieciocho principios de esta carta”. Y los dieciocho principios de esa
carta no hacían otra cosa que afirmar la licitud de la anticoncepción y el
aborto, el derecho a la esterilización, el derecho de los homosexuales y
lesbianas a casarse y adoptar niños, el derecho a repartir anticonceptivos a
los menores de edad, etc. [23].
Las cosas son muy distintas, y debemos tenerlo muy claro en nuestra cabeza (y
ésta hay que conservarla fría). Los mandamientos divinos, así como la ley
natural en la que están contenidos, no sólo emanan de la Voluntad divina, sino
fundamentalmente de su Inteligencia. Como enseña la Escritura, la Tradición, el
Magisterio, la Teología y el sentido común que Ockam se olvidó de consultar: la
ley divina es el plan de la Sabiduría de Dios. Por eso el Salmo 107,
mencionando la actitud de los pecadores dice: Se
rebelaron contra los mandamientos, despreciando el Plan del Altísimo (Sal 107,6). Éste es el Plan según el cual ha
creado todo el universo y lo dirige y cuida. Plan según el cual ha hecho todas
las cosas de una manera determinada. Como dice la Escritura: Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso (Sb 11,20).
Cada naturaleza determinada sólo puede ser perfeccionada por bienes
determinados, como en cada cerradura sólo entra una llave; si meto la llave
equivocada rompo la cerradura. Por esta razón en cada ser del universo,
incluido el hombre, encontramos inclinaciones naturales hacia los bienes que
las perfeccionan. Buscar esos bienes, por tanto, no es sólo una obligación, es
un “deseo”, una “tendencia”
de la naturaleza y una “vocación”. Porque
el bien atrae aquello para lo cual es bien.
Ya dijimos que esa ley se condensa en lo expresado por los Diez Mandamientos;
por tanto, los mandamientos no hacen sino indicarnos los “bienes” que nos perfeccionan y nos ayudan a
precavernos de los males que nos degradan y rebajan arruinando nuestra
naturaleza. También dijimos que esos mandamientos están grabados en nuestra
naturaleza y también han sido revelados; ¿por qué? Porque
con el pecado, el hombre perdió su norte moral y religioso y trajo sobre su
conciencia el embotamiento. Se quedó con el libreto, pero se tornó miope para
leerlo; parece un corto de vista intentando leer a media luz. Por este motivo,
cuando Moisés bajó del Monte Sinaí donde Dios le reveló su ley, traía en
realidad la misericordia de Dios esculpida en dos tablas de piedra. Dios
repitió para el hombre sordo y ciego los mandamientos divinos. A su vez,
Jesucristo, al fundar la Nueva Ley, interiorizó y elevó por la gracia esa misma
ley repitiendo varias veces la necesidad de observar los mandamientos de Dios.
En el Sermón de la Montaña, Jesús reveló o develó el sentido originario de los
Diez Mandamientos, mostrando todas sus exigencias y dándoles pleno
cumplimiento. De este modo, Jesucristo develó el designio primordial de Dios
sobre el hombre. Se cumple así lo que dice el Salmo: Todos tus mandamientos son verdad
(Sal 119,86). La verdad sobre el hombre.
La Ley divina es, pues, un faro, una luz espléndida que va iluminando nuestro
camino.
¿Cómo el joven guardará
puro su camino? Observando tu palabra (Sal 119,9).
Guardar “puro” el
camino es guardarlo seguro… ¿Qué mejor educación
puede haber que hacer “entender” la sabiduría escondida en los mandamientos de
Dios? No basta con saberlos: hay que
entenderlos.
En tus ordenanzas quiero
meditar y mirar tus caminos (Sal 119,15).
Abre mis ojos para
que contemple… (119,18).
Tus mandamientos no me
ocultes (119,19).
Hazme entender, para
guardar tu Ley y observarla de todo
corazón (119,34).
¿Qué significa “conocer”
los mandamientos? Tres cosas: primero,
saberlos; segundo, conocerlos interiormente; tercero, entender su íntima e
indisoluble conexión.
