Hoy justamente cumplo
25 años de sacerdocio. Un lejano julio de 1994, un joven diácono de veinticinco
años. Si alguien me preguntara si tengo alguna nostalgia por haber creado una
familia, por haber desempeñado un trabajo civil o por conocer el amor humano de
una esposa, la respuesta sincera y categórica es no.
Solo me veo como sacerdote.
Ningún tesoro valoro más aquí en la tierra que mi sacerdocio. Incluso eso se lo
he ofrecido al Señor si quiere tomarlo. Y lo he hecho de corazón. Pero amo mi
sacerdocio más ahora que cuando fui ordenado. Celebro ahora la misa con más
devoción que en cualquier otra época precedente de mi vida. Leer la Biblia me
llena más ahora que en el pasado.
También a mis cincuenta años me
veo más paciente, con un juicio más reposado, más sereno. Podría enumerar los
campos de mi vida en los que he empeorado. Ciertamente, en unas cosas he
mejorado y en otras he empeorado. Pero no haré esa enumeración lamentable. Dar
una mala impresión de mi vida haría daño a personas que me tienen admiración.
Es mejor no echar ninguna mancha sobre el óleo enmarcado.
Mi mayor alegría es la Eucaristía
y la diaria lectura de Valtorta. Me gusta meditar en silencio, a solas, en una
iglesia sumida en la penumbra, a la luz de las velas. No soy nada dado a la
oración vocal, a ningún tipo de oración vocal. En mi vida, la oración siempre
ha sido sinónimo de oración mental. También las jaculatorias, la conversación
con Dios mientras voy de un lugar a otro. Os confieso que nunca he sentido ni
la más mínima devoción ni en el rosario ni en el viacrucis, ni la más
mínima.
Jamás dejo de hacer la acción de
gracias tras la comunión. Como mínimo diez minutos, normalmente veinte. Me
gusta orar con toda reverencia mientras me voy colocando los ornamentos
sagrados al revestirme en la sacristía. Tengo tendencia a acostarme tarde, pero
cada vez necesito dormir menos horas. Si un día duermo cinco horas, me despierto
exactamente igual que si duermo siete. Ocho horas ya me resulta imposible
dormir.
La mayor tristeza de estos años
de sacerdocio, por supuesto, me la han proporcionado no los enemigos del
Evangelio, no los increyentes, sino los clérigos. Nunca he querido yo hacer
daño a nadie. Es un enigma para mí porqué los sentimientos que han habitado en
los corazones de algunos consagrados a Dios se han mostrado permanentes. Los
años pasaban, yo perdonaba, les trataba bien, incluso muy bien, pero la bilis
agria continuaba.
Cuando hablo de ese “vinagre”, me estoy refiriendo a la voluntad
decidida de hacer sufrir, de provocar daño. He hecho el mayor esfuerzo posible
por tratar de comprender sus razones, por meterme en sus mentes, para tratar de
ver su punto de vista. Pero el odio totalmente injustificado es difícil de
entender.
Antes de acabar este post, otro
apunte: Mi paz os dejo, mi paz os doy. Esta es otra característica que creo
sobresaliente de mi vida: la paz que siento. Mi conciencia está en paz. Siento
una serenidad, una calma, tan grande que no dudo de que es un don celestial.
Acabaré diciendo que me gustaría
vivir más de cien años. Ojalá que dentro de otros veinticinco años pudiera
preguntar a vuestros nietos: “¿Os acordáis cuando
todavía escribía en blogspot?”.
P. FORTEA
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