La discusión sobre el
diaconado de la mujer es una de esas discusiones modernas en las que todos saben que lo que se está discutiendo es otra cosa, pero
unos fingen lo contrario para pescar a río revuelto y otros por un falso
sentido del fair-play o, quizá, porque no tienen dos dedos de frente.
Lo cierto es que “diaconisa” significa dos cosas diferentes. En el original
griego, significa simplemente “servidora".
En otro sentido, haría referencia al femenino del diácono, como “sacerdotisa” es el femenino de sacerdote. ¿A cuál de los dos significados se refiere la discusión sobre las
diaconisas? En
realidad, como es fácil descubrir, a ninguno de los
dos.
Si nos ceñimos al primero de los significados, el de “servidora”, que es el único ortodoxo y acorde con la
Tradición de la Iglesia, las diaconisas desgraciadamente no le importan a
nadie. Es el sentido que aparece en la historia de la Iglesia, en unas épocas
en las que era inmediatamente evidente que “diaconisa”
significaba servidora, porque el griego era la lengua habitual. Las
mujeres, ya fueran vírgenes consagradas, viudas o seglares, servían a la
Iglesia de múltiples maneras (como también hacían los hombres), ayudando a los
enfermos y necesitados, transmitiendo la fe, cuidando de las cosas de la
Iglesia e incluso ayudando en los actos litúrgicos donde no convenía que lo
hiciera un varón (especialmente en los bautismos por inmersión de otras
mujeres, por razones obvias).
Hoy en día, este significado no le importa a nadie porque “servir” no está de moda y suena (y es)
profundamente antifeminista. De
hecho, ya tenemos innumerables “diaconisas” de
este tipo en todas las parroquias del mundo. Nadie ignora que la inmensa
mayoría de los que ayudan a los párrocos, dan catequesis, preparan lo necesario
para la liturgia, cuidan a los pobres, colaboran en los despachos parroquiales,
ordenan, limpian, lavan, adornan, cosen y llevan a cabo un millón de tareas más
son mujeres.
LAS ENTRAÑABLES RAFAELAS de las que habla D.
Jorge son diaconisas en ese sentido amplio y no sacramental, pero a la vez
sagrado y plenamente tradicional, de la palabra. Es una vocación que será su gloria en el cielo, porque el
Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y ellas le siguen de cerca. Si hay menos hombres
servidores en este sentido no es por la superioridad del varón, sino por su
cobardía ante el sacrificio oculto, sobre todo en las cosas cotidianas y
aparentemente sin importancia. No fue casualidad que, junto a la cruz de
Cristo, solo hubiera un apóstol y las demás fueran mujeres.
Nadie habla, en definitiva, de
estas diaconisas (al menos hasta que las vean resplandecientes de gloria y
majestad en el Reino de los Cielos), porque la
discusión actual sobre el diaconado femenino no versa sobre el servicio, como
exigiría el tema tratado, sino sobre el poder. Y
absolutamente todo el mundo sabe que es así, aunque algunos finjan no
enterarse.
En cuanto al segundo
significado de la palabra, el femenino de “diácono”
o la idea de impartir el sacramento del orden a las mujeres en su grado
más bajo, podemos decir, con la misma seguridad, que tampoco le importa a
nadie. Desgraciadamente, esta falta de interés no se debe a que la Tradición
rechace esta posibilidad y, por lo tanto, sea algo imposible en la Iglesia. Nadie desea que las mujeres puedan ser diaconisas, ni siquiera los que
hacen todo lo posible por conseguirlo, porque, reconozcámoslo, a nadie le
importan los diáconos.
Vamos a decirlo de nuevo: es
una discusión sobre el poder y los diáconos no tienen ninguno. Los diáconos
ordenados son, humanamente hablando, servidores con alba y estola y muy poco
más. Sirven al sacerdote en la Eucaristía, sirven a los pobres de la parroquia
y sirven a los fieles predicando, bautizando y casando en las ocasiones poco
solemnes, pero no tienen ningún poder en la Iglesia en general ni
en la parroquia en particular. En
otras épocas, esto no fue así, pero en la nuestra es algo indudable. Por eso,
en realidad ese tema no les interesa en absoluto a los que parecen desear el
diaconado femenino, ya que no significa un aumento de poder apreciable.
Lo que verdaderamente se
discute es si las mujeres pueden ser sacerdotisas y obispesas,
porque, a ojos de los que carecen de fe, los obispos y sacerdotes son los que
tienen el verdadero poder en la Iglesia. Del mismo modo que ninguna feminista quiere que
haya el mismo número de poceras o picapedreras que de poceros o picapedreros,
pero sí desea que haya presidentas y directoras, se habla del diaconado
femenino como un simple punto de entrada, una brecha en la muralla, para llegar
al verdadero objetivo, que es el sacerdocio de las mujeres.
En la Iglesia, esto se da de
frente con un gran obstáculo: la doctrina de que no es
posible ordenar sacerdotes a las mujeres es irreformable e infalible,
tanto por pronunciamiento específico de Juan Pablo II como por haber sido
doctrina unánime de la Iglesia desde sus orígenes. Quien niega esa doctrina, se
separa de la Iglesia. Esta doctrina irreformable resulta incómoda y molesta, de
ahí que aquellos que no creen en ella prefieran atacarla indirectamente, promoviendo las diaconisas para obtener sacerdotisas, como ya
sucedió en la Comunión Anglicana.
Parece evidente que lo que
conviene es dejar de tolerar este engaño tan
transparente. En
estas discusiones, hay que empezar por preguntar al que defiende el diaconado
femenino: ¿qué piensas sobre el sacerdocio de la
mujer? Si responde que está a favor del sacerdocio de las mujeres o que
espera que se apruebe en el futuro, entonces ya sabemos que no tiene sentido discutir con él, porque no tiene la fe de la Iglesia.
Si responde que no está a favor del sacerdocio de las mujeres y que solo
persigue el diaconado femenino, entonces ya sabemos que o bien está tratando de
engañarnos o no ha entendido de qué trata realmente la discusión y, por lo
tanto, no tiene sentido discutir con él. Si, antes de organizar una comisión
sobre las diaconisas, el Vaticano hubiera seguido esta sencilla indicación (en
lugar de incluir en ella a personas que no compartían la fe de la Iglesia sobre
el sacerdocio), se habría ahorrado gran cantidad de tiempo, dinero y
preocupaciones inútiles.
Si caemos en la trampa de
utilizar los criterios del mundo para reflexionar sobre la fe, terminaremos
pensando cómo piensa el mundo. Si dejamos que el campo de juego lo elijan los
que piensan como el mundo, no podremos quejarnos después cuando planteen la
cuestión de forma mundana. Si aceptamos la ficción de que estamos discutiendo
algo que realmente no estamos discutiendo, perderemos el tiempo en una época en
la que la Iglesia no puede permitirse ese lujo y, además, le haremos el juego a
los que odian la fe. Si permitimos que en la Iglesia
se defiendan posturas contrarias a la fe, ya hemos perdido de antemano la
partida, porque eso significa que la fe ha dejado de ser el
fundamento común de los católicos.
Gracias a Dios, los católicos
sabemos que nuestras parroquias tienen ya innumerables
diaconisas (y diaconisos) en el sentido tradicional, ortodoxo y humilde de la
palabra y con eso nos basta. La
verdadera liberación no está en alcanzar más poder e influencia, sino en imitar
a Jesucristo, el varón de dolores, que siendo
rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. Sigamos sus
huellas.
Bruno M.
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