Lo primero es lo más fácil. La mayoría de los
cristianos han aprendido en su catecismo, o en su familia, cuáles son los diez
mandamientos de la ley de Dios (aunque no todos, para vergüenza de los
cristianos y de los sacerdotes que los deben enseñar). Pero para conocerlos
bien hay que meditarlos en el corazón:
Con mis labios he contado
todos las sentencias de tu boca.
En el camino de tus
dictámenes me regocijo más que en toda
riqueza.
En tus ordenanzas quiero
meditar y mirar a tus caminos.
En tus preceptos tengo mis
delicias, no olvido tu palabra (Sal 119,13-16).
¡Oh, cuánto amo tu ley!
Todo el día la estoy meditando (Sal 119,97).
Lo segundo significa comprender el valor de cada mandamiento, es decir, todo su
contenido. Hay que reconocer que no todos saben todo lo que cada mandamiento
implica. Por ejemplo, no todos saben que cada mandamiento incluye un aspecto
positivo (un bien que hay que procurar o defender) y un aspecto negativo
(prohíben los actos que ponen en peligro esos bienes). Los mandamientos
tutelan, es decir, protegen, defienden y promueven los bienes fundamentales de
la persona. Los bienes sin los cuales, una persona no puede ni madurar, ni
perfeccionarse, ni ser feliz. Así, por ejemplo:
El PRIMER
MANDAMIENTO (Amarás al Señor sobre todas las cosas) abarca
todas nuestras relaciones teologales con Dios, ordena nuestros actos de fe,
esperanza y caridad; y también nos ejercita en la virtud de la religión con los
actos de adoración, oración, sacrificios, etc. Nos preserva de todas las
perversiones religiosas que amenazan al hombre: la superstición, la idolatría,
la irreligión, el ateísmo, el agnosticismo.
El SEGUNDO
MANDAMIENTO (No tomar el Nombre de Dios en vano) engendra en
nosotros el respeto por Dios y por todo lo sagrado, nos da un auténtico sentido
de la religión, y suscita la alabanza de Dios en nuestros labios.
El TERCER MANDAMIENTO (Santificar
las fiestas) nos hace aprender a dedicar nuestra vida a Dios, y también nos
enseña a saber descansar y cultivar la vida familiar, cultural, social y
religiosa.
El CUARTO MANDAMIENTO (Honrar
a los padres) nos conquista las virtudes familiares y sociales: el respeto
entre padres, hijos y hermanos, hace de toda familia una “iglesia doméstica”, y humaniza y cristianiza toda
la sociedad.
El QUINTO MANDAMIENTO (No
matarás) nos enseña a respetar y valorar el don de la vida y la dignidad de
toda persona humana, garantiza la paz en la sociedad y en el mundo.
El SEXTO MANDAMIENTO (No
cometer actos impuros) educa en la virtud de la castidad y en el dominio de las
emociones, y por tanto, garantiza la verdadera libertad humana liberándonos de
la esclavitud de las pasiones desordenadas. Hace brillar la castidad en todos
sus regímenes: en la virginidad consagrada, en el noviazgo, en el matrimonio.
Garantiza la fidelidad entre los esposos.
El SÉPTIMO MANDAMIENTO (No
robarás) ordena nuestras relaciones con los bienes materiales. Nos ayuda a ser
respetuosos de los bienes, a despegarnos de ellos, a ser generosos con lo que
tenemos, a ser justos en nuestra vida laboral y económica, nos enseña a amar y
ayudar a los más pobres.
El OCTAVO
MANDAMIENTO (No dar falso testimonio ni mentir) nos hace amar
la verdad y vivir en la verdad. Garantiza la honradez y la franqueza entre los
hombres. Es prenda de verdadera amistad.
El NOVENO
MANDAMIENTO (No desear la mujer ajena) lleva la castidad y la
pureza al campo de los pensamientos y deseos, nos hace puros de corazón y
verdaderamente libres.
El DÉCIMO
MANDAMIENTO (No codiciar los bienes del prójimo) ordena
nuestro corazón hacia los bienes terrenos y nos libra de la tiranía de la
codicia y de la avaricia y nos quita la tristeza que todo apego produce.
Se comprende así que el libro de los Hechos de los Apóstoles, llame a los
mandamientos Palabras de vida (Hch 7,38).
