miércoles, 4 de febrero de 2015

"EL CELIBATO ES ANTINATURAL"


El otro día hablaba con una amiga que es psicoterapeuta, y me decía, debido a sus experiencias, que es muy importante el cuidado emocional de los sacerdotes, puesto que, me decía ella, el celibato es "antinatural". Yo le corregí diciéndole que el celibato no es antinatural, sino sobrenatural. Presupone un don de Dios que la Iglesia pide a los que se sienten llamados al sacerdocio; sólo aquellos que han recibido el carisma del celibato pueden ser llamados al sacerdocio. Este es un punto que levanta no pocas ampollas todavía. La crisis sacerdotal que llevó a no pocas secularizaciones tras el Concilio sigue aún batiendo contra la Iglesia. Y no digo crisis vocacional, sino crisis sacerdotal. Y prueba de ello son los dolorosamente numerosos escándalos que han acusado y siguen azotando a Nuestra Madre, la Iglesia. Algunos aseguran que la crisis sacerdotal se solucionaría con la abolición del celibato. Pero decir eso es desconocer el origen del problema. En cierto sentido, mi amiga tenía razón. El celibato es un modo muy concreto de vivir la afectividad que requiere una honda preparación, ya que, si no se vive humanamente como un don sobrenatural, corre el riesgo de convertirse en algo antinatural, que puede hacer que quien no lo vive bien se convierta en un alguien raro; o peor aún, que viva una doble vida con una apariencia de celibato, y otra vida en la que puede cometer terribles abominaciones. Ciertamente, el problema de los abusos implica una patología psíquica, no es cuestión de desliz. Tampoco podemos obviar que la gran mayoría de los abusos que se han perpetrado en nuestros días son abusos homosexuales, por lo que interesaría ver la relación entre pederastia y homosexualidad. Pero en este artículo no quiero centrarme en esos temas que dejo apuntados, sino en la cuestión de la afectividad célibe. Porque el célibe no es una persona que tiene castrada la afectividad; no es un ser asexuado; no tiene por qué ser alguien con una doble vida, ni tampoco alguien extraño que no sabe amar; no es un hombre que no sabe tratar a las mujeres ni un frustrado que no encontró a nadie que le quisiera; no tendría que ser alguien cuyos gestos de cariño resultaran forzados, ni tampoco alguien cuyas manifestaciones afectivas resultaran demasiado excesivas y llamativas. El célibe, como cualquier ser humano, está llamado a ser una persona normal. En la facultad de teología nos decían que la gracia presupone la naturaleza; eso quiere decir que si un célibe quiere llegar a ser alguien sobrenatural, primero debe ser alguien natural. La afectividad célibe es muy peculiar. Supone una renuncia a la manifestación natural del amor, que se da dentro del matrimonio, y en consecuencia, una renuncia a la expresión genital del amor. Mis palabras están cuidadosamente escogidas. No he dicho "una renuncia a la expresión sexual del amor", sino "una renuncia a la expresión genital del amor". Porque el sacerdote es un varón, sexuado, que siempre amará como hombre que es, y cuyos gestos y manifestaciones serán siempre los de un hombre. Pero que ha renunciado a manifestar ese amor de una forma genital, renunciando así a una paternidad biológica. Es importante no obviar esta parte del celibato. Como renuncia, significa sacrificio, dificultad, esfuerzo; significa dudas, crisis y sentimiento de pérdida; significa, en ocasiones, dolor. Como por otra parte también el casado renuncia a una vida en solitario y al resto de mujeres, renuncia que también significa sacrificio, dificultad, esfuerzo; significa dudas, crisis y sentimiento de pérdida; significa, en ocasiones, dolor. No quiero ni quitarle hierro a la dificultad del celibato, ni tampoco añadírsela como su fuera una vida horrible e imposible de vivir. En quien ha recibido el don del celibato, su vivencia no supone más dificultades que la del casado; es más, según San Pablo, supone menos dificultades. Pero la renuncia no es represión. La represión supone rechazar algo a cambio de nada; la renuncia es dejar algo a cambio de algo mejor. El célibe renuncia a vivir una vida marital y una paternidad biológica para poder vivir una vida de entrega a la Iglesia y a los hombres, y una paternidad espiritual; y no lo hace por misoginia o incapacidad afectiva, sino porque ha descubierto que esa es