VATICANO, 19 Nov. 17 / 04:39 am (ACI).- En la I Jornada Mundial de
los Pobres, instituida por el Papa Francisco, el Pontífice presidió una Misa en la que comentó el
Evangelio del día y aseguró que “nos hará bien
acercarnos a quien es más pobre que nosotros, tocará nuestra vida. Nos hará bien, nos recordará lo que
verdaderamente cuenta: amar a Dios y al prójimo”.
“Amar al pobre significa luchar contra todas las
pobrezas, espirituales y materiales”, afirmó.
A continuación, el texto completo de la homilía del
Papa:
Tenemos la alegría de partir el pan de la Palabra, y dentro de poco de
partir y recibir el Pan Eucarístico, que son alimento para el camino de la
vida. Todos lo necesitamos, ninguno está excluido, porque todos somos mendigos
de lo esencial, del amor de Dios, que nos da el sentido de la vida y una vida
sin fin. Por eso hoy también tendemos la mano hacia Él para recibir sus dones.
La parábola del Evangelio nos habla precisamente de dones. Nos dice que somos
destinatarios de los talentos de Dios, «cada cual
según su capacidad» (Mt 25,15). En primer lugar, debemos reconocer que
tenemos talentos, somos «talentosos» a los
ojos de Dios. Por eso nadie puede considerarse inútil, ninguno puede creerse
tan pobre que no pueda dar algo a los demás. Hemos sido elegidos y bendecidos
por Dios, que desea colmarnos de sus dones, mucho más de lo que un papá o una
mamá quieren para sus hijos. Y Dios, para el que ningún hijo puede ser
descartado, confía a cada uno una misión.
En efecto, como Padre amoroso y exigente que es, nos hace ser
responsables. En la parábola vemos que cada siervo recibe unos talentos para
que los multiplique. Pero, mientras los dos primeros realizan la misión, el
tercero no hace fructificar los talentos; restituye sólo lo que había recibido:
«Tuve miedo —dice—, y fui y escondí tu talento en
la tierra; mira, aquí tienes lo que es tuyo» (v. 25). Este siervo recibe
como respuesta palabras duras: «Siervo malo y
perezoso» (v. 26). ¿Qué es lo que no le ha gustado al Señor de él? Para
decirlo con una palabra que tal vez ya no se usa mucho y, sin embargo, es muy
actual, diría: la omisión. Lo que hizo mal fue no haber hecho el bien. Muchas
veces nosotros estamos también convencidos de no haber hecho nada malo y así
nos contentamos, presumiendo de ser buenos y justos. Pero, de esa manera
corremos el riesgo de comportarnos como el siervo malvado: tampoco él hizo nada
malo, no destruyó el talento, sino que lo guardó bien bajo tierra. Pero no
hacer nada malo no es suficiente, porque Dios no es un revisor que busca
billetes sin timbrar, es un Padre que sale a buscar hijos para confiarles sus
bienes y sus proyectos (cf. v. 14). Y es triste cuando el Padre del amor no
recibe una respuesta de amor generosa de parte de sus hijos, que se limitan a
respetar las reglas, a cumplir los mandamientos, como si fueran asalariados en
la casa del Padre (cf. Lc 15,17).
El siervo malvado, a pesar del talento recibido del Señor, el cual ama
compartir y multiplicar los dones, lo ha custodiado celosamente, se ha conformado
con preservarlo. Pero quien se preocupa sólo de conservar, de mantener los
tesoros del pasado, no es fiel a Dios. En cambio, la parábola dice que quien
añade nuevos talentos, ese es verdaderamente «fiel»
(vv. 21.23), porque tiene la misma mentalidad de Dios y no permanece
inmóvil: arriesga por amor, se juega la vida por los demás, no acepta el
dejarlo todo como está. Sólo una cosa deja de lado: su propio beneficio. Esta
es la única omisión justa.
La omisión es también el mayor pecado contra los pobres. Aquí adopta un
nombre preciso: indiferencia. Es decir: «No es algo
que me concierne, no es mi problema, es culpa de la sociedad». Es mirar
a otro lado cuando el hermano pasa necesidad, es cambiar de canal cuando una
cuestión seria nos molesta, es también indignarse ante el mal, pero no hacer
nada. Dios, sin embargo, no nos preguntará si nos hemos indignado con razón,
sino si hicimos el bien.
Entonces, ¿cómo podemos complacer al Señor de forma concreta? Cuando se
quiere agradar a una persona querida, haciéndole un regalo, por ejemplo, es
necesario antes de nada conocer sus gustos, para evitar que el don agrade más
al que lo hace que al que lo recibe. Cuando queremos ofrecer algo al Señor,
encontramos sus gustos en el Evangelio. Justo después del pasaje que hemos
escuchado hoy, Él nos dice: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Estos hermanos más
pequeños, sus predilectos, son el hambriento y el enfermo, el forastero y el
encarcelado, el pobre y el abandonado, el que sufre sin ayuda y el necesitado
descartado. Sobre sus rostros podemos imaginar impreso su rostro; sobre sus
labios, incluso si están cerrados por el dolor, sus palabras: «Esto es mi cuerpo» (Mt 26,26). En el pobre,
Jesús llama a la puerta de nuestro corazón y, sediento, nos pide amor. Cuando
vencemos la indiferencia y en el nombre de Jesús nos prodigamos por sus
hermanos más pequeños, somos sus amigos buenos y fieles, con los que él ama
estar. Dios lo aprecia mucho, aprecia la actitud que hemos escuchado en la
primera Lectura, la de la «mujer fuerte» que
«abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos
al pobre» (Pr 31,10.20). Esta es la verdadera fortaleza: no los puños
cerrados y los brazos cruzados, sino las manos laboriosas y tendidas hacia los
pobres, hacia la carne herida del Señor.
Ahí, en los pobres, se manifiesta la presencia de Jesús, que siendo rico
se hizo pobre (cf. 2 Co 8,9). Por eso en ellos, en su debilidad, hay una «fuerza salvadora». Y si a los ojos del mundo
tienen poco valor, son ellos los que nos abren el camino hacia el cielo, son «nuestro pasaporte para el paraíso». Es para
nosotros un deber evangélico cuidar de ellos, que son nuestra verdadera
riqueza, y hacerlo no sólo dando pan, sino también partiendo con ellos el pan
de la Palabra, pues son sus destinatarios más naturales. Amar al pobre
significa luchar contra todas las pobrezas, espirituales y materiales.
Y nos hará bien acercarnos a quien es más pobre que nosotros, tocará
nuestra vida. Nos hará bien, nos recordará lo que verdaderamente cuenta: amar a
Dios y al prójimo. Sólo esto dura para siempre, todo el resto pasa; por eso, lo
que invertimos en amor es lo que permanece, el resto desaparece. Hoy podemos
preguntarnos: «¿Qué cuenta para mí en la vida? ¿En
qué invierto? ¿En la riqueza que pasa, de la que el mundo nunca está
satisfecho, o en la riqueza de Dios, que da la vida eterna?». Esta es la
elección que tenemos delante: vivir para tener en esta tierra o dar para ganar
el cielo. Porque para el cielo no vale lo que se tiene, sino lo que se da, y «el que acumula tesoro para sí» no se hace «rico para con Dios» (Lc 12,21). No busquemos lo
superfluo para nosotros, sino el bien para los demás, y nada de lo que vale nos
faltará. Que el Señor, que tiene compasión de nuestra pobreza y nos reviste de
sus talentos, nos dé la sabiduría de buscar lo que cuenta y el valor de amar,
no con palabras sino con hechos.
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