Educar según los mandamientos significa, según mi punto de vista, hacer
entender cuáles son los bienes a los que nos conducen los mandamientos,
hacerlos valorar como bienes, es decir, presentarlos como “amables”, y hacer comprender por qué es necesario
amarlos y practicarlos. También significa hacer entender que no sólo “hay que hacerlos porque Dios los manda”, sino que
“Dios los manda porque en ellos está nuestro bien y
nuestra felicidad”. Antes que mostrar su Autoridad, Dios muestra su
infinita Bondad al iluminar de esta manera nuestro camino hacia la felicidad.
Debemos convencernos que jamás seremos felices si no vivimos estos bienes en
nuestra vida. No solamente porque si no cumplimos los mandamientos no podremos
salvarnos, sino también porque seremos unos infelices incluso en esta vida
terrena; es decir, no pasaremos de ser mediocres.
Los mandamientos, pues, no son un alambrado que nos limita y castiga,
prohibiéndonos cruzar al campo feliz. Por el contrario, son un Faro Sobrenatural
que nos conduce por el camino seguro en medio de las tormentas de la vida. Son
guías luminosas en nuestro itinerario de perfección. Recordemos lo que dice el
Salmo:
La ley de Yahveh es perfecta, consuelo
del alma, el dictamen de Yahveh, veraz,
sabiduría del sencillo.
Los preceptos de Yahveh son rectos, gozo
del corazón; el mandamiento de Yahveh es
claro, luz de los ojos…
Los juicios de Yahveh son verdad justos todos
ellos, apetecibles más que el oro, más que
el oro más fino; sus palabras más dulces
que la miel, más que el jugo de panales (Sal 19,8-9. 10b-11).
Tu palabra es una antorcha para mis pies, una luz en mi sendero
(Sal 119,105).
- LOS
MANDAMIENTOS Y NUESTRA MADUREZ
Si alguna vez escuchas que una persona madura no se deja manejar por nada ni
por nadie y que, por eso, es inmadurez “atarse” a
cualquier ley o a cualquier mandamiento, ¡no te tragues esa píldora! Me animo a
decirte que la realidad es tan distinta de este slogan que llega a ser
precisamente lo contrario. Porque, si has entendido lo que hemos dicho hasta
aquí, comprenderás que todo proceso de auténtica maduración pasa por hacer
carne lo que los mandamientos preceptúan. La inmadurez afectiva, psicológica y
espiritual, siempre hunde sus raíces en la incomprensión de uno o más de uno de
los mandamientos y, por tanto, en la ausencia de los bienes que ellos nos
exigen mantener firmes en nuestra vida. Preguntemos, si no, a cualquier
psiquiatra o psicólogo, cuáles son los tipos de inmadurez y nos responderá que
corresponden a las personas que son incapaces de llevar adelante una vida
familiar, o son incapaces de vivir la castidad propia de su estado, o aquellos
que son inestables en sus compromisos, los que mezclan siempre la verdad con la
mentira, los que son dependientes de cosas superfluas, los que no encuentran
sentido a la vida, los que son incapaces de perdonar los ultrajes, los
resentidos, los irremediablemente superfluos, etc. A todos estos le falta algún
bien que podrían alcanzar si respetasen los mandamientos divinos.
¡Qué buen programa de educación para los padres, maestros, catequistas y
sacerdotes, es el ayudar a comprender la Sabiduría de los mandamientos de Dios!
No me refiero sólo a que deberían enseñar cuáles son los mandamientos, sino a
que deberían enseñar a vivirlos. A veces me preguntan: ¿qué
cosas debemos tener en cuenta para formar a nuestros hijos, o a nuestros
alumnos, o a nuestros dirigidos en el camino de la madurez o de la perfección? Pues
hay que empezar por mirar a qué apuntan los mandamientos de Dios. Por ahí
empezó Jesucristo. Al joven rico que se le acercó preguntándole: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna?»…. Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». «¿Cuáles?»
–le dice él. Y Jesús dijo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no
levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu
prójimo como a ti mismo (Mt
19,16-19). Los mandamientos, al inclinarnos sobre los bienes fundamentales se
convierten en condiciones para adquirir las virtudes. Y sólo el hombre virtuoso
es hombre en sentido auténtico, pleno y maduro.