su vocación: lo hace por amor. El celibato da al hombre un corazón grande, como el de Cristo, en el que entran todos los hombres sin preferencias; un corazón capaz de entregarse todos los días y a todas horas; un corazón capaz de amar a las mujeres como mujeres, con una mirada pura y desinteresada como la de Jesús. El celibato da al hombre la libertad para entregarse sin restricciones ni divisiones, sin límites de tiempo o condicionamientos afectivos, sin estar atado a nada ni a nadie. El celibato da al hombre la capacidad de despojamiento necesaria para vivir la pobreza, y recordarse y recordar a los demás que estamos de paso, que esto no es el cielo, que lo mejor está aún por llegar. Pero sobre todo, el celibato es un desposorio místico con Jesucristo, en el que Él es quien colma el corazón del consagrado, dándole la gracia de adelantar el cielo y poder vivir la pertenencia a Cristo ya en esta tierra. El celibato es uno de los mayores regalos que Dios puede hacer a un hombre y a la Iglesia. Pero todas estas realidades sobrenaturales han de ser vividas de un modo natural, normal, porque Dios no hace del célibe un ángel. Para poder vivir bien el celibato es necesario sanar las heridas afectivas que todos los seres humanos nos hemos hecho en el camino de la vida. Las heridas causadas por nuestro padre, por nuestra madre y nuestros hermanos; las heridas a la autoestima causadas por nuestro físico, por las comparaciones, por las burlas de los compañeros; las frustraciones causadas por desengaños amorosos o por manipulaciones afectivas; la heridas de rencor o rechazo contra otros o contra nosotros mismos; etc. Si no sanamos esas heridas, indefectiblemente alterarán nuestra capacidad de amar y nos llevarán a nuevas heridas que pueden acabar haciendo insana nuestra afectividad. ¿Y cómo se sanan esas heridas? Muchas veces a través de una buena terapia; otras veces puede bastar con la ayuda de un buen director espiritual, que trabaje también los aspectos humanos de la personalidad; y en todo caso con oración, amistad y sinceridad. Si bien es cierto que elegir el celibato supone elegir una forma de soledad, no es menos cierto que eso no significa que el célibe deba ser un hombre solitario. Jesús no era un hombre solitario, a pesar de buscar abundantes momentos de soledad. Esa soledad era para el descanso y la oración; pero no se debía a una fobia social o a una incapacidad relacional. El célibe debe saber relacionarse con normalidad; ni huir de la soledad llenando su agenda de actividades y citas; ni buscar cualquier ocasión para escabullirse huraño por el primer hueco que encuentre. Porque en un corazón sano habita el amor, que sabe disfrutar del encuentro, tratar con naturalidad a los hombres y las mujeres, y expresar sus emociones de un modo sincero y natural. Un célibe puede manifestar cariño. Un célibe puede sentir tristeza y miedo, y puede expresarlo. Un célibe puede tener un momento de dificultad y pedir ayuda. Un célibe no es perfecto; no es Dios. Como ser humano, necesita a los demás, su cariño, su comprensión. Una excesiva dureza, y también una excesiva sensibilidad, pueden ser signos de heridas sin sanar que condicionan la afectividad del célibe. En ocasiones los célibes nos convertimos en solterones. Por eso una vida comunitaria, aunque sea mínima, es muy importante, y puede garantizar que el célibe siga siendo una persona normal, conectada con sus emociones, sin represiones ni permisivismos. A veces los célibes tenemos miedo a la espontaneidad porque nos parece peligrosa, como una especie de fuente de pecado o algo así. Pero si en el corazón reina Cristo, y uno es consciente de sus debilidades e inclinaciones, esa espontaneidad no tiene por qué ser peligrosa; es más, puede ser fuente de vida y libertad, y un poderoso medio de evangelización. ¿No se hace uno célibe por amor? Atrevámonos q amar, sin límites, sin condiciones, con un corazón esponjado y libre. Y en la lucha por amar bien, en la cual siempre es difícil acertar con la distancia adecuada, trabajemos por sanar todo aquello que nos dificulta amar como Cristo. Él dijo que nos daría pastores "según su Corazón". Que aprendamos del Corazón de Cristo, tan humano como divino, a amar con naturalidad y sobrenaturalidad.

Jesús María Silva Castignani

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