Llegó el día en que decidí que
mis hijas mayores ya tenían edad de aprender a rezar el Ave María y recitársela
a diario a la Virgen antes de acostarse. Hasta ahora, había que conformarse con
el Jesusito de mi vida, el Ángel de la guarda y unas palabras cariñosas a
Nuestra Madre (que no era poco). Así que, como siempre, me arrodillé junto a
ellas al lado de sus camas y empecé a decir: "Dios te salve..." Antes
de que me diera tiempo a terminar la frase mi Mary ya estaba terminándola:
"...María". Bueno, la frase inicial, sencilla, normal que se la sepa,
pensé. Pero, entonces, continué:
"llena eres..."
"...de gracia", vuelvo
a oír.
Ante mi gratísima sorpresa, seguí
rezando esa bonita oración, esta vez más despacio y dejando las frases sin
terminar, frases que mi pequeña iba completando hasta llegar al final con el
"...y en la hora de nuestra muerte. Amén" salido de sus labios con
total naturalidad. Como si llevara toda su vida a Rosario diario, como si
entendiera perfectamente cada expresión.
Os prometo que jamás habría
imaginado ni remotamente que una niña de tres años y medio, concretamente la
mía, hubiera sido capaz de recordar el final de todas las frases que componen
el Ave María. Sin embargo, allí estaba María, tan tierna, tan dulce,
arrodillada ante ese cuadrito de la Sagrada Familia, rezando con total
naturalidad. Fue algo impresionante, enormemente gratificante, precioso.
Pero, además de todo eso, fue
algo muy aleccionador, algo que me hizo darme cuenta de la inimaginable
influencia que ejercemos sobre nuestros hijos, no sólo con nuestros actos, sino
con nuestras palabras. Una niña de tres años ha sido capaz, solo escuchando a
sus padres de vez en cuando, -principalmente en viajes en coche, diría yo-, de
interiorizar y aprender una oración de la que, probablemente, prácticamente no
entienda la mitad de las frases. Simplemente, la oye de esas personas que son
su referencia. No le hace falta más. No analiza, no filtra, solo confía,
recibe, y asume lo que ve y oye como algo natural y, evidentemente, bueno.
Así que, aparte de lo emocionante
que es que tu hija de casi 4 años se sepa el Ave María sin que tú se lo hayas
enseñado, también pone de manifiesto la gran responsabilidad que tenemos como
padres, no solo en la educación que tratamos de darles día a día a nuestros
hijos, sino en la que seamos capaces de imponernos a nosotros mismos. Porque
nuestra virtud, será la suya; nuestros errores, también los de ellos. Por
tanto, cuanto mejores personas seamos, mejores personas haremos de nuestros
hijos.
Una vez
leí una frase que resume muy bien esta realidad. Decía algo así: "es más
fácil enseñar que educar; porque enseñar requiere ´saber´, pero para educar se
necesita ´ser´". Esa es nuestra meta: ser las mejores personas posibles,
para ser los mejores padres que podamos ser.
Susana
Ariza
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