Sin embargo, debo insistir en un tercer elemento. Se trata del hecho, muchas
veces insuficientemente comprendido, de que los mandamientos deben ser
observados en todo su conjunto. Es
decir, o se observan ¡todos! o el edificio se desmorona. Ningún vendedor de
propiedades nos ofrecería una casa diciendo: “Yo le
recomiendo esta casa: es muy amplia, tiene dos pisos, terraza, vista al mar,
gas natural y teléfono; es verdad que tiene una grieta que ya partió los
cimientos y alguna de las vigas… pero no deja de ser muy cómoda”. ¡Todo
derrumbe comienza por una grieta!
¿QUÉ PENSAR ENTONCES CUANDO ALGUIEN NOS DICE QUE ÉL ES BUENO PORQUE NO ROBA NI
MATA? A UNO LE DAN GANAS DE DECIRLE: ¡SEGUÍ, TE FALTAN SÓLO OCHO COSAS MÁS!
El Papa Juan Pablo II lo ha dicho claramente haciendo referencia a los actuales
crímenes contra la vida: “El conjunto de la Ley es,
pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del hombre. Esto explica lo difícil
que es mantenerse fiel al no matarás cuando no se observan las otras palabras
de vida (Hch 7,38), relacionadas con este mandamiento. Fuera de este
horizonte, el mandamiento acaba por convertirse en una simple obligación
extrínseca, de la que muy pronto se querrán ver límites y se buscarán
atenuaciones o excepciones” [24].
Muchos que terminaron en auténticos desastres morales empezaron claudicando por
algún mandamiento particular. Un pecado llama a otro pecado.
Si no cumplimos todos los mandamientos, no debemos engañarnos creyendo
que cumplimos la ley de Dios. Por eso hay que insistir con todas las fuerzas:
los padres y educadores no pueden contentarse con que los niños y jóvenes
eviten lo peor –que no se droguen o no cometan delitos– sino que deben
educarlos en todos los valores de la persona. ¡Cuántos
padres ven que sus hijos se inician en el alcoholismo o en la droga después de
haberles hecho tantas recomendaciones de que no lo hicieran! Sí,
hicieron muchas recomendaciones, pero sólo en un sentido: el de la droga o del
alcohol. Pero descuidaron educarlos en la castidad, en el pudor, en el dominio
de sí, en la prudencia sobrenatural, en la modestia, en evitar la frivolidad,
en la oración. ¡No se puede hacer un gran hombre ni
una gran mujer sólo con un par de virtudes!
En el fondo debemos entender y hacer entender que hay una gigantesca verdad
escondida en aquellas palabras de Cristo: El que
tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama… Si alguno me ama,
guardará mi Palabra… El que no me ama no guarda mis palabras (Jn 14-21-24). Digo “verdad
escondida” porque muchos entienden esta frase de un modo que está bien,
pero es incompleto. Piensan que Jesús está diciendo que el que quiere amarlo a
Él acepta la condición de cumplir sus palabras o mandamientos. Pero Jesucristo
también está diciendo que el mismo amor hacia Él los empujará a amar lo que
contienen sus palabras o mandamientos. Para el que ama verdaderamente los
mandamientos no son condiciones, u obligatorios, sino “atrayentes”;
los mandamientos se les manifiestan como viae
amoris, senderos del amor.
Para el que ama a Dios con corazón puro, la castidad, el respeto, la veracidad,
y los demás bienes contenidos en los mandamientos, lo atraen, lo encandilan, lo
enamoran. Para el duro de alma, en cambio, cumplir todos estos bienes son sólo
una dura carga que debe transportar si no quiere condenarse. Esta segunda
visión de los mandamientos es la que tenían muchos hombres antes de la
encarnación del Verbo. La primera es la que tienen los que pertenecen en
espíritu al Nuevo Testamento, porque la gracia infundida en los corazones nos
inclina por amor a lo mismo que mandan los mandamientos. Por eso dice Jesús: Mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,30).
Para el corazón duro y principiante, los mandamientos son como un turno con el
dentista: vamos porque de lo contrario se nos caen
los dientes, pero ¡con qué gusto huiríamos! Para el corazón amante lo
que prescriben los mandamientos les suena igual que a un niño a quien le
imponen la obligación de comer helado todos los días. ¡No
creo que debamos repetírselo dos veces!
Muchas veces, los educadores (pienso en padres, maestros, profesores y
catequistas) caen en este error. Enseñarle a los niños y a los jóvenes que hay
que respetar al prójimo, que no hay que robar ni mentir, que hay que evitar las
malas conversaciones y los actos impuros, que hay que ir a Misa todos los
domingos, y no calumniar, etc., insistiendo sólo en la obligación, el deber,
el castigo que merecen los que no
cumplen esto, etc., es apuntar la educación hacia un rumbo equivocado.
¡Ojo, no quiero decir que esto no sea también necesario! Hay
que ser realistas. Santo Tomás, comentando al viejo filósofo Aristóteles,
decía: “las palabras persuasivas pueden incitar y
mover al bien a muchos jóvenes generosos, que no se hallan sujetos a vicios y
pasiones y que poseen nobles costumbres, en cuanto tienen aptitud para las
acciones virtuosas” [25], pero “hay muchos hombres que no pueden ser incitados a ser
buenos por las palabras, pues no obedecen a la vergüenza que teme la
deshonestidad sino que más bien son refrenados por el temor de los castigos. En
efecto, no se apartan de las malas acciones por la torpeza de las mismas sino
porque temen a los castigos o penas, porque viven según las pasiones y no según
la razón… y huyen de los dolores contrarios a los deleites buscados, los cuales
dolores les son inferidos por los castigos. Pero no entienden lo que es
verdaderamente bueno y deleitable, y tampoco pueden percibir o gustar su
dulzura” [26].
Esto es cierto. Pero reducir toda la educación a esto es un error. No hay que
olvidar que los propios padres comienzan a educar a sus hijos antes que
cualquier pasión comience a dominarlos. Ellos sí pueden empezar a educarlos en
el amor al bien y a los bienes mandados por Dios.
Por tanto, el principal énfasis que debe darse en la educación, es hacer
brillar las virtudes ante los ojos de los niños y jóvenes. ¿Para qué? Para que se enamoren de ellas. El amor
hará luego el resto. ¡Claro que esto es mucho
más exigente! Porque no se puede enseñar a amar lo que uno no ama.
Ni exigirles a los demás lo que uno mismo no hace en su vida. La primera
enseñanza es la del ejemplo; pero muchos no se animan a dar ejemplo. A muchos
les resulta comprometedor tratar de enamorar a sus hijos de bienes y valores
tales como el ser fieles a Dios, la obediencia a la Iglesia, el amor por los
pobres, la modestia y la castidad, el desprendimiento de las cosas, etc… Tienen
miedo que sus hijos les pregunten: “Pero, si esto es
tan hermoso, ¿por qué vos no vivís así?”. Por eso, a los padres o
catequistas que no quieren ser virtuosos, que no quieren ser santos, les
resulta más cómodo enseñar los mandamientos como si fueran leyes de tránsito: “prohibido doblar en U”, “máxima 60”, “velocidad controlada
por radar”, “mantenga la derecha”, “no sobrepase en las curvas”… El
camino de la vida se hace muy difícil visto sólo desde ese punto; y por eso, en
la primera crisis religiosa o moral, pisan el acelerador, aunque sepan que
pueden chocar de frente con un camión.
POR TANTO, RESUMIENDO LO QUE HE QUERIDO DECIR AQUÍ:
1º Todos los educadores deben prepararse mucho
mejor en el conocimiento de la ley moral de Dios. Hay que saber que es una ley
de virtudes, y que a esas virtudes apuntan los mandamientos; y que sólo se
entiende la belleza de la ley divina cuando se la cumple toda entera. Si estás
estudiando un profesorado, una carrera pedagógica, un magisterio, ten esto muy
en cuenta.
2º Hay que interiorizarse con la Ley de Dios. Hay
que conocerla de modo sabroso, meditado, interiorizado. Conociendo no sólo lo
que manda sino el por qué se manda. Conocer el brillo propio de cada virtud.
3º Hay que conocer también a los grandes hombres y
mujeres que han hecho brillar en sus vidas las virtudes, como Don Orione o la
Madre Teresa de Calcuta la caridad con los rechazados, los innumerables
mártires la fortaleza, el padre Miguel Pro la alegría y el humor en las
pruebas, San Francisco Javier el celo misionero, María Goretti la virginidad
hasta el martirio, Santa Teresita la fidelidad a las cosas pequeñas, etc.
4º Hay que tomarse el trabajo de hablar con los
hijos o con nuestros alumnos y amigos sobre los mandamientos y las virtudes, y
tomarse el tiempo para educarlos y enamorarlos de Dios. Hay que prepararlos
para la vida y para las dificultades. El Padre Lebbe, que fue un misionero que
llegó a China a principios del 1900, cuando recién terminaba la persecución de
los Boxers que dio muchos mártires a la Iglesia, contaba en sus cartas
emocionantes ejemplos de cómo los padres preparaban a sus hijos para que no
abandonasen la fe en medio de los tormentos. Él cuenta de un padre que
“advertido del peligro que corría, reunía diariamente a sus hijos exhortándoles
a mantenerse valientemente hasta la muerte en la fe de Cristo. Este hombre
preguntaba a su hijo menor: ‘Si los paganos te
ofrecieran el perdón a cambio de renunciar a Cristo, ¿qué contestarías?’.
Y el niño respondía: ‘Contestaría: Soy cristiano’.
El padre continuaba: ‘Y si te amenazan con la
muerte y cortan tus manitos o quieren arrancarte los ojos ¿qué contestarás?’.
El muchachito repetía con dulce voz: ‘Que soy
cristiano’. Este padre –añade el Padre
Lebbe– sufrió el martirio y fue admirado incluso por los paganos por la paz y
dicha que su rostro reflejaba”.
Esos eran padres que amaban más la virtud y la vida eterna de sus hijos que su
vida o bienestar terreno. Mucho amaba a su hijo la madre del más pequeño de los
mártires chinos canonizados, Andrés Wang Tianquing, de 9 años; los
paganos quisieron salvar al niño, pero a costa de su fe; en ese momento su
madre dijo con voz firme: “Yo soy cristiana, mi
hijo es cristiano. Tendréis que matarnos a los dos”. Y Andrés murió de
rodillas mirando a su madre con una sonrisa; hoy los dos son santos.
Se podría decir mucho más acerca de este tema. Pero lo dicho creo que basta
para mostrar la importancia de educar en las virtudes, apoyándonos en una
visión más profunda de los mandamientos de Dios.
Quiero terminar con una antigua anécdota. Un rito de Iniciación de los niños
judíos en la vida de la Sinagoga, a comienzos del 1600, tenía en su ceremonia
este diálogo: el rabino, poniendo la punta del Rollo de la Ley en el pecho del
niño preguntaba:
–¿Qué sientes? –Y el niño respondía:
–Siento un corazón que late. –Entonces el rabino replicaba:
–¡Es el Corazón de Dios! ¡Escucha su Palabra. Cumple su Ley!
La ley de Dios es el Corazón viviente de Dios. Quien pretenda arrancarte esta
ley no quiere otra cosa que matarte el corazón.
*
* *
El que no acepta una ley natural –o los mandamientos divinos– porque esto
implica coartar su libertad, debería recordar que la libertad es un gran valor,
pero también es un término análogo que puede aplicarse a cosas muy diversas,
incluso perdiendo el sentido verdadero. No todo lo que lleva el nombre de
libertad es realmente libertad, ni toda dependencia es una esclavitud. Si estás
encerrado en una jaula y te escapas de ella, el acto de escaparte bien merece
llamarse liberación y tu premio podrá denominarse libertad. Si estás dominado
por la droga o por el alcohol y logras desprenderte de sus lazos, bien puedes
llamar a esto liberación y tú serás realmente un hombre libre. Si has quedado
encerrado en un ascensor, es liberación el salir de él y es libertad lo que
experimentas al volver a respirar aire puro en la calle. Si estás agobiado por
las penas y las enfermedades, te liberarás cuando te cures y serás libre al
recuperar tu salud. Pero si al escalar una montaña resbalas en el hielo y
quedas colgando en el vacío sostenido sólo por la soga de seguridad, no
llamarás liberación al gesto de cortar la soga, ni podrás considerar libertad
el convertirte en una mancha roja sobre el blanco glacial que te aguarda
cientos de metros más abajo. Si te arrancas los tubos de oxígeno con que buceas
a 80 metros de profundidad, no llamarás liberación a tal imbecilidad, ni te
considerarás libre por flotar ahogado en el agua salada. Quitarse un peso de
encima no siempre es libertad, como habrá comprendido muy bien la pobre María
Antonieta el día que injustamente la guillotina la alivió del peso de su
cabeza. Ni todo lazo que nos ata nos esclaviza verdaderamente, como podría
decirte, si hablar pudiese, una marioneta para quien vivir es “estar colgado” del titiritero que le da vida en
el mundo de un pequeño teatrito de juguete.
Hay, pues, libertades que son esclavitudes; y servidumbres que son
independencias, como dice la Biblia cuando nos recuerda aquella sonora y
hermosa sentencia: servir a Dios es reinar.
BIBLIOGRAFÍA
PARA AMPLIAR Y PROFUNDIZAR
–Santo Tomás, Suma
Teológica, I-II, cuestiones 94 y siguientes.
–J. M. Aubert, Ley de
Dios, leyes de los hombres, Herder, Barcelona 1979.
–Finnis, John. La ley
natural, la moralidad objetiva y el Vaticano II, en: May, W., Principios
de vida moral, EIUNSA, Barcelona 1990, pp. 83-102.
–May, W. La ley natural
y la moralidad objetiva: una perspectiva tomista, en: Principios de vida
moral, EIUNSA, Barcelona 1990., pp. 103-124.
–J. Mausbach y G. Ermecke, Teología
Moral Católica, I, Pamplona 1971.
–J. Messner, Ética
social, política y económica, a la luz del derecho natural, Madrid 1967.
_________, Ética general
y aplicada, Madrid 1969.
–O. N. Derisi, Los
fundamentos metafísicos del orden moral, Madrid 1969.
–Ildefonso Adeva, Ley
moral, Gran Enciclopedia Rialp, Madrid1991.
–Bernardino Montejano, Ley.
Planteamiento general, Gran Enciclopedia Rialp, Madrid1991.
–L. Lachance, El
concepto de derecho según Aristóteles y Santo Tomás, Buenos Aires 1953.
–S. Ramírez, Doctrina
política de Santo Tomás, Madrid 1952.
–G. Soaje Ramos, Sobre
la politicidad del derecho, Mendoza 1958.
–C. Soria, Introducción
al tratado de la Ley, en Suma Teológica de S. Tomás de Aquino, ed. bilingüe
BAC, VI, Madrid 1956.
[1] San Ireneo, Adversus
haereses, 4,15,1.
[2] San Buenaventura, In
libros sententiarum, 4,37,1,3.
[3] Juan Pablo II, Discurso
de Juan Pablo II a la Congregación para la Doctrina de la Fe, 6 de febrero
de 2004, n. 5.
[4] “La ley natural -dice
la Encíclica Veritatis Splendor– está escrita y grabada en el ánimo de
todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón
humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar… La ley natural es
la misma ley eterna, ínsita en los seres dotados de razón que los inclina al
acto y al fin que les conviene; es la misma razón eterna del Creador y
gobernador del universo” (VS, 44).
[5] Participatio legis
aeternae in rationali creatura (I-II, 94, 2).
[6] El término “teonomía
participada” (del griego theos = Dios; nomos = ley; ley divina)
aparece en la Enc. Veritatis Splendor: “Algunos hablan justamente de
teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la
ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan
de la sabiduría y de la providencia de Dios” (VS, 41).
[7] Const. past. sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 16.
[8] Juan Pablo II, Carta a
los jóvenes y las jóvenes del mundo, 31 de marzo de 1985, n. 6.
[9] “A este respecto,
comentando un versículo del Salmo 4, afirma santo Tomás: “El Salmista, después
de haber dicho: ‘sacrificad un sacrificio de justicia’(Sal 4,6), añade, para
los que preguntan cuáles son las obras de justicia: ‘Muchos dicen: ¿Quién nos
mostrará el bien?’; y, respondiendo a esta pregunta, dice: ‘La luz de tu
rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes’, como si la luz de la
razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo tal es el fin
de la ley natural, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros”.
De esto se deduce el motivo por el cual esta ley se llama ley natural: no por
relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la
promulga es propia de la naturaleza humana” (VS, 42).
[10] Cf. I-II, 94, 2-3.
[11] Cf. I-II, 100, 2;
Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1955. La Encíclica Veritatis Splendor
dice: “Tal “ordenabilidad” [de los actos humanos] es aprehendida por la razón
en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en
sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también
tienen siempre una dimensión espiritual: estos son exactamente los contenidos
de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los “bienes para
la persona” que se ponen al servicio del “bien de la persona”, del bien que es
ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los
mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley natural”
(VS, 79; cf. también, nnº 13, 97).
[12] “Por su propia
dignidad, todos los hombres, en cuanto son personas, esto es, dotados de
inteligencia y libre voluntad… se sienten movidos por su propia naturaleza y
por obligación moral a buscar la verdad, en primer lugar la que corresponde a
la religión. También están obligados a adherirse a la verdad, una vez conocida,
y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad” (Dignitatis
humanae, nº 2).
[13] Escribe Santo Tomás:
“Otros hay que se imponen después de atenta consideración de los sabios, y
estos son de ley natural, pero tales que necesitan de aquella disciplina con
que los sabios instruyen a los rudos” (I-II, 100, 1).
[14] Cf. Santo Tomás, Suppl.
q. 65.
[15] Cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, nnº 1956; 2261.
[16] “No se puede negar que
el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar
que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo
de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las trasciende. Este
‘algo’ es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza
es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea
prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal
viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio
los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la
misma dimensión corpórea… entraría en conflicto con la experiencia común…” (VS,
53).
[17] Pío XII, Humani
generis, DS 3876; Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1960.
[18] Cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, nnº 1958; 2072.
[19] Santo Tomás interpreta
de esta manera la permisión de la poligamia de los patriarcas y del libelo de
repudio para los judíos (cf. S.Th., Supl. 65-67). En el caso del libelo de
repudio el motivo grave era evitar el crimen de conyugicidio o uxoricidio, que
los corazones duros de los judíos no hubieran dudado en perpetrar. Algunos
Santos Padres (san Juan Crisóstomo, san Jerónimo, san Agustín) y el mismo Santo
Tomás deducen que ésta es la dureza del corazón a la que se refiere Cristo,
basándose en las palabras del mismo Deuteronómio (22,13): si un hombre
después de haber tomado mujer, le cobrare odio... En el caso de la
poligamia el motivo grave era la necesidad de la perpetuación del pueblo
elegido en orden al culto al Dios verdadero.
[20] Por eso el Antiguo
Testamento, mientras permite el libelo de repudio y la poligamia, condena el
concubinato, porque éste contradice la ley natural en sus preceptos primarios:
contradice el fin primario intentado por la naturaleza que es la perpetuación
de la especie (cf. S.Th., Supl., 65,3-5).
[21] Así, por ejemplo, “no
matarás” debe interpretarse adecuadamente como “no cometerás un homicidio
injusto”; por tanto, no es excepción a este precepto la licitud de la legítima
defensa. Lo mismo se diga de la aparente contradicción entre el precepto de “no
robar” y la licitud del uso de los bienes ajenos en caso de extrema necesidad.
[22] Cf. Ockam, II Sent
19,1: “Digo que si bien el odio a Dios, el robo, el adulterio y otras cosas
similares de la ley común, tienen una mala circunstancia anexa en cuanto son
realizadas por quien está obligado por precepto divino a hacer lo contrario,
sin embargo, en cuanto a su ser absoluto (esse absolutum) aquellos actos pueden
ser dados por Dios sin la circunstancia mala anexa, e incluso serían realizados
meritoriamente por el viador si cayesen bajo el precepto divino”.
[23] Cf. AICA, 30 de abril
de 1997.
[24] Juan Pablo II,
Evangelium vitae, 48.
[25] San Tomás, In Eth., n.
2140.
[26] San Tomás, In Eth., n.
2141